Católico típico: Todo friamente calculado

3.00 p m| 11 jun 15 (TERRITORIO ABIERTO/BV).- Con razón, se asocia el catolicismo con una personalidad conservadora, tradicionalista y estable. Quizás, excesivamente estable; podría decirse, estático, paralítico, incapaz de moverse y responder a la realidad cambiante en su entorno desde el criterio certero del Evangelio. El católico aprecia el conjunto de la enseñanza de la Iglesia, pero descansa en la falsa certeza de tener todo resuelto; todo respondido; todo reglamentado. Cuando reza, recita largas oraciones predeterminadas, se persigna y se va.

Nathan Stone describe así al que denomina un “católico típico”, y entiende que es difícil hacer realidad la compasión de Jesús, “si en ningún momento nos detenemos a escuchar al hermano, conocer sus alegrías, sus esperanzas, sus dolores y sus angustias”. Aunque aclara que el acto de orar no es el problema, ya que “predispone al corazón para oír el llamado del Señor”, nos recuerda que “lo mejor de la tradición litúrgica, lo más íntimo y profundo, es el silencio entre un momento y otro. Hay que dejar espacio para oír el vaivén del divino viento. ¿Cómo vamos a saber la voluntad del Padre, si no dejemos ningún segundo para escuchar?”.

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El católico típico tiene todo fríamente calculado. Su existencia está predeterminada por el magisterio, por la tradición, por el depósito de la fe. Su frialdad es considerada un valor; su estabilidad, una virtud; su inflexibilidad, una urgente necesidad. Suele creer que el protocolo institucional es su salvación, porque desconoce el Cordero de Dios.

Tiene sus letanías, su rosario y sus novenas. Tiene oraciones especiales para las vocaciones y para pedir perdón. Existe la liturgia de las horas y, por supuesto, la santa misa. Los carismáticos le hacen el contrapunto, llenando el tiempo y el espacio con extensísimos rezos espontáneos. Pero todos saturan la oración con sus propias palabras. Dios tiene que quedarse callado y escuchar.

Cuando Jesús enseña el Padre Nuestro, dice, no imiten a los paganos con sus rezos interminables: ellos creen que un bombardeo de palabras hará que se les oiga. Hemos caído en eso. No sabemos orar al estilo de Jesús. El católico ha transformado el mismo Padre Nuestro en una fórmula enigmática para ser repetida interminablemente, a fin de convencer a Dios de que debe acceder todopoderosamente a la voluntad de su pueblo.

El pueblo reza para imponer su voluntad sobre Dios. Eso es el Reino al revés. Ni el carismático ni el conservador deja espacio en su oración para escuchar al Señor, para dejar que le hable en el fondo de su corazón. Aquél sagrario del Espíritu Santo, donde la infusión divina hace arder la pasión por el evangelio y la compasión para el prójimo, se llama la consciencia. Mediante su activación, la persona humana podría tornarse consciente de lo que Dios quiere.

Siguiendo el ejemplo de Jesús, suplicamos que se haga la voluntad del Padre, en le tierra como en el cielo. En primer lugar, se trata de saber la voluntad del Padre; y, segundo, se pide la valentía suficiente para llevarla a cabo. Estamos invocando al Espíritu Santo, para que nos transforme en apóstoles y misioneros.

Quien tenga todo fríamente calculado no se atreve a escuchar al hermano, ni al amigo, siquiera a Dios mismo, porque podría desordenar sus planes y cuestionar sus ideas preconcebidas; podría convocarlo a salir de su tierra, donde vive cómodamente, para ir a proclamar el evangelio hasta los confines de la tierra. Bajo la influencia del Espíritu Santo, eso es lo que sucedería.

En todo caso, la culpa no es de las oraciones. En sí, las letanías, las laudes y las alabanzas espontáneas son todas buenas. Predisponen al corazón para oír el llamado del Señor. El problema es que la gente nunca para. La pausa es importante.

Lo mejor de la tradición litúrgica, lo más íntimo y profundo, es el silencio entre un momento y otro. Hay que dejar espacio para oír el vaivén del divino viento. ¿Cómo vamos a saber la voluntad del Padre, si no dejemos ningún segundo para escuchar, para sentir el fuego sagrado que nos quiere apasionar? ¿Cómo vamos a dedicarnos a hacer realidad la compasión de Jesús, si en ningún momento nos detenemos a escuchar al hermano, conocer sus alegrías, sus esperanzas, sus dolores y sus angustias?

No se trata de un programa progresista para cambiar el evangelio ni tampoco adaptarlo al mundo moderno, individualista y cibernético. Por ningún motivo. Se trata de recuperar el dinamismo propio de la Iglesia, la fidelidad al evangelio, para que la misma antiquísima tradición pueda ponerse en práctica. Se trata de recuperar la propia energía del Reino de Dios, para así dar frutos de amor, alegría y paz.

No pueden seguir las cosas como están. El Papa Francisco nos ha llamado a descartar rutinas vacías para hacer cambios verdaderos. Jesucristo también puede romper los esquemas aburridos en los cuales pretendemos encerrarlo y nos sorprende con su constante creatividad divina. Cada vez que intentamos volver a la fuente y recuperar la frescura original del evangelio, brotan nuevos caminos, métodos creativos, otras formas de expresión, signos más elocuentes, palabras cargadas de renovado significado para el mundo actual. En realidad, toda auténtica acción evangelizadora es siempre nueva (Evangelii Gaudium, 11).

En esta fiesta de Pentecostés, suplicamos a Dios la libertad de poder cada uno preguntarse, ¿qué haría Cristo en mi lugar? Pedimos sabiduría, para no errar. También, la valentía que permite poner su respuesta por obra sin temor.


Fuente:

Texto de Nathan Stone SJ, publicado en Territorio Abierto.

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