En 1989 fui enviado con un equipo por Panamericana a la Unión Soviética a realizar reportajes sobre la Perestroika y la Glasnot, como se llamaban las decisiones políticas del gobierno de Gorbachov, que flexibilizaban la rígida economía soviética y el acceso a la información y la cultura, especialmente occidentales.
En ese viaje estuvimos en Leningrado (ahora, como en la época imperial, San Petersburgo) donde tuve una de las experiencias más contundentes sobre algo: la gente es dueña de sus decisiones y no hay poder o presión alguna para que en su vida privada no tenga que pensar y actuar de acuerdo con esas decisiones.
Una noche, en el lobby del hotel, aprecié a un numeroso grupo alrededor de un televisor. Por mi curiosidad periodística, me acerqué para saber qué programa estaba viendo con tanta atención. Mi sorpresa fue enorme: esas personas, más hombres que mujeres, estaban siguiendo uno de los capítulos de la telenovela brasileña “Isaura, la esclava”, en una versión traducida al ruso, no doblada. Es decir, una versión que no eliminaba el portugués como sonido de fondo.
Por lo que investigué después, la telenovela tenía una sintonía casi total en la teleaudiencia soviética. La explicación estaba en que era la primera muestra de la televisión occidental, muy distinta de la que producía la televisión estatal soviética, llena de mensajes políticos.
Alguien me comentó que era una demostración de que 70 años de formación marxista, no habían logrado eliminar en los soviéticos sus ansias de ver algo distinto, algo de la atacada y denigrada cultura occidental.
La telenovela brasileña terminaba a la 9 de la noche, para dar paso al noticiero central. Todos se fueron, yo fui el único que se quedó frente al televisor, porque quería apreciar cómo se producía un programa informativo soviético. En otras palabras, comprobé que el noticiero no interesaba a la gente.
Recuerdo este episodio porque nuevamente se debate el tema sobre el poder de los medios.
En el país, una vez más se habla de medios, de empresas, y se olvida al lector, al radioyente, al televidente. Es decir a la gente que es la que decide la existencia de esos medios. Si un diario no interesa la gente no lo comprará, quebrará y desaparecerá.
Los gobiernos creen que la gente se comporta como robots, que no tiene criterios propios, individuales. Por lo tanto, temen que los medios puedan dirigir las decisiones del ciudadano común y corriente. Lo cual es un criterio errado, origen de tantas interpretaciones sin sustento.
Ni los gobiernos, ni los medios tienen el poder de dominar las decisiones soberanas de la gente. Por lo menos, es un criterio que mi experiencia profesional ha considerado válido.