Fútbol, identidad nacional y política.

El domingo, en su columna deportiva de El Comercio, Jorge Barraza apuntaba que los integrantes de la selección de futbol uruguaya, tras la obtención de la última Copa América, dedicaban a su pueblo el triunfo logrado mientras que los argentinos, frente a sus logros personales, agradecían a sus familias y amigos. Esta observación, sumamente interesante en todo nivel (agradecimiento/dedicación, pueblo/familia, triunfos grupales/logros personales), junto a la apócrifa carta endilgada a Messi, dan para pensar en torno al rol que del fútbol en la construcción de los discursos e identidades nacionales.

Panem et circenses dice la alocución latina, bastante bien aprendida por la dictadura militar argentina que en el 78 organizó el Mundial de Fútbol como medio de mostrar al mundo la salud de la que gozaban. Aún ahora pudiera decirse que futbol y dictadura siguen de la mano y posan para una postal de todos los tiempos.

En nuestra historia algo de eso hay. Algunas crónicas oscuras señalan que si nuestra época de gloria futbolera coincidió con la del gobierno de Velasco Alvarado no fue por casualidad y que las visitas de los grandes equipos eran organizadas desde la Junta de Gobierno Militar.
Pero mejores destinos hay para tanto fervor y pasión.
Innegable es que el fútbol es el deporte rey por excelencia, al menos de esta parte del continente y aunque estamos lejos de vivirlo con la misma pasión con la que se vive en Argentina y Uruguay –asociación libre El Tano Pasman-, es claro que es el deporte que más cerca está de construir algo que se acerque a un esbozo de identidad nacional.
Vuelvo a Jorge Barraza quien dice que cuando gana un equipo de fútbol puede entusiasmarse un porcentaje importante de un país, pero cuando gana una selección lo gozan todos. Nuestra reciente historia, bastante venida a menos, da cuenta de 2 hazañas a nivel de clubes. La del Cienciano en el 2003 y la de la U-sub20 de este año. La primera sirvió para hacer conocida una frase que hasta ahora no pierde vigencia (“¡Sí, se puede!”) y de paso terminar de perfilar una idiosincrasia guerrera y combativa de la sierra sur, bastante alejada a la displicencia que parecíamos respirar en el resto del país. Al respecto me pregunto si podemos vincular algo de esto a nuestro actual escenario de conflictos socioambientales. La segunda, una reafirmación –suerte de versión juvenil y limeñizada de la gesta del Cienciano- de la garra, el coraje y el hambre de triunfos que empieza a mostrar el peruano. Lamentablemente a costa de otro equipo peruano -¡y qué equipo sino el clásico rival!- que más dividió que unió. Porque seamos honestos, cuando Cienciano campeonó, todos campeonamos un poquito. Así que unió pero no lo suficiente.
Lo de la fugaz generación de los Jotitas –casi igual que con de la U-sub 20- tiene un reparo. Aunque seleccionados nacionales eran juveniles. Vale decir no terminaban de representar esa idiosincrasia del peruano. Del hombre peruano habría que precisar. Porque esto ha de explicar el porqué triunfos, por así decirlo, de las diversas selecciones de vóley no terminan de cuajar. Se grita, se vitorea y se celebra con los triunfos pero no termina de ser el factor que puede generar unión y cohesión. Un tercer puesto de la selección tiene tal fuerza e impacto que le permite a un presidente salir de puntillas de Palacio y borra las inquietudes del otro.
Imagínense de conseguir el pase al Mundial del 2014.
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