¿Qué sería de la Iglesia sin el Concilio Vaticano II?
El lefebvrismo no sería un inconveniente para la Iglesia oficial, ya que esa corriente seguiría ocupando su lugar en la conducción vaticana.
Radicalizando mucho más sus posturas y bajo clandestinidad se refugiarían los movimientos teológicos que encontraron un espacio en la convocatoria del Concilio Vaticano II a través del Papa Juan XXIII.
La ulterior sospecha de “modernismo” surgida de la encíclica Pascendi (1907) del papa Pío X, habría continuado dificultando la nueva exégesis católica representada por el Instituto Bíblico de Jerusalén, de donde saldría más tarde la Biblia de Jerusalén.
Se habría mantenido bajo sospecha, por parte de la crítica antimodernista, la “nueva teología” liderada por los dominicos de Le Saulchoir y los jesuitas de Le Fourvière, representada por los grandes teólogos del siglo XX, Congar, Chenu, Rahner, De Lubac, Schillebeeckx, Küng, Häring e, incluso, J. Ratzinger.
No se habría celebrado el Sínodo de Medellín de donde derivó la Teología de la Liberación. De tal manera que los intereses liberadores seguirían en manos de los “ateos marxistas”. Eso sí, la Iglesia seguiría manteniendo sus obras sociales de atención a los pobres, siempre que no se convirtieran en movimientos políticos que, como tales, serían “sospechosos” de marxismo camuflado.
Sin la Constitución conciliar Sacrosanctum Concilium sobre liturgia, los fieles católicos continuarían estando ajenos a la participación. En las iglesias, “oirían misa” en latín, con el sacerdote celebrante de espaldas, recitando fórmulas latinas incomprensibles para la asamblea. Como compensación, los fieles seguirían tratando de alimentar sus devociones y rezos con novenas y plegarias ajenas a la espiritualidad bíblica.
Obviamente, ello mantendría una estructura de la Iglesia mucho más clerical, teniendo el clero monopolio de la Palabra y de su celebración, aun cuando, desde el siglo IV, la Madre Iglesia había querido devolver a los fieles el acceso a la Palabra y su celebración, dejando el original griego de la Biblia y los rituales para sustituirlos por su versión al latín vulgar que era ya la lengua hablada por el pueblo fiel, de manera que pudiera, así, alimentar su espiritualidad directamente con la Palabra de Dios.
Sin el Vaticano II, el mundo, por su parte, después del impacto producido por Galileo, Darwin, Einstein o, también, por Garibaldi y los movimientos políticos independentistas de América, estaría intensificando su propia autonomía, frente a una Iglesia encerrada en sus tradiciones cada vez más ajenas a los nuevos requerimientos planteados por la modernidad. Al no existir la Constitución Gaudium et Spes, seguiría obstaculizado todo diálogo entre Iglesia y mundo. Y tendría aún vigencia la Encíclica de Pío IX que, en el Syllabus, declara anatema a quien diga “que debe separarse la Iglesia del Estado y el Estado de la Iglesia” (n. 55) o que “el Romano Pontífice puede y debe reconciliarse y dialogar con el progreso, con el liberalismo y con la civilización moderna” (n. 80).
Todo ello colocaría a la Iglesia católica en el riesgo de convertirse progresivamente en una gran secta. Mientras, el mundo prescindiría de ella, sin dejarse iluminar por el evangelio enclaustrado en una ideología antimoderna. Quizá ese rechazo de las nuevas evidencias culturales aportadas por la modernidad constituiría para la Iglesia un punto de encuentro con otros movimientos fundamentalistas de iglesias cristianas no católicas, aun cuando se consideraran mutuamente como heréticas. Pero ni hablar de la posibilidad de un diálogo interreligioso, que seguiría reducido al esfuerzo de heroicos misioneros por bautizar al mayor número posible de miembros provenientes de religiones “paganas”, para evitar así, extra ecclesiam, su condenación eterna.
Sin el Vaticano II, la credibilidad de la Iglesia en el mundo actual se vería aún más afectada. Y ese mismo mundo se sentiría también más legitimado en su agnosticismo o incluso su ateísmo, al ver a la Iglesia como una institución ajena a las nuevas e inapelables evidencias culturales de la modernidad.
¡Viva, pues, el Vaticano II! ¡Y viva, así, la Iglesia presente en el corazón del mundo, compartiendo sus anhelos y esperanzas con una verdaderamente “nueva evangelización”! Y, para eso, ¡ojalá reviva cada vez más de su sopor posconciliar!, puesto que “la nueva evangelización exige la conversión pastoral de la Iglesia… Y esa conversión exige la coherencia con el Concilio” (Santo Domingo, n. 30).
Antonio Bentué. Teólogo. Extracto de artículo publicado en revista Mensaje.
Le puse la nota máxima, porque me parece que ayuda mucho a reflexionar sobre las tentativas de desconocer Vaticano II, que providencialmente nos hizo tomar en cuenta que el único pastor es Jesús, y su Palabra es la que debe estar sobre toda otra norma en nuestra vida para conformarla con lo que Jesús quería.