Tres miradas sobre el diaconado femenino
11:00 p m| 10 jun 16 (VIDA NUEVA/BV).- En mayo Francisco se reunió con las participantes de la Asamblea Plenaria de las Superioras Generales, encuentro en el que pudo responder algunas preguntas sobre la participación de la mujer en la vida de la Iglesia. Cuando le preguntaron qué impedía incluir a las mujeres entre los diáconos permanentes, el Papa ofreció establecer una comisión para estudiar y analizar el tema.
¿Quiere abrir Francisco la puerta al diaconado femenino?, ¿qué precedentes encontramos en la Iglesia primitiva?, ¿por dónde pasa la institucionalización canónica de este ministerio?, ¿por qué ahora?, ¿cuál debe ser el siguiente paso? Tres destacadas firmas comparten sus respectivos puntos de vista (histórico, canónico y eclesial) acerca de una cuestión compleja, cuyo debate despierta tantas expectativas como recelos. Tomado de la revista Vida Nueva.
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Diaconado de las mujeres en la Iglesia. Perspectiva histórica
Por Fernando Rivas Rebaque, profesor de Historia Antigua de la Iglesia y Patrología. Facultad de Teología, Universidad Pontificia Comillas
A pesar de que el diaconado de las mujeres ha sido una de las formas más permanentes (más de mil años), transversales (ámbito litúrgico, caritativo, catequético) y ecuménicas (en Oriente y Occidente) del ser y participar de la mujer en la Iglesia, no dejan de ser sorprendentes los miedos y recelos, cuando no la condena, que produce cualquier intento de retomar esta cuestión en la Iglesia, como es el caso del reciente pronunciamiento del Papa Francisco. Por ello, nada mejor que acudir a la historia de la Iglesia para que nos ilustre.
Así, la primera referencia que tenemos del diaconado de las mujeres se encuentra en Rom 16, 1-2, donde Pablo, hacia el año 58, describe a Febe como diákonos, “servidora”, de la Iglesia de Céncreas (puerto de Corinto) y “benefactora/patrona” de muchos, e incluso de él mismo. El papel que otorga Pablo a Febe es, sin duda, no menor al desempeñado por los diáconos de Flp 1, 1. La segunda y más controvertida aparición es en 1 Tim 3, 8-11, en torno al año 100, donde el v. 11 ha sido interpretado como las esposas de los diáconos o bien las mujeres diáconos. No deja de ser curioso que, mientras la opinión mayoritaria entre los Padres de la Iglesia lo considera referido a las mujeres diácono, muchos biblistas (especialmente católicos) lo interpreten como esposas de los diáconos.
A inicios del s. III, Clemente de Alejandría comenta que algunos apóstoles tomaron a ciertas mujeres como “consiervas (syndiakonoi)” para que anunciasen el Evangelio a las mujeres en sus propias casas, algo que ya aparecía en las mujeres diáconos de 1 Tim 3, 11. También en el s. III pero en la zona siria, la Didascalia de los apóstoles (DA) habla de algunas de las funciones de las mujeres diácono, como encargarse del orden y el lugar de las mujeres en las asambleas (DA 12), la obediencia al obispo (DA 15), la visita domiciliaria a otras mujeres, sobre todo en caso de enfermedad (DA 16,1.5), así como la unción del óleo en el bautismo de las mujeres (DA 16,2.3) y su instrucción catequética posbautismal (DA 16,4), por lo que se debe “honrar a la mujer diácono como [figura] del Espíritu Santo” (DA 9,3).
A inicios del siglo IV, en Egipto, el apóstol san Pedro afirmará en los Cánones eclesiásticos de los apóstoles que la “buena diácono [eudiákonos] debe estar dedicada a las mujeres enfermas” (canon 21). El Concilio de Nicea (325) supone una novedad terminológica al hablar por primera vez en Oriente de las “diaconisas”, pues hasta ahora se utilizaba mujeres diácono (en el ámbito latino se empleaba diaconnissa o diacona), ordenando que las diaconisas seguidoras de Pablo de Samosata mantuvieran su condición laical al no haber sido ordenadas (canon 19).
Sin embargo, hay que esperar a las Constituciones apostólicas (CA, hacia el 380 en zona siria) para encontrar por primera vez la ordenación explícita de las diaconisas, un calco prácticamente a la de los diáconos, cuando, dirigiéndose al obispo, se le dice: “Impondrás las manos sobre ella en presencia de los presbíteros y de los diáconos y diaconisas, y dirás: ‘¡Oh Dios eterno, Padre de nuestro Señor Jesucristo, Creador de hombres y mujeres que llenaste con el Espíritu a Miriam y Débora y Ana y Julda, que no desdeñaste que tu Unigénito naciera de una mujer, que en la tienda del testimonio y en el templo has instituido [projeirisámenos, propiamente “imposición de manos”, término técnico para la ordenación] las guardianas de tus santas puertas (cf Ex 28, 8; 1 Sam 2, 22), mira ahora hacia tu sierva que va a ser instituida [projeiritsoménên] para el diaconado [diakonían] y concédele el Espíritu Santo y ‘purifícala de toda indecencia de la carne y del espíritu’ (2 Cor 7, 1) para que pueda llevar a cabo dignamente la labor que se le confía” (CA VIII,19,2–20,2).
Mientras el Concilio de Calcedonia (451, canon 15) y el de Trulo (691, canon 14) se centran en la edad mínima de ordenación, que pasa de los 60 años iniciales a los 40, el Código de Justiniano (en torno al 535) va más allá, legislando sobre el número de diaconisas, su estado de vida, sus relaciones o sus obligaciones.
Desde el siglo IX, la asociación entre mujeres e impureza, especialmente con motivo de la menstruación y el nacimiento de los hijos, la entrada de varones ordenados en los cantos y otros factores como el iconoclasmo contribuyeron a la progresiva desaparición de las funciones litúrgicas de las diaconisas en la Iglesia bizantina, manteniéndose en el espacio monástico hasta mediados del s. XIII. A partir de esta fecha, sobreviven de manera marginal en algunas Iglesias orientales como la maronita, donde el sínodo de 1736 permite, al menos en teoría, la ordenación de diaconisas.
Conclusiones
No puede invocarse la tradición eclesial para excluir o marginar a las mujeres del diaconado, sino más bien todo lo contrario. Hay datos más que suficientes para hablar del diaconado femenino en la Iglesia por lo menos hasta el siglo XI. Que el diaconado de las mujeres no haya tenido una especial incidencia en la Iglesia de Occidente no quiere decir que no tenga su base en la tradición y un derecho a su existencia eclesial.
Para terminar, frente a las enormes dificultades que se pone al diaconado femenino, resulta cuanto menos sorprendente la facilidad con que ha sido admitido dentro de la práctica eclesial el diaconado permanente de varones casados (sin la posibilidad de continuar con la ordenación sacerdotal), a pesar de no tener una base tan firme en la tradición y su inextricable conexión con el presbiterado, separándolo incluso de la obligatoriedad del celibato. Algo que al menos da que pensar.
¿Diaconisas? Apuntes canónicos para la reflexión
Por Carmen Peña García, Facultad de Derecho Canónico. Universidad Pontificia Comillas
La cuestión sobre las diaconisas se inserta en el marco de un debate teológico más amplio: el de la identidad y significación sacramental del diaconado mismo, tal como puso de manifiesto la Comisión Teológica Internacional en 2002, en su documento “El diaconado: evolución y perspectivas”. Esta necesidad de repensar el diaconado surge a raíz de la restauración del diaconado permanente en el Concilio Vaticano II que reconoce un nuevo tipo de diaconado como grado definitivo, al que pueden acceder tanto varones célibes como también varones casados.
También se ve afectada la comprensión del diaconado permanente por la revalorización conciliar del laicado, pues prácticamente todas las funciones que el Concilio presenta como características del diaconado puedan ser, con diversos requisitos, realizadas por fieles laicos.
1. Marco canónico general
Desde una dinámica de comunión, el Código de 1983 parte de la radical igualdad de todos los bautizados, proveniente de la participación de todos los fieles en la triple misión de Cristo, Sacerdote, Profeta y Rey, sin perjuicio de que dicha participación se concrete de diversos modos, distinguiendo el c.208 entre clérigos o ministros ordenados (obispos, sacerdotes y diáconos) y laicos. Los religiosos y consagrados, caracterizados por la profesión de los consejos evangélicos, serán clérigos o laicos en función de si han recibido el orden sagrado.
Respecto a los clérigos, en 2010 se produjo una modificación legislativa significativa, reflejo de las dificultades de la configuración del diaconado: mientras que el c.1008 del Código de 1983 resaltaba la unidad de los tres grados del orden sagrado, al atribuir indistintamente a todos los clérigos o ministros sagrados el estar “destinados a apacentar el pueblo de Dios según el grado de cada uno, desempeñando en la persona de Cristo Cabeza las funciones de enseñar, santificar y regir”, esta redacción fue modificada por el motu proprio Omnium in mentem de Benedicto XVI, que distinguía dos grupos: “Aquellos que han sido constituidos en el orden del episcopado o del presbiterado reciben la misión y la facultad de actuar en la persona de Cristo Cabeza; los diáconos, en cambio, son habilitados para servir al pueblo de Dios en la diaconía de la liturgia, de la palabra y de la caridad” (c.1009,3).
Se subraya de este modo fuertemente, en la nueva regulación, la diferencia entre los ministerios sacerdotales y el ministerio diaconal, conforme a la afirmación conciliar de que los diáconos “reciben la imposición de las manos no en orden al sacerdocio, sino en orden al ministerio” (Lumen Gentium, 29).
2. ¿”Funciones” diaconales específicas?
El Concilio Vaticano II fijó como funciones propias del diácono servir al pueblo de Dios “en el ministerio de la liturgia, de la palabra y de la caridad. Es oficio propio del diácono, según le fuere asignado por la autoridad competente, administrar solemnemente el bautismo, reservar y distribuir la Eucaristía, asistir al matrimonio y bendecirlo en nombre de la Iglesia, llevar el viático a los moribundos, leer la Sagrada Escritura a los fieles, instruir y exhortar al pueblo, presidir el culto y oración de los fieles, administrar los sacramentales, presidir el rito de los funerales y sepultura” (LG 29).
La paradoja radica en que prácticamente todas estas funciones que el Concilio conceptúa como propias del diácono pueden ser desempeñadas, con diversos requisitos, por fieles laicos –en el sentido de no ordenados– entre los que se encontrarían todas las mujeres, incluidas las religiosas y las pertenecientes a la vida consagrada, así como también los varones religiosos no ordenados.
Así, en materia sacramental, ni los laicos ni los diáconos podrán, en ningún caso, ser ministros de aquellos sacramentos reservados al obispo y al presbítero: Confirmación, Eucaristía, Penitencia y Unción de enfermos. Pero sí se permite, con diversos requisitos, a la mujer –o al varón laico– desempeñar funciones que tiene atribuidas, con carácter ordinario, el diácono con relación a los otros sacramentos, entre otras, la posibilidad de ser designados ministros extraordinarios del Bautismo cuando se encuentre ausente o impedido el sacerdote o diácono (c.861,2); la posibilidad de ser ministro extraordinario de la sagrada Comunión “donde lo aconseje la necesidad de la Iglesia y no haya ministros” (c.910,2), así como administrar el Viático, en caso de necesidad o con licencia al menos presunta del párroco (c.911,2).
Respecto al matrimonio, la mujer, además de ser ministro de su propio sacramento, podrá “celebrar bodas canónicas”, asistiendo como testigo cualificado, en nombre de la Iglesia, a otros matrimonios, si bien la regulación resulta ciertamente restrictiva (c.1112.1). La diferencia más significativa respecto a las funciones a desempeñar por diáconos y laicos, se da respecto a la homilía que se reserva solo a ministros ordenados (c.767,1). Sí podrían, no obstante, los laicos presidir la Liturgia de la Palabra, en caso de defecto de ministros ordenados.
Por otro lado, aunque el diaconado no mira específicamente a la función de regir, viniendo identificado más por su dedicación al servicio de la caridad, la liturgia y la palabra, una cuestión siempre subyacente en este tema es la vinculación entre el orden sagrado y la potestad de régimen o gobierno. En este punto, el c.129,2 ha revalorizado el papel de la mujer y de los laicos, reconociendo con carácter general su capacidad para cooperar en el ejercicio de dicha potestad, así como para ejercer oficios eclesiásticos y para formar parte de consejos (c.228). Especial relevancia tiene, en este sentido, el reconocimiento de la posibilidad de nombrar a los laicos jueces eclesiásticos.
En definitiva, la regulación canónica muestra cómo la práctica totalidad de las funciones propias de los diáconos, tanto sacramentales como litúrgicas y caritativas, pueden ser ejercidas por mujeres, y así está ocurriendo ya de hecho en no pocas comunidades.
3. Diaconado y ministerios laicales
Muy relacionada con esta cuestión está la actual configuración de los ministerios laicales de lector y acólito, a quienes el derecho atribuye muchas de las funciones anteriormente citadas. Estos ministerios, anteriormente configurados como órdenes menores, previas a la recepción del diaconado y del sacerdocio, se convierten en el posconcilio en ministerios laicales, si bien su regulación en el c.230 resulta decepcionante. En efecto, aunque el canon permite que la mujer desempeñe de hecho todas las funciones encomendadas a estos ministerios, por encargo temporal (c.230,2) o por suplencia del ministro ordenado (c.230,3), la institución eclesial del ministerio estable de lector y acólito queda reservada a los varones (c.230,1).
4. Conclusión
Desde la perspectiva del servicio, a la que hace consustancial referencia el diaconado, la contribución femenina resulta, históricamente y en la actualidad, indudable. Quizás sea momento de discernir, a nivel eclesial, si cabe avanzar por la vía de un reconocimiento institucionalizado a estos modos de servicio de la mujer en el ámbito y misión eclesial, sea mediante la –a mi juicio, exigible– admisión de la mujer a los ministerios laicales estables en plano de igualdad con los varones, o mediante el replanteamiento de la cuestión, más compleja, del diaconado femenino.
Las cosas caen del lado que se inclinan
Por Isabel Gómez-Acebo, teóloga
La conversación que mantuvo el Papa, el pasado día 12 de mayo, con las superioras generales que participaban en la Asamblea General de la UISG en Roma, representantes de más de medio millón de religiosas, ha salido en las portadas de los periódicos y en las redes sociales. Antes de revisar las preguntas que se le plantearon a Francisco, hay que rebobinar la cinta del tiempo.
No recuerdo que ningún Papa las haya recibido en audiencia. En mayo de 2010, Benedicto XVI canceló la que se había programado, con la excusa de la preparación de un viaje a Portugal; y ese mismo año, Franc Rodé, entonces prefecto de la Congregación para los Institutos de Vida Consagrada y las Sociedades de Vida Apostólica, no acudió, alegando que tenía otro evento. ¿Qué evento sería más importante que esta reunión con los mandos de un ejército femenino presente en todas las trincheras eclesiásticas? Nunca lo dijo.
La verdad es que se había creado un mal clima entre las religiosas y el Vaticano, y nadie quería enfrentarse a esa realidad. El malestar era por la investigación contra una asociación norteamericana, la LCWR, que representa a 57000 monjas, el 85% de las religiosas de ese país. Se habían recibido en Roma cartas de superioras pidiendo un cambio sobre la ordenación femenina y el trato que la Iglesia daba a los homosexuales, lo “que las colocaba fuera del pensamiento eclesial” (Ver más en nota anterior). Ante esto se las obligaba a una reforma dirigida por tres obispos.
Gerhard Ludwig Müller, responsable de la Congregación para la Doctrina de la Fe, les dijo que estaban obligadas a revisar sus estatutos, les imponía nuevos programas para su organización, tenían que someter su liturgia, el contenido y los conferenciantes de sus asambleas, se les prohibía reflexionar temas de agenda feminista… Es decir, se las trataba como menores de edad, renegando de los carismas femeninos de los que tanto se habla en la Iglesia.
No es algo nuevo, pero sorprende en una época en la que una mujer tiene posibilidades de ser presidenta de Estados Unidos. Las religiosas han sido la punta de lanza del malestar femenino en la Iglesia, porque creen en la institución, desean que se amolde a los signos de los tiempos y cuentan con una asociación que incrementa la fuerza. Son mujeres que, a partir de la Revolución francesa, se han beneficiado de las palabras libertad, igualdad y fraternidad que insuflaron alas a los perdedores de la sociedad. Desde ese momento, vimos a cristianas abolicionistas liderando asambleas y a sufragistas pidiendo el voto para nuestro sexo, llevando en una mano el Código Civil y en la otra la Biblia, pues nuestro credo predica la igualdad: entre libres y esclavos, griegos y judíos, varones y mujeres.
Ni los gobiernos ni las distintas confesiones cristianas entendieron al principio estas exigencias, pero, poco a poco, fueron calando en la sociedad civil. Las Iglesias protestantes se abrieron al liderazgo eclesial femenino aceptando la ordenación, mientras que, en el lado católico, llegó al aula conciliar del Vaticano II un manifiesto –firmado, en primer lugar, por Gertrude Heinzelmann– con el título de No podemos seguir callando, en el que se pedía la igualdad de varones y mujeres en la Iglesia. Con estos apuntes solo pretendo demostrar que la posibilidad de entrar en el munus regendi de la Iglesia ha estado en la agenda de muchas mujeres y religiosas en los últimos tiempos, aunque fueran siempre reprimidas y descalificadas.
A instancias del Concilio, las religiosas emprendieron la renovación de sus órdenes. Se quitaron el hábito, abandonaron los grandes conventos y se fueron a vivir a los suburbios para estar más cerca de los necesitados. Muchas se prepararon académicamente y consiguieron doctorarse en numerosas materias, entre las que se encontraba la teología, por la que accedieron a una nueva manera de pensar que desmontaba la exégesis de pasajes bíblicos que nos descalificaba.
En el cambio vieron que la Iglesia no puede cerrar sus puertas a nadie, pues todos somos hijos de Dios. Se dieron cuenta de que la doctrina sexual de la Iglesia no satisfacía a muchas personas que se alejaban de la institución. Fueron conscientes de la grave situación por la que atraviesa el planeta y se unieron a todas las fuerzas que luchaban por parar la deriva. Como religiosas, miraron su papel en la Iglesia y comprobaron que, cuando faltaban sacerdotes, se las llamaba para cubrir el puesto, siempre como suplentes y nunca como titulares. Luego, acudieron a la reunión con Francisco llenas de esperanza en que se abrieran puertas para un cambio que consideraban necesario.
Las palabras de Francisco alabando a las mujeres permitían concebir ilusiones. Escojo algunas como significativas: “La urgencia de ofrecer espacios a las mujeres en la vida de la Iglesia; la necesidad de que existan mujeres en la responsabilidad pastoral, en el acompañamiento espiritual y en la reflexión teológica; que las mujeres no se sientan invitadas, sino participantes a título pleno en la vida social y eclesial; estudiar criterios y modalidades nuevas para que eso sea posible…”.
En el encuentro del Papa con las superioras religiosas, una pregunta fue la que causó el revuelo: ¿qué impide a la Iglesia incluir mujeres entre los diáconos permanentes, al igual que ocurría en la Iglesia primitiva? Francisco respondió: “Me gustaría establecer una comisión oficial que estudiara el tema y creo que será bueno para la Iglesia aclarar este punto. Estoy de acuerdo, y voy a hablar para hacer algo de este tipo” (ver más sobre el encuentro).
Todas las campanas de la Iglesia conservadora han tocado a zafarrancho de combate sobre el tema de las diaconisas. Me resulta sorprendente que prefieran la situación actual, en la que las mujeres jóvenes van abandonando la nave, que la posibilidad de nuestra ordenación, que, al fin y al cabo, cambia muy poco la realidad eclesial, pues muchas religiosas en misiones bautizan y casan.
Ya no sirve llamarnos “ángel del hogar” ni alabar la maternidad y el genio femenino, pues hay que plasmar las palabras en hechos. Y no se les puede pedir a las mujeres que no reivindiquen su plena responsabilidad en la Iglesia, como no se les puede pedir a los esclavos que no escojan la libertad.
Los conservadores que claman contra la comisión saben que las cosas caen del lado que se inclinan y que de nada servirán descalificaciones, interdicciones y muros para sujetarlas, pues las fuerzas del cambio, como ha pasado en el resto de las confesiones cristianas, juegan a favor de una integración total de las mujeres. Las diaconisas serán un paso en el buen camino, pero luego vendrán otros.
Fuente:
Extracto de pliego “Tres miradas sobre el diaconado femenino”. Publicado en la revista Vida Nueva.