Archivo del Autor: Luis Alonso Gabriel Chipana

IGUALES PERO SEPARADOS

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1896 Plessy vs. Ferguson

Corría noviembre de 2003, en Sevilla, la inauguración del VII Congreso Iberoamericano de Derecho Constitucional en Sevilla, con la inusual concurrencia de una nutrida delegación de constitucionalistas peruanos. El evento era presidido por don Felipe de Borbón, Príncipe de Asturias y heredero de la corona española. Al finalizar, se ofrecería un cóctel.

“El debido proceso es una garantía destinada a todos aquellos que, para la determinación de sus derechos y bienes, de su familia y su honra, para la protección de sus DDFF, para la defensa de su vida, su integridad física o de su libertad como dones más preciados universal e indiscutiblemente reconocidos al ser humano; aquellos que deben pasar por el drama del proceso. A quienes se acercan a un Tribunal de Justicia con temor, con reverencia, con esperanza, con fe, con suspicacia, con pesimismo, con desesperanza. A los que deben transitar los estrechos pasillos del proceso, muchas veces estrechados por normas antiguas que deben aplicar seres antiguos, por normas nuevas que deben aplicar seres antiguos, por normas nuevas aplicadas por seres nuevos; normas que se tergiversan por el interés político, económico, social o venal de siempre. A todos los forzados actores del drama del proceso que con sus vidas y sus posesiones, sus ilusiones y esperanzas, sus desilusiones, angustias y frustraciones, le dan vida y contenido cotidianamente. A los esperanzados en la justicia y en el cumplimiento de la ley; y también para los agnósticos de la equidad en el proceso y la eficacia del derecho. Por sobre todo, a los desesperanzados que desesperadamente rebuscan un resquicio de fe en la justicia y en el derecho, en la reparación de la honra o la recuperación de la libertad, en la defensa de sus derechos e ilusiones que la sociedad de hoy, y sus prójimos, les escatimamos diariamente”.

Antes de pasar al ágape, personal de la Casa Real y de la Cancillería española explicó con paciencia el protocolo frente al Príncipe. Dijeron que no había que abordarlo, que él se acercaría a todos, que no se le tomara del brazo y, sobre todo, que no se le pidieran fotos. Finalizaron señalando que el trato hacia él debía ser “Su Alteza Real” (SAR).

En efecto, SAR fue ruleteando entre todos los grupos formados, normalmente por nacionalidades y afinidades. Lo hacía con verdadera maestría y sencillez sin dejar a nadie de lado. Y así, llegó el turno en que se acercó a los constitucionalistas peruanos hablando con naturalidad de cuestiones jurídicas, de la situación del Perú y de su recuerdo de Lima cuando vino como Guardiamarina del Buque Escuela Juan Sebastián Elcano. SAR no solo fue formado en las tres escuelas militares, sino que estudió derecho e hizo una maestría en los EEUU.

Y así como vino se estaba yendo, cuando no faltó un profesor peruano, provinciano él, que tomándole del brazo y le espetó: ¡Señor Príncipe!, ante lo cual don Felipe le sonrió amablemente; ¡una foto!, insistió, ante lo cual SAR le respondió suavemente “después….”, y siguió su paseo hacia otras delegaciones.

Ciertamente le reclamamos al impertinente con vergüenza ajena, y en vano fue recordarle el protocolo que se nos había adelantado. Él sólo lamentaba no haber logrado la ansiada foto. Pero cuando SAR terminó su recorrido y estaba por irse, desde la puerta buscó con la mirada al impertinente peruano llamándole con delicadeza. Y, tras la puerta, se tomó la foto con quien se lo había requerido con tanta ilusión como ausencia de formas.

En pocos días don Felipe de Borbón y Grecia será coronado Rey de España ante la abdicación de su padre, don Juan Carlos de Borbón. Ciertamente para quien vive en una democracia constitucional republicana las formas reales no suelen ser bien comprendidas y la corona en un régimen de moderna monarquía constitucional parlamentaria tampoco es de fácil entender.

La Segunda República española (1931-1936) dio paso a una cruenta Guerra Civil que desangró y dividió España por 3 años, dejando una secuela de 40 años de dictadura con Franco. Sólo se pudo regresar a la democracia con la transición política y la Constitución de 1978 que reinstauró la monarquía en la cabeza de Juan Carlos I, hijo de don Juan, Conde de Barcelona, y quien nunca llegó a reinar al ceder sus derechos dinásticos a su hijo Juan Carlos de Borbón. A don Juan se le define como hijo de Rey y padre de Rey que nunca llegó a ser rey. La conjunción entre el sino franquista que le preparara para reinar y la transición política le entronizó, alzando la corona del Reino de España a la testa de don Juan Carlos I.

Es difícil imaginar una España moderna sin su actual monarquía constitucional. La república no le trajo ni la modernidad, ni el desarrollo, ni la estabilidad política como las actualmente alcanzadas. La corona ha sido un factor de estabilidad y de aglutinamiento histórico-político que adquirió su plena legitimidad el 23F (1981) cuando añorantes militares franquistas (incluyendo al instructor del Rey) le sirvieron en bandeja un Golpe de Estado para actualizar una suerte de franquismo con corona. Don Juan Carlos I no sólo lo rechazó, sino que tomó abierto partido por la democracia constitucional y, haciendo uso de su investidura como Jefe de Estado y Capitán General de sus FFAA, legitimó al poder civil en el Congreso propiciando el procesamiento judicial de todos los complotados, quienes sufrieron el ostracismo público y severas condenas judiciales.

Es verdad que el poder desgasta y que hay que saber abandonar con grandeza los aires de la juventud. En los últimos tiempos la corona española estaba en entredicho ante su opinión pública, además de los achaques de don Juan Carlos I, por lo que su renuncia abre la sucesión hacia don Felipe VI (la denominación que asumirá el hasta hoy Príncipe de Asturias), refrescará la monarquía constitucional española y permitirá un nuevo liderazgo carismático y remozado. De paso abre una nueva sucesión real, en su primogénita, la Infanta Leonor, que en adelante será la nueva heredera del trono español con el título de Princesa de Asturias. A menos que Felipe VI y doña Letizia decidan darle un hermanito, y cuyo caso la sucesión pasaría inmediatamente al hijo varón sobre sus hermanas mayores. Cosas de la Constitución española.

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EL DEBIDO PROCESO

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El debido proceso ha cobrado notoria actualidad. La actual judicialización de la política ha permitido que ello sea así. Hace 40 años en el Perú la persecución política desterraba a los opositores desarraigándolos de su hogar y de su tierra para –con un salvoconducto y 100 dólares en el bolsillo del pijama- ser embarcado a la fuerza en un avión con destino al país más cercano. Hoy la lucha política se ha sofisticado. Ya no se destierra o mata al contrincante; hoy se le hace un proceso.

El debido proceso nace al moderno derecho procesal con la V Enmienda de la Constitución de lo EEUU en 1791, y se relanza con la Enmienda XIV al final de su Guerra Civil en 1868. Se le puede definir, en síntesis, como un derecho fundamental que contiene principios y presupuestos mínimos de justicia, igualdad, legitimidad y razonabilidad que debe reunir todo proceso (sea judicial, administrativo, político, arbitral o privado, cualquiera en que el derecho de una persona, su restricción o afectación, deba ser jurídicamente determinada), para asegurar una declaración de certeza fundada en derecho y socialmente aceptable.

Denostado por unos y socorrido por otros, el debido proceso es un derecho heroico, ya que debe sortear las fauces de la arbitrariedad y el abuso y sobrevivir para garantizar que la justicia acompañe las siempre falibles sentencias con que los hombres y las mujeres juzgan a sus semejantes. Cuando se trata del poder, se acusa el abuso del debido proceso como presunto instrumento para eludir la responsabilidad y evitar la sanción. Cuando se trata del acusado, se le implora como última oportunidad de tener un juzgamiento justo, libre de presiones e influencias extrañas, que garantice el derecho de defensa, que permita salvar la inocencia cuando se es acusado indebidamente, o para garantizar una condena razonable para quien sea responsable.

La arbitrariedad, el despecho, la vendetta personal o la revancha política son pasiones humanas recusadas y atacadas por el debido proceso. Por eso se puede afirmar que el debido proceso es un “derecho circular”, ya que los que hoy lo denostan y recusan, serán quienes mañana lo exijan cuando la rueda de la política de su inexorable vuelta y los acusadores de hoy se conviertan en los acusados de mañana. Y allí estará el debido proceso, heroico al fin, para proteger a los unos y a los otros, sin distinción ni preferencia alguna.

Terminemos con una alegoría: el debido proceso es una garantía esencial destinada a todos aquellos que, para la determinación de sus derechos y bienes, de su familia y su honra, para la protección de sus derechos fundamentales, para la defensa de su vida, su integridad física o su libertad como dones más preciados universal e indiscutiblemente reconocidos al ser humano; deben pasar por el drama del proceso. A quienes se acercan a un tribunal de justicia con temor, con reverencia, con esperanza, con fe, con suspicacia, con pesimismo, con desesperanza. A los que deben transitar los estrechos pasillos del proceso, muchas veces estrechados por normas antiguas que deben aplicar seres antiguos, por normas nuevas que deben aplicar seres antiguos, por normas nuevas aplicadas por seres nuevos, normas que se tergiversan por el interés político, económico, social o venal de siempre. A todos los forzados actores del drama del proceso que con sus vidas y sus posesiones, sus ilusiones y esperanzas, sus desilusiones, angustias y frustraciones, le dan vida y contenido cotidianamente. A los esperanzados en la justicia y en el cumplimiento de la ley, y también para los agnósticos de la equidad en el proceso y la eficacia del derecho. Pero, por sobre todo, a los desesperanzados que desesperadamente rebuscan un resquicio de fe en la justicia y en el derecho, para la reparación de su honra o la recuperación de su libertad, en la defensa de sus derechos e ilusiones que la sociedad de hoy, y sus prójimos, les escatimamos diariamente.

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SEÑOR PRINCIPE

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Corría noviembre de 2003, en Sevilla, la inauguración del VII Congreso Iberoamericano de Derecho Constitucional en Sevilla, con la inusual concurrencia de una nutrida delegación de constitucionalistas peruanos. El evento era presidido por don Felipe de Borbón, Príncipe de Asturias y heredero de la corona española. Al finalizar, se ofrecería un cóctel.

Antes de pasar al ágape, personal de la Casa Real y de la Cancillería española explicó con paciencia el protocolo frente al Príncipe. Dijeron que no había que abordarlo, que él se acercaría a todos, que no se le tomara del brazo y, sobre todo, que no se le pidieran fotos. Finalizaron señalando que el trato hacia él debía ser “Su Alteza Real” (SAR).

En efecto, SAR fue ruleteando entre todos los grupos formados, normalmente por nacionalidades y afinidades. Lo hacía con verdadera maestría y sencillez sin dejar a nadie de lado. Y así, llegó el turno en que se acercó a los constitucionalistas peruanos hablando con naturalidad de cuestiones jurídicas, de la situación del Perú y de su recuerdo de Lima cuando vino como Guardiamarina del Buque Escuela Juan Sebastián Elcano. SAR no solo fue formado en las tres escuelas militares, sino que estudió derecho e hizo una maestría en los EEUU.

Y así como vino se estaba yendo, cuando no faltó un profesor peruano, provinciano él, que tomándole del brazo y le espetó: ¡Señor Príncipe!, ante lo cual don Felipe le sonrió amablemente; ¡una foto!, insistió, ante lo cual SAR le respondió suavemente “después….”, y siguió su paseo hacia otras delegaciones.

Ciertamente le reclamamos al impertinente con vergüenza ajena, y en vano fue recordarle el protocolo que se nos había adelantado. Él sólo lamentaba no haber logrado la ansiada foto. Pero cuando SAR terminó su recorrido y estaba por irse, desde la puerta buscó con la mirada al impertinente peruano llamándole con delicadeza. Y, tras la puerta, se tomó la foto con quien se lo había requerido con tanta ilusión como ausencia de formas.
En pocos días don Felipe de Borbón y Grecia será coronado Rey de España ante la abdicación de su padre, don Juan Carlos de Borbón. Ciertamente para quien vive en una democracia constitucional republicana las formas reales no suelen ser bien comprendidas y la corona en un régimen de moderna monarquía constitucional parlamentaria tampoco es de fácil entender.

La Segunda República española (1931-1936) dio paso a una cruenta Guerra Civil que desangró y dividió España por 3 años, dejando una secuela de 40 años de dictadura con Franco. Sólo se pudo regresar a la democracia con la transición política y la Constitución de 1978 que reinstauró la monarquía en la cabeza de Juan Carlos I, hijo de don Juan, Conde de Barcelona, y quien nunca llegó a reinar al ceder sus derechos dinásticos a su hijo Juan Carlos de Borbón. A don Juan se le define como hijo de Rey y padre de Rey que nunca llegó a ser rey. La conjunción entre el sino franquista que le preparara para reinar y la transición política le entronizó, alzando la corona del Reino de España a la testa de don Juan Carlos I.

Es difícil imaginar una España moderna sin su actual monarquía constitucional. La república no le trajo ni la modernidad, ni el desarrollo, ni la estabilidad política como las actualmente alcanzadas. La corona ha sido un factor de estabilidad y de aglutinamiento histórico-político que adquirió su plena legitimidad el 23F (1981) cuando añorantes militares franquistas (incluyendo al instructor del Rey) le sirvieron en bandeja un Golpe de Estado para actualizar una suerte de franquismo con corona. Don Juan Carlos I no sólo lo rechazó, sino que tomó abierto partido por la democracia constitucional y, haciendo uso de su investidura como Jefe de Estado y Capitán General de sus FFAA, legitimó al poder civil en el Congreso propiciando el procesamiento judicial de todos los complotados, quienes sufrieron el ostracismo público y severas condenas judiciales.

Es verdad que el poder desgasta y que hay que saber abandonar con grandeza los aires de la juventud. En los últimos tiempos la corona española estaba en entredicho ante su opinión pública, además de los achaques de don Juan Carlos I, por lo que su renuncia abre la sucesión hacia don Felipe VI (la denominación que asumirá el hasta hoy Príncipe de Asturias), refrescará la monarquía constitucional española y permitirá un nuevo liderazgo carismático y remozado. De paso abre una nueva sucesión real, en su primogénita, la Infanta Leonor, que en adelante será la nueva heredera del trono español con el título de Princesa de Asturias. A menos que Felipe VI y doña Letizia decidan darle un hermanito, y cuyo caso la sucesión pasaría inmediatamente al hijo varón sobre sus hermanas mayores. Cosas de la Constitución española.

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LOS INTOLERANTES

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Si algo distingue a la sociedad peruana es su profunda intolerancia y prepotencia. Y hay gente –de toda laya- que honestamente cree que la intolerancia es un signo de distinción, una expresión de democrático refinamiento.

Intolerante es aquel que en nombre de valores que –como dice Serrat- no tiene el gusto de conocer, ni de ejercer, niega derecho y oportunidades a los demás. Intolerante es quien en nombre de una mayoría desconoce los derechos de las minorías, olvidando que la verdadera democracia alcanza a la democracia de las minorías y que los valores constitucionales proscriben cualquier tipo de discriminación. Si no fuera así, toda minoría (los hispanos en los EEUU, los católicos en la India, etc.) estaría condenada a su extinción y aplastamiento.

Intolerante es el que desde las instituciones a las que pertenece (públicas y privadas) proclama los valores democráticos de apertura, tolerancia y democracia, pero reprime, aparta y castiga a los disidentes, por el sólo crimen de pensar distinto, creer distinto, querer distinto.

Intolerante es quien desde el poder responde con prepotencia sacando siempre su carnet de socio para recordarnos y recordarse el cargo que ejerce, mostrando -de paso- escasez de ideas y de recursos.

Intolerante es el que se llena la boca de democracia, participación y apertura, pero que se duele y agrede cuando en una lid electoral saltan a la palestra opciones diferentes de aquellas que su corazón e intereses le dicta.

Intolerante es el que llama a la petición de cambio y alternativa del poder “oportunismo electoral”, con desconocimiento supino de las reglas esenciales de la democracia y de la alternancia en el poder, sobre todo cuando su favoritismo tiene más de 15 años en el poder.

Intolerante es el que recusa el reeleccionismo, como una oscura necesidad de perpetuación en el poder, pero alienta ese reeleccionismo en casa.

Intolerante es aquel despistado ministro que ejerce su cartera sin vocación ni convicción, pero con golosa fruición, que se asume democrático, pero que necesita de la luz verde que está fuera de la Constitución y que con paranoia ve adversarios “fujimontesinistas” por cualquier lado, evidenciando su marcada escasez de ideas.

Intolerante es el medio que recusa el éxito comercial de los demás, y que ante la falta de recursos para ganar empresarialmente a sus competidores, corre hacia el poder a implorar una impropia ayuda gubernamental para su pleito empresarial.

Intolerante en grado superlativo es el intelectual que divide permanente y maniqueamente el mundo entre dos lóbulos: el del bien, donde él habita, y el del mal donde moran todos los que no sienten ni piensan como él. Todo esto arropado en las banderas de los más excelsos valores democráticos de libertad, tolerancia, inclusión y participación plural de todas las sangres y de todas las ideas liberales (¿?). Y también lo es quien en su trabajo intelectual sólo cita lo que le favorece, poniendo en el olvido toda opinión o posición discrepante.

Intolerante es la autoridad universitaria que niega cursos a profesores que no son de su agrado, que se rodea de su argollita, adláteres o adulones a su pensamiento segregando a todo lo que le sea diferente. “Members only”.

Intolerante es aquel que quiere instituciones monocordes, sin admitir ni aceptar una pizca de diferencia en el pensamiento, logrando que en una comunidad sólo se pueda hablar voz baja y con temor.

Intolerante es el que, frente a su incapacidad profesional, cree ver en sus colegas agentes del diablo, sin hacer en cuenta que representa, en sí mismo, a un pobre diablo.

¿Cómo superar estos factores negativos en la construcción de una sociedad verdaderamente democrática y con pleno ejercicio de los valores esenciales que la vida en democracia que debe proyectar un Estado de Derecho?

No es solo un problema de educación, porque muchos intolerantes son gente culta y preparada. Es un sentimiento mucho más profundo que se anida en las raíces del alma humana que quiere para sí lo que no reconoce a los demás, que sólo podrá ser superado con una docencia y liderazgo de vida, dejando de crear y creer en falsificados valores y artificiosos mitos. Y esa docencia y liderazgo incluye la comprensión de los intolerantes que, para bien, debieran ser solo una minoría, y que -después de todo- también sea tolerada y no reprimida como las minorías que él, profundamente, rechaza con tanta intolerancia.

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DE PODER A PODER: TC VS. CNM

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Hemos sido testigos de excepción de la colosal disputa constitucional que ha tenido que dirimir las atribuciones del Tribunal Constitucional (TC) y del Consejo Nacional de la Magistratura (CNM).

Nadie puede negar la importancia de estas instituciones creadas por la Constitución. La primera tiene por finalidad compartir con la Corte Suprema de Justicia de la República la interpretación auténtica de la Constitución, la revisión de las acciones de garantía denegadas por el Poder Judicial, dirimir los conflictos de competencia entre los órganos del Estado y, sobre todo, derogar las leyes de la República cuando violen la Constitución. No es poca cosa.

La segunda tiene por finalidad dotar al Poder Judicial y al Ministerio Público de los jueces y fiscales de la República, así como expulsar a los fiscales y magistrados Supremos cuando hayan cometido faltas graves y la ratificación cada 7 años de todos los jueces y fiscales de la Nación, sin excepción alguna, renovándoles la confianza ciudadana en su función o negándoselas y extrayéndolos para siempre del sistema jurisdiccional. Tampoco es poca cosa.

¿Porqué, entonces, dos entes constitucionales de tanta importancia se trenzan en una disputa en la que nadie gana y todos perdemos? La verdad es que nadie lo explica con claridad, tejiéndose alambicadas interpretaciones, desde corruptelas por un lado y cálculos políticos por el otro.

Quizás la interpretación más simple –y cierta- radique en la falta de comprensión de lo que es una facultad o potestad constitucional, en el respeto a los fueros de los demás que no pueden ser avasallados en beneficio propio y en el hecho de que mucho tiempo en un cargo que otorga poder, fuera del mandato constitucional (5 años), hacen del juez constitucional un ser todopoderoso que cree que todo lo puede y que asume, por sí y ante sí, que el Estado está subordinado a sus deseos.

Bien es cierto las sentencias constitucionales deben cumplirse en sus propios términos; pero esa obligación no puede pasar por encima de una prerrogativa constitucional, ya que hay facultades que pasan por el tamiz de una legitimidad constitucional sobre la base de una discrecionalidad. Así, por ejemplo, el TC no podría ordenarle al Presidente que escoja a determinada persona como ministro de Estado, ya que ello es prerrogativa del Presidente. Tampoco podría ordenarle al Congreso que vote una determinada ley en un determinado sentido, ya que eso pasa por la decisión del Congreso y de la votación que su quórum exija. Podría anular una sentencia judicial, y ordenar que se la rehaga, pero no podría decirle al juez, aún al juez del más bajo nivel judicial, que esa sentencia sea absolutoria o condenatoria, ya que la Constitución defiende la labor jurisdiccional como un acto de conciencia del magistrado basado en la aplicación de la ley y de la propia Constitución.

¿Porqué, entonces, el TC le puede ordenar al CNM que elija a un determinado juez o fiscal, basado en el sólo cuadro de méritos, cuando la Constitución y la ley dice que ese juez o fiscal debe recibir la confianza constitucional del CNM expresada en una votación de cuando menos 5 de sus 7 integrantes? En el Perú para ser juez o fiscal no solo se requiere pasar las examinaciones correspondientes y acceder a un cuadro de méritos, sino además, se debe recibir la legitimidad del CNM expresada en una votación de, cuando menos, 5 de sus 7 integrantes.

Esa es una discrecionalidad constitucional que no puede ser desconocida y que los fallos del TC no han desarrollado adecuadamente. Nadie podría ser fiscal o juez, legítimamente, si no recibe tal votación aprobatoria del CNM. ¿Podría, entonces, nombrarse directamente por el TC a un magistrado que ha obtenido cero votos en el CNM? La respuesta es negativa y sostener lo contrario sería un evidente despropósito. El CNM cumplió como tenía que hacerlo al someter a reiteradas votaciones al candidato. En ningún caso alcanzó el quórum requerido y, en la última ocasión, la votación fue 7-0 en contra. Eso explica, finalmente, porqué en este innecesario pleito de poder a poder constitucional, el TC ha tenido pronta e hidalgamente que recular su fallo original reconociendo el legítimo reclamo del CNM.

Pero no todo fue malo: al meter el TC los dedos en el enchufe constitucional, el cortocircuito alcanzó al Congreso de la República que ha cobrado nuevos bríos para nombrar a los nuevos magistrados del TC. Confiemos en que lo haga pronto, sabiamente y sin las repartijas del pasado.

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EL TRÁNSITO

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Basta llegar a Lima de cualquier parte del extranjero para que, el primer choque cultural nos aporree entre las calles del Callao y Lima. Y si las estadísticas no evidencian más fallecidos o lesionados en los accidentes de tránsito, es porque verdaderamente Dios debe ser peruano.

La primera manifestación del derecho es el cumplimiento de reglas sociales esenciales. Las sociedades modernas dependen de dos factores para desarrollarse: su comunicación y sus vías terrestre, marítima, fluvial y aérea. Y, dentro de ellas, las vías de comunicación terrestre ocupan el primer lugar de utilización.

El tránsito es parte esencial de nuestra vía cotidiana. Desde que amanecemos nos movilizamos en el transporte público, en el privado o en el masivo. Las reglas del tránsito terrestre resultan esenciales para nuestro desarrollo vital. Y allí es donde aprecia la primera manifestación del derecho en nuestra sociedad: las reglas de tránsito no se cumplen. O, mejor dicho, se incumplen de manera sistemática, de manera que cuando se cumplen esporádicamente uno puede ser acusado de marciano, de suizo, o correr riesgo de tener un grave accidente.

No solo se trata de la anomia total, en donde rojo significa pase y verde pare, o cruce con precaución. Se trata de desaforados que han derogado toda ley lógica de manera que se paran en medio de la pista, incluyendo en ello a las propias autoridades policiales o del serenazgo (y, cuando se les llamada la atención, contestan que están “coordinando”); que se ponen a la izquierda para –con violento golpe de timón y sin hacer señal alguna- doblar a la derecha; de chiquillos intoxicados que corren y cierran a los demás carros como orates; de gente que no solo no aplica las reglas esenciales del tráfico, sino que las desconocen olímpicamente. Cuando en los EEUU hay un letrero de pare, los autos paran antes de cruzar, aun cuando en la esquina no haya otro vehículo. Es una costumbre de precaución, Y cuando llegan a una intersección de 4 cruces, sin semáforo, todos paran y empiezan a cruzar en orden de preferencia siguiendo de las manecillas del reloj. Resultado: todos pasan en orden y a tiempo. Aquí, en la jungla limeña, en una esquina sin semáforo todos pasan al mismo tiempo contraviniendo las leyes de la física. Resultado: nadie pasa y hay un atraco que fácilmente puede llegar a la media hora por esquina.

La propia policía parece desconocer las reglas de tránsito que está obligada a hacer cumplir. Se paran donde quieren, no hacen sus direccionales, sus motos, estén o no de servicio, van por vías restringidas, dan las espalda al tránsito en la vía expresa, hablan por celular aprovechando su gratuita conectividad o charlan amenamente entre sí cuando están en grupo, sin que el fárrago del tráfico les inmute. Y luego viene el maltrato al conductor cumplido. Resultado: los conductores, los buenos y los malos no tienen respeto alguno por la autoridad policial. Y así, tendríamos un interminable ecétera…

¿Qué hacer? Antes que aumentar exageradamente las penas, para complacer a la tribuna sin un efecto real y con aumento de la coima policial, algunas reglas esenciales:
1. Nombrar una autoridad nacional del tránsito con interfasse con las municipalidades nacionales. El asunto del tráfico en el Perú es tan grave que no puede ser sólo regionalizado ni municipalizado. Debe haber una autoridad central con verdaderos poderes.
2. La enseñanza de las reglas de tránsito no puede ser materia solo de un curso acelerado que se da malamente antes de sacar el brevete. Debe ser de enseñanza obligatoria en los colegios, públicos y privados, desde el nido, toda la primaria y la secundaria. Sólo así se internalizará para siempre, preparando a los peatones y a los futuros conductores.
3. Se debe municipalizar la responsabilidad del tránsito, bajo una autoridad nacional. Para dirigir el tráfico o para hacer cumplir las reglas de la circulación no se requiere de una pistola al cinto. Bastará de una libreta, un lápiz y una cámara. Y, ciertamente, una autoridad responsable y honrada que no se deje coimear ni con facilidad, ni con dificultad.
4. Las reglas deben ser iguales para todos dentro de la categoría. Los transportistas públicos deben acatar reglas más estrictas por el riesgo que su actividad les demanda. Los trágicos resultados están a la vista.

Si no hacemos algo inteligente, proactivo y eficaz pronto, no bastará que cada uno sea cumplidor del reglamento del tránsito. Ya que el conductor vecino puede ser un transgresor que nos ciegue la vida, nos lastime para siempre o lo haga con un familiar. Con cualquiera de nosotros. Todos somos, en esta sociedad de tráfico espantoso, víctimas potenciales.

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TRIBUNAL CONSTITUCIONAL

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El Tribunal Constitucional no tiene quién nombre a sus integrantes. Ante el vencimiento del mandato de 6 de sus 7 integrantes, sigue siendo tarea pendiente del Congreso completar sus integrantes, revelando muy poco manejo del Congreso mismo –lo que llegó a su cota más alta con la famosa “repartija”- y el desdén con que la clase política aborda una función tan importante como delicada.
A este paso, el Gobierno va a terminar su mandato sin haber logrado recabar el imprescindible consenso constitucional para lograr estas necesarias designaciones que, en algún caso, permite magistrados del TC estén por doblar su mandato, lo que raya en la franca inconstitucionalidad por omisión.

A despecho de ello, el TC ha seguido trabajando. Y en las últimas semanas ha trabajado muy bien. Pruebas al canto: además de las causas que viene resolviendo con constante activismo, sentando una jurisprudencia muy importante que le ha posicionado ante la opinión pública por encima del importantísimo rol de la Corte Suprema de la República, acaba de resolver dos temas de gravitante importancia. Por un lado, ha revocado la decisión judicial de trasladar a los principales cabecillas del terrorismo de SL y del MRTA de su actual merecida prisión en la Base Naval. Por el otro, con gran valor ha modificado un irregular precedente vinculante previo en que, sin estar previsto en la Constitución, parecía autorizar a que los tribunales administrativos de alcance nacional pudieran hacer control difuso y, de paso, interpretación constitucional de orden vinculante.

En cuanto a lo primero, el TC ha autorizado que, por excepción, el Procurador Público para el terrorismo, esté facultad a solicitar el control del TC frente a todos los fallos del Poder Judicial en que –como el caso de los terroristas- jueces sordos, ciegos y mudos pudieran incurrir en flagrantes excesos disponiendo disparates como el declarar fundadas acciones de garantía constitucional que les permitiesen eludir el rigor de la merecida condena judicial que por sus graves crímenes –que la sociedad peruana no debe olvidar- el propio Poder Judicial les ha impuesto con toda legitimidad. Con ello el TC ha demostrado tener el valor de ponerse al frente de la constitucionalidad, a la par de marcar una actualizada jurisprudencia constitucional.

En segundo lugar, el TC ha retrocedido sobe sus anteriores pasos. Es verdad que tuvo otra composición, pero las instituciones –las verdaderas- están hechas por su trayectoria y prestigio y no por las personas que transitoriamente las conforman. Así, en el pasado, el TC –contrariando expresamente a la Constitución- había autorizado a medias el que los tribunales administrativos de competencia nacional pudieran hacer el control difuso que la Constitución autoriza sólo para el Poder Judicial. Por algo esta facultad está prevista en el primer artículo de la Constitución en que desarrolla las funciones del Poder Judicial. Y decimos a medias, ya que si bien lo había autorizado en el 2004 en el caso Salazar Yarlequé, en una culposa aclaración de oficio 3 meses después, la había mediatizado. El problema es que tal “control difuso administrativo” no está autorizado por la Constitución, sino una elemental técnica de interpretación constitucional determina que la potestades constitucionales, los poderes directamente previstos por el constituyente en la Carta Constitucional no admiten interpretación extensiva, y no pueden ser alegremente trasladados de un órgano al otro. Pero, lo más importante, y que el TC no ha dicho aún, de permitirse el supuesto “control difuso administrativo” se estaría autorizado a que los tribunales administrativos de todo el país, que no han recibido un mandato constitucional, puedan hacer interpretación constitucional vinculante u obligatoria, es decir, que puedan decir o descifrar qué es lo que significa la Constitución. Y eso les está expresamente vedado. Por eso, la democrática rectificación del TC ha sido doblemente importante. Fija el precedente como debe de ser e hidalgamente –cosa poco común en nuestra democracia- reconoce el error del pasado bajo influencia de algunos que quisieron pasar –malamente- a la historia como una suerte de “Marshall andinos”, en un intolerable afán de figuterismo constitucional, aún a costa de deformar y alterar aspectos esenciales de nuestra Constitución.

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LA MODERNIZACION TRADICIONALISTA

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Un acucioso joven de 16 años, ante la publicidad de una empresa de celulares con los Yaguas, en medio de la amazonía peruana, se preguntaba ¿Y dónde van a cargar sus teléfonos si carecen de servicio eléctrico?

Lo mismo se podría decir de los escolares de nuestra serranía andina que reciben laptops como fundamental apoyo en su formación educativa, pero que carecen de los servicios básicos en sus casas, como electricidad, agua corriente e internet y en cuyas cocinas aún se cocina a leña.

Camino a Espinar, en Sicuani, a 3500 msnm, en la segunda ciudad más importante luego del Cusco, un restaurante ofrecía sus reparadores potajes a los viajeros. En su salón, un TV plasma de pantalla plana exhibía en directo, en tiempo real, la Champions League con lo mejor del futbol europeo. Sin embargo, su baño seguía siendo un silo sin desagüe ni agua corriente. Es decir, sin las condiciones de salubridad esenciales para sus clientes ni los anfitriones que deben soportar el clima que su altura impone.

La modernización tradicionalista se define como el desarrollo híbrido de naciones pobres insertas en un sistema económico, industrial y tecnológico moderno, en las que se confluyen al mismo tiempo, condiciones de atraso y pobreza y tecnología y desarrollo industrial de punta importados del primer mundo. Por eso nuestros Yaguas se pueden conectar por la telefonía celular, pero no tendrán dónde cargar sus aparatos cuando sus baterías inexorablemente se agoten. Por eso el poblador de Sicuani, en la ciudad más importante luego de nuestra capital turística, pueden seguir en tiempo real el campeonato europeo de futbol, o estar conectados con el mundo en directo, pero carecen de los servicios de agua y desagüe elementales en una comunidad medianamente próspera. Por eso nuestros escolares pueden tener en sus manos una tecnología de punta, con ordenadores que le faciliten el acceso al conocimiento más avanzado, pero sin acceso a los servicios complementarios (y necesarios) de internet y electricidad, que son los medios en que esa tecnología despliega todo su potencial. Y así, podríamos hacer el recuento indefinidamente.

La modernización tradicionalista es un concepto aprehendido de las clases de Fernando de Trazegnies, en la Facultad de Derecho de la PUCP, hace ya algunos años. Da cuenta de ello en su magnífica obra “La Idea de Derecho en el Perú Republicano del S. XIX”. Y se define como el proceso de modernización “desde arriba” en el que el desarrollo social y económico recibe el impulso de la modernidad industrial y tecnológica (y económica) que recae sobre estructuras sociales, económicas y culturales atrasadas o pendientes de desarrollo, produciéndose un shock híbrido en el que lo más moderno de la actualidad en el orbe (sobre todo con la globalización y el espectacular desarrollo de las comunicaciones) se conjuga con el menor desarrollo (o atraso) pendiente de superarse. Eso agranda la brecha entre el “primer mundo” y el “tercer mundo”, acrecentando la asimetría entre los países desarrollados y los subdesarrollados. La posibilidad de ascenso del tercer mundo al primer mundo es sólo una utopía, ya que la brecha –en esta interdependencia- está destinada a hacerse cada vez más profunda.

De allí nace, entre otras cosas, la cultura chicha, la cultura combi, el caos en el tránsito, la anomia normativa, el fracaso del derecho en tanto regla sociales básicas que aseguran la convivencia pacífica y con igualdad de oportunidades y la ausencia de una básica institucionalidad. El permanente afán de adaptación a lo más moderno, a lo ultimito de la moda en todos los campos, generará una realidad dependiente del desarrollo y signada por el atraso. Vivimos con el confort que la modernidad ofrece, pero despreciamos las reglas sociales y de convivencia básicas que hacen posible que ese confort llegue con seguridad, con paz, con relaciones más igualitarias (o menos inequitativas). Esa es nuestra tarea pendiente camino hacia nuestro Bicentenario.

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LOS JUECES, LA CEGUERA Y LA REALIDAD

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Una de las características más saltantes de nuestra frágil democracia constitucional es la inexistencia de instituciones del Estado que sean verdaderamente sólidas, con tradición democrática y estabilidad. Eso es patente en el sistema de administración de justicia, que está en permanente reforma desde que nacimos a la vida nacional hace casi dos centurias.

Basadre contaba que en el siglo XIX dos tipos de funcionarios eran permanentemente maltratados por el Estado: los militares y los jueces. Lamentablemente, eso, en los inicios del siglo XXI, no ha cambiado mucho.

Las críticas al Poder Judicial tienen como efecto nocivo su innecesaria generalización, lo que impide destacar y resaltar a aquellos buenos y esforzados magistrados que honran su servicio público a la justicia. Pero las deficiencias del Poder Judicial muchas veces arrastran en su determinación y crítica a aquellos buenos magistrados que lo dan todo por una mejor administración de justicia en el Perú.

Lo que acaba de ocurrir con una de las Salas Penales de la Corte Superior de Justicia de Lima es francamente deplorable. Los principales cabecillas de los movimientos terroristas más sanguinarios, que asolaron el Perú no hace mucho tiempo, han ganado (luego de varios intentos fallidos y de fallos en contra del mismísimo Tribunal Constitucional) sendos hábeas corpus con los cuales pretenden ser trasladados a penales para reos comunes, abandonando el rigor del penal de la Base Naval, que constituyó una respuesta coherente del Estado en la sanción de los innumerables crímenes que estos habían cometido.

Dos magistrados han expedido una sentencia írrita. Y lo es doblemente: primero, porque no se trata de un proceso penal, sino de uno constitucional, y ya se había determinado que en el proceso constitucional se requerían tres votos conformes y no dos, como en los procesos penales. Aquí, con solo dos votos se pretende validar un hábeas corpus, con lo cual se yerra del modo más flagrante en el procedimiento constitucional. Nada en el Código Procesal Constitucional autoriza a que ello sea así. Y las normas procesales no pueden ser analogizadas al antojo del magistrado, ya que responden a un principio de legalidad. Solo es proceso lo que la ley expresamente dice que es proceso; y, segundo, porque no hay razón constitucional para hacerles lugar en un penal diferente de aquel en el que han venido cumpliendo su merecida pena, cumplimiento que –dicho sea de paso– ha sido ejemplar y severo, como corresponde, y no con la laxitud con la que se manejan la mayoría de los penales para reos comunes.

Una característica del debido proceso es que las sentencias judiciales se cumplan con todas las garantías constitucionales y que sean socialmente aceptables. El fallo que excarcela de la Base Naval a los principales cabecillas terroristas es socialmente inaceptable y debe ser prontamente modificado. La seguridad ciudadana, el respeto a las víctimas de los crímenes terroristas, a las fuerzas del orden que han sacrificados sus vidas, su integridad física y su mayor esfuerzo en combatirlos así lo demandan.

Resulta inadmisible que algunos magistrados del Poder Judicial exhiban una ceguera insostenible y tan poca memoria de lo que hace cuatro décadas acontecía en el Perú. Ahora la pelota está en la cancha del Tribunal Constitucional; y la ciudadanía, al lado de la comunidad jurídica y los buenos magistrados –que los hay–, esperamos con angustiado interés una valiente respuesta, acorde a la gravedad de lo acontecido, y que vuelvan las aguas de la responsabilidad del Estado de Derecho a su verdadero nivel constitucional.

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CRISIS TOTAL DE GABINETE

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Desde el primer gobierno de FBT no se producía –en la era constitucional- una crisis de gabinete como la que la semana pasada tuvo en vilo al presidente Humala. De acuerdo a la Constitución, un nuevo gabinete ministerial debe merecer la “confianza” del Congreso. Eso es así, porque siendo nuestro régimen presidencialista, tiene contrapesos en los demás órdenes del Estado a fin de evitar el autoritarismo constitucional. Es lo que Loewenstein define como “control inter poderes”. En su procesabilidad, la Constitución y el Reglamento del Congreso tratan a la cuestión de confianza del mismo modo que la censura del gabinete. La primera parte de los ministros y la segunda de una minoría del Congreso.

La cuestión de confianza no es poca cosa. Es el requisito sine qua non un nuevo gabinete obtiene el beneplácito del Congreso para iniciarse como gobierno. Por eso, la investidura debe hacerse dentro de los 30 días siguientes a la designación del nuevo gabinete, al punto que si el Congreso no está en funciones, el Presidente de la República lo convoca extraordinariamente.

Si la confianza es rehusada, el Presidente de la República debe admitir su dimisión total en las 72 hrs. siguientes y nombrar a un nuevo gabinete. Podría repetir con algunos ministros, pero necesariamente debe cambiar al Premier, en cuya cabeza se asienta la legitimidad de la confianza otorgada o el rechazo de la confianza rehusada. ¿Podría René Cornejo volver como ministro? Sí, pero sería desdoroso que quien ha sido rechazado como principal, regresa como secundario. Sería una cuestión de ética personal.

¿Cuántos votos requiere alcanzar la confianza? Los mismos que para lograr la censura: la mitad del número legal de los miembros del Congreso. El viernes por la noche ello no fue alcanzado, por lo que no se otorgó la confianza, lo que constitucionalmente equivale a decir que le ha sido rehusada, expresión que contiene la Constitución.

Habrían dos alternativas posibles: (i) El Congreso vuelve a votar la confianza y alcanza la mitad más uno de su número legal, lo que no ha ocurrido hasta ahora (ya que las abstenciones no cuentan, y no estamos frente a una votación simple de la mitad de los votos emitidos); o, (ii) El Presidente de la República encaja las críticas planteadas por la oposición en el Congreso, que es casi el doble que su mayoría relativa, escucha el leit motiv de sus razones –muy fundadas, en su mayoría-, abandona el estilo confrontacional (y algunos adjetivos, dicho sea al paso) y tiende los puentes que aguda e inteligentemente ha planteado el congresista Abugattás para conseguir de la abrumadora oposición la confianza requerida para que su gabinete tenga viabilidad y la necesaria legitimidad constitucional.

Claro, siempre hay una tercera opción y, según la Ley de Murphy, siempre se puede empeorar: de no escuchar el legítimo reclamo del Congreso se puede insistir tozudamente en rumbo de colisión constitucional que transforme la crisis de gabinete en una crisis constitucional con el Congreso, cuyo resultado podría traer insospechadas consecuencias para nuestra aún frágil democracia. Los estadistas siempre deberían tener presente que “los dioses ciegan a quienes quieren perder”.

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