En los 32 años de experiencia televisiva, tuve ocasión de viajar a diferentes países. Ello me permitió algunas observaciones valiosas sobre la acción televisiva y algunas medidas de control del medio.
En 1970, cuando aún gobernaba Francisco Franco a España, la televisora estatal, la única existente, tenía que programar a las 9 de
la noche, horario super estelar en todo el mundo, documentales sobre la caza y la pesca. Preguntado un colega de la televisión española del por qué de tan insólita programación, su respuesta en voz baja, como si temiera ser escuchado, fue: “Es la única hora en que el Generalísimo puede ver televisión y a él siempre le ha encantado cazar y pescar”. Es decir, millones de televidentes ibéricos, si querían mantener encendidos sus televisores, tenían que “soplarse” los aburridos documentales. Con seguridad, la mayoría de ellos apagó sus aparatos.
En el Perú, por esos años también ocurrió un caso bastante parecido. Se había realizado una gran manifestación y desfile popular ante palacio de Gobierno. El General Juan Velasco presidió el acto de varias horas, desde un gigantesco estrado. Fue en la noche de
un jueves que se prolongó hasta la madrugada del viernes. Por supuesto, todos los canales, en poder de los militares, transmitieron en vivo la multitudinaria demostración de las masas de la llamada Revolución Peruana. La gente del gobierno quedó muy complacida por lo que ellos consideraron su profundo arraigo popular. Pero, al día siguiente, el general Velasco manifestó su deseo de ver cómo había sido captado el acto por las
cámaras. Agregó que, seguramente, mucha gente no había visto las últimas horas por haber sido de madrugada. La reacción de muchos áulicos fue inmediata: debe retransmitirse la concentración en el mejor día y a la mejor hora. Consecuencia, los televidentes peruanos enfrentaron una sola programación de cinco horas, nada menos que un domingo, a partir de las ocho de la noche. Posiblemente, fue el domingo de más televisores apagados de la historia de los canales.
Unos años antes, el notable Luis Alberto Sánchez, cuando fue presidente del Senado, quiso dirigir un mensaje al país. Pidió a
Panamericana su mejor horario para ello. Era el de las 10 de la noche en que se transmitía la telenovela gringa “Peyton Place”, con un arrollador éxito de sintonía. Al día siguiente, Sánchez publicó un artículo en un diario en el que afirmaba: “Anoche me han visto y oído 500 mil personas, pues esa es la cantidad de televidentes que sintoniza el canal a esa hora”. Ingenuamente, el presidente del Senado creyó que las amas de casa, interesadas en las truculentas historias amorosas de la telenovela, iban a permanecer en la sintonía de su mensaje político. Esa noche, los teléfonos del canal se congestionaron con las protestas de los televidentes.
También en la década de los 70, aprecié en Alemania otra anécdota reveladora. En ese país actuaba lo que se llamaba el Consejo de Derecho Público de la Televisión. Su finalidad era determinar prácticamente la programación de las tres cadenas de televisión, ninguna privada. Una noche en que estaba en el salón de televisión en un hotel-academia de una fundación germana, observé el
noticiero más sintonizado, en compañía de unas universitarias berlinesas de turismo que estaban haciendo sus prácticas en el lugar. Habían terminado su labor porque era las 8 de la noche. Terminado el noticiero, la cadena dio paso a una ópera de Wagner. De inmediato, una de las estudiantes cambió de canal para encontrarse con una obra de teatro de Ibsen; siguió cambiando de canal y, en el tercero y último, apreció una opereta de Strauss. Reacción final de las muchachas: se retiraron de la habitación. ¿ Qué había ocurrido?. Ese famoso Consejo había decidido que en ese horario el televidente alemán debía recibir cultura. Le conté el episodio a uno de nuestros intérpretes. Su respuesta sobre la decisión final de las estudiantes: mejor que la gente no vea televisión.
En 1989 viajamos a la antigua Unión Soviética para informar sobre la Perestroika y la Glasnot que estaba aplicando Gorbachov. Es decir, sobre medidas que estaban dando algo de libertad económica, cultural e informativa al inmenso país socialista. En Leningrado
ahora nuevamente con su nombre zarista de San Petersburgo- vi una noche, en el hall del hotel, a un nutrido grupo de personas- más hombres que mujeres- que estaba alrededor de un televisor siguiendo con gran atención lo que se veía en la pantalla. Por supuesto, me acerqué a comprobar qué es lo que veían los soviéticos y algunos turistas finlandeses. Mi sorpresa fue realmente notable. Estaban viendo un capítulo de la telenovela brasileña “Isaura la Esclava”, ya apreciada en Lima hace algunos años. Se trataba de una versión traducida periodísticamente – se escuchaba el portugués en el fondo- es decir, muy imperfecta técnicamente. Por supuesto llamé a nuestro camarógrafo para que captara varios ángulos de la escena. Cuando terminó la telenovela a las 9 de la noche, la televisora estatal dio paso a su noticiero central: nadie se quedó ante el televisor, salvo yo deseoso de ver cómo hacían los rusos su programa.
Al día siguiente, averigüé los detalles sobre este fenómeno televisivo. Me enteré que la telenovela brasileña estaba batiendo todos los récords históricos de sintonía de la televisión soviética. Se afirmó que tenía más del 80 por ciento de telespectadores. Alguien dijo que hasta en el Kremlin se suspendían todos los actos oficiales en el horario de la telenovela, cuyos capítulos se repetían a las 10 de la mañana del día siguiente (las empleadas de limpieza dejaban su labor para seguir la historia de la esclava blanca).
Gracias a la Glasnot, la televisión soviética había sido autorizada para comprar esta producción televisiva del otrora despreciado mundo occidental. Setenta años de severo régimen marxista, que trató de formar a un ciudadano ajeno a los usos y costumbres capitalista, no pudo impedir que el televidente soviético se dejara ganar por la producción brasileña, distinta y sin los mensajes políticos que dominaban las producciones de casa. Se confirmó , así, que el alma humana es una sola, cualquiera que sea el país, y que si tiene oportunidad de decidir qué ver lo hará sin las restricciones ideológicas que se le quieran imponer. Poco después, “Isaura la Esclava” repitió el éxito en China, una realidad social e ideológica más severa que la soviética.