Existen en el derecho constitucional regímenes políticos presidencialista, semipresidencialista y parlamentario. En los primeros la conformación del Ejecutivo por el voto popular es independiente de la formación del Legislativo, también por mandato de las urnas. En cambio, en los parlamentarios el Ejecutivo nace de las entrañas del Legislativo y se “investirá” como jefe de gobierno del Ejecutivo al líder de la mayoría parlamentaria. De ahí la palabreja.
La Constitución de 1993 estructura un presidencialismo atenuado. El Presidente elegido tiene plena libertad para escoger a su Jefe de Gabinete y, a propuesta de éste, a todo el Gabinete. Hasta ahí lo usual. Pero, señala la Carta Magna que, conformado el nuevo Gabinete bajo la égida de un nuevo Premier, forzosamente deben comparecer dentro de los 30 días siguientes a su nombramiento ante el Congreso “para exponer y debatir la política general del gobierno y las principales medidas que requiere su gestión”. Nada extraordinario.
Lo novedoso está en el candado que la Constitución pone al Ejecutivo en favor del Congreso. Dice que, finalizada esta primera exposición obligatoria, el nuevo Premier debe plantear “cuestión de confianza”. Si la logra podrá continuar en funciones hasta que renuncie, sea renunciado o se le censure. De no conseguirla, se produce una “crisis total de gabinete”. El Presidente tendrá 72 horas para aceptar la dimisión de todo el Gabinete debiendo obligatoriamente nombrar a un nuevo Premier, pues en él recae la recusación parlamentaria. Podrá repetir algunos ministros, o todos, pero forzosamente deberá licenciar al Premier derrotado.
Si el segundo Gabinete tampoco logra la confianza, el candado dará la vuelta hacia el Ejecutivo y, entonces, el Presidente estará facultado a “disolver el Congreso” convocando nuevas elecciones parlamentarias para que nuevos congresistas, con una mayoría diferente, complete el mandato trunco de los originales congresistas. Es decir, si el Congreso censurase o negase la confianza a dos gabinetes dentro de un periodo constitucional –excepto en el último año- se haría un harakiri autolicenciándose, lo que resulta imposible pueda hacerse realidad.
Dos son los mecanismos de control del Congreso sobre el Ejecutivo: la cuestión de confianza y la censura. En su tramitación, votación y consecuencias son idénticas. Lo que varía es su iniciativa: la confianza sólo es requerida por un ministro, o el Premier, y –de obtenerla- saldrá legitimado por el Congreso continuando su función. De no alcanzarla, forzosamente deberá dimitir siendo apartado malamente del gobierno. La censura es –por el contrario- solo iniciativa del Congreso.
Por ello el sentido de la votación será diferente: se pugna por la confianza para no ser renunciado; en tanto se pugna por la censura para renunciarlo. Así debe ser considerada la votación. Alcanzar mayoría simple para obtener una confianza que no se tiene y, de no obtenerla, debe entenderse denegada. En tanto se debe alcanzar la mayoría simple para lograr una censura que no preexiste y, de no lograrla, no habrá censura y el ministro sobrevivirá.
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