La sociedad peruana sigue siendo profundamente cortesana. De allí su culto al poderoso, el halago con que se mima a quienes ejercen o representan el poder social, la chismografía cotidiana expresada en las “bolas” y el buen trato a todo extranjero, sea cual fuere su origen, condición social o posición profesional.
Pero, la mismo tiempo, dentro de las contradicciones con las que nos hemos articulado, es profundamente intolerante y quizás –y sin quizás también- el rasgo que mejor nos caracteriza es la prepotencia con que nos conducimos socialmente.
Pruebas al canto: nadie respeta la espera en una cola, y todos procuramos adelantarnos sin respeto a los demás, y cuando se pide respeto al paso previo, se reacciona con virulencia. Nadie piensa en el prójimo cuando realiza sus acciones cotidianas y nos conducimos como si fuéramos los únicos seres en la ciudad. La gente se aglomera en la puerta de un ascensor, o de cualquier salida, sin percatarse que habrá gente que tendrá que salir. La policía, y sus remedos de policía privada llamados “guachimanes” son aún más prepotentes, sobre todo con todo lo que no represente poder social, económico o político. Las anomia en el incumplimiento de las reglas de tránsito, también son un rasgo distintivo de ello. Como bien dice el notable sicólogo Roberto Lerner, en el Perú rojo significa pase y verde alto. La autoridad, sobre todo la administrativa, es particularmente prepotente e indolente, y los conceptos de servicio social o servicio al público o servicio ciudadano son un ridículo eufemismo. Y no hablemos de la autoridad política, que ruega por un voto ofreciendo el oro y el moro, pero cuando llega al poder es particularmente desleal con su elector y especialmente prepotente con sus conciudadanos.
Las raíces de nuestra estructuración social se funden en la conquista y en la colonia, y se evidencian desde los albores de nuestra república –presta a cumplir el bicentenario- y a veces se tiende a pensar que, finalmente, así somos, que siempre hemos sido así y que siempre lo seremos. Pero, en verdad, eso puede cambiar. ¿Cómo?, con la revolución pendiente, que es la revolución de la educación social. Si a nuestros niños les enseñamos no solo los valores de la esencia democrática, sino los ejercitamos desde sus primeros años en el colegio en ello, el futuro de nuestra sociedad será, sin duda, mejor. Para ello, debemos empezar por convencer a nuestras autoridades de esa necesidad pendiente y que es imperiosa, debemos exigir que esas autoridades den el ejemplo con un comportamiento no prepotente, y debemos continuar por capacitar a los educadores que serán los llamados a transmitir, enseñar y ejercitar tales valores. Sin ello, en intento será fallido.
Pedro de Vega, jurista español, enseñaba que el verdadero valor de la democracia no está en lograr que todos pensemos o sintamos del mismo modo, de manera uniforme. El verdadero significado de la democracia –decía- se expresa en el hecho de que los seres humanos, en tanto seres sociales, podamos sentir, pensar, creer y amar de modo diferente; pero que, por encima de esas diferencias, y dentro del respeto y tolerancia hacia ellas, podamos convivir dentro de un código de comportamiento social común que nos permita, con profundo respeto a nuestras diferencias, desenvolvernos con respeto y paz recíprocos.
La tolerancia, con la proscripción de su antítesis la prepotencia, deberían ser los valores esenciales dentro de los cuales se desarrolle nuestra democracia constitucional, de cara ser una nación no solo firme y feliz por su unión, sino poderosa en su desarrollo económico, social y cultural. Esa debería ser la apuesta por nuestro mejor futuro.