Las relaciones con Chile distan mucho de ser “fraternas” y carecen de un destino común. Obligados a la fuerza a compartir en los últimos 135 años fronteras –terrestre y marítima– como nefasta consecuencia de la Guerra del Pacífico, aquellas han estado signadas por un permanente enfrentamiento, controversia y conflicto. Nada hay en el horizonte que avizore su cambio en el futuro mediato ni inmediato.
La clave de esta relación desigual quizás hunda sus raíces en la historia y tal vez se remonte a las pugnas entre Pizarro y Almagro en la Conquista, lo que terminó con el destierro de Almagro a las tierras del sur, privadas de las riquezas del Imperio inca, y el posterior magnicidio del primero a manos de los herederos del segundo.
En el siglo XIX, Diego Portales marcó las líneas maestras de esta relación tensada por la disimilitud de intereses, afanes y su marcado antiperuanismo. Por entonces, Chile solo tenía alrededor del 50 % del territorio que hoy posee, carecía de la riqueza del salitre y, de haber seguido así, habría carecido del cobre que tanto beneficio le trajo después.
Culminada la Guerra del Pacífico y habiéndose apoderado de vastos territorios de Bolivia y el Perú, Chile suscribió con nuestro país una serie de tratados y acuerdos respecto de los que jamás fue diligente en su cumplimiento voluntario ni completo. Así, el Tratado de Ancón de 1883 establecía la pérdida irremisible de Tarapacá y la entrega, por 10 años, de Tacna y Arica, con cargo a un plebiscito decidor. No hubo tal ni en 1893, ni en 1903, ni en 1913 ni en 1923. No lo hubo nunca en casi 50 años. Fue en 1929 que un Protocolo Complementario, luego del arbitraje del presidente de los EUA, zanjara la reincorporación de Tacna al seno nacional y la pérdida irremisible de Arica a favor de Chile.
Este último instrumento contenía beneficios para el Perú para compensar la amargura por la pérdida de Arica, que Chile se tardó en reconocer otros 80 años y que, hasta la fecha, no ha cumplido cabalmente. Desde 1952, Chile construyó la artificialidad de la frontera marítima, apropiándose–una vez más– de parte del mar peruano, hasta que en el 2014, ante el fracaso de una solución madura, consensuada y razonable (lo que nunca ha habido en las relaciones con Chile), tuvo que ser la Corte de Justicia Internacional de La Haya la que impusiera una delimitación marítima.
Ante la ejecución del fallo de La Haya, Chile ha encontrado una nueva fuente de conflicto: releyendo abusivamente el Tratado de 1929 que zanjó la frontera terrestre y haciendo sumatoria con el fallo de La Haya que define la frontera marítima, deroga el artículo 2.° del Tratado de 1929, que señala: “El territorio de Tacna y Arica será dividido en dos partes. Tacna para el Perú y Arica para Chile. La línea divisoria entre dichas partes y, en consecuencia, la frontera entre los territorios del Perú y de Chile partirá de un punto de la costa que se denominará ‘Concordia’, distante 10 kilómetros al norte del puente del Río Lluta”. Obviamente, se entiende que la frontera terrestre empieza donde acaba el mar y empieza la tierra siguiendo hacia el este en forma paralela a la vía férrea del ferrocarril Arica-La Paz.
Hoy Chile desconoce eso y pretende de manera prepotente que el inicio de la frontera ya no sea el punto de inflexión del mar con la tierra, a ser llamado Concordia, distante a 10 km del puente sobre el río Lluta, sino en lo que se conoce como Hito 1, a 256 metros tierra adentro, ya no en donde el mar acaba y empieza la tierra, sino en la proyección perpendicular del Hito 1, que está a más de 10 km del puente sobre el río Lluta, generando un triángulo de más de 30,000 m2 que ha devenido en un símbolo de reivindicación terrestre para ambos países: el Perú no desea perder más territorio que el que ya ha cedido forzosamente y hace valer su título jurídico, mientras que Chile, siguiendo con su avance hacia el norte, aminora su frustración frente a la sentencia de La Haya interpretando ma¬ñosamente –una vez más– sus obligaciones internacionales.
Lo más importante de comprender (y es en lo único en que el Senado chileno tiebe razón) es que las relaciones con Chile deben ser reevaluadas. Hay que entender que es parte consustancial de su política con el Perú manejarse a punta de contenciosos, pleitos, reclamos, bravatas y amenazas; que mientras el Perú no dé una señal clara de que no volverá a tolerar ello, que se sabrá defender, Chile insistirá con lo que ha sido una constante en nuestra accidentada relación durante toda la vida republicana, y que en tanto estas relaciones no estén verdaderamente normalizadas, en el 100 % de toda su complejidad, no podrá avanzarse en materia de acuerdos comerciales, ni inversión chilena bien recibida, ni gas, ni electricidad ni posibilidad de cooperación igualitaria alguna. Y, por cierto, no debemos descartar volverles a ganar un nuevo proceso si es que insisten en la apropia¬ción del triángulo terrestre y recurramos –esta vez con más fuerza y con toda razón– al arbitraje del presidente Obama para que defina esta nueva controversia. Ya deberíamos trabajar en ese escenario.