Ética católica: La sexualidad como un don, no una maldición

7:00 p.m. | 25 abr 23 (NCR).- En los debates actuales que abordan la inclusión de la población LGBTQ en la Iglesia católica, un obstáculo que se plantea es la coherencia de las enseñanzas de la Iglesia en materia de ética sexual. El P. James Keenan, teólogo moral y académico del Boston College, plantea que es fundamental conocer cómo y por qué se formaron esas enseñanzas en primer lugar. Afirma que la historia nos ayuda a ver que detrás de esa “coherencia” hay una serie de cuestiones (muchas veces acumuladas al azar, “inconexas a lo largo de los siglos”) que transmiten una predominante valoración negativa de la sexualidad humana.

——————————————————————————————–

La enseñanza moral cristiana sobre la sexualidad evolucionó de forma un tanto inconexa a lo largo de los siglos, y las sucesivas generaciones se apropiaron de posturas anteriores que a menudo se basaban en premisas muy diferentes. En general, se fueron añadiendo una tras otra una serie de elementos bastante negativos hasta que, en el siglo XVII, tenemos básicamente una apreciación absolutamente negativa de los deseos sexuales. Así, con razón, el historiador James Brundage afirma en La ley, el sexo y la sociedad cristiana en la Europa Medieval: “El horror cristiano al sexo ha ejercido durante siglos una enorme presión sobre las conciencias individuales y la autoestima en el mundo occidental”.

En su mayor parte, las enseñanzas derivan de las preocupaciones de hombres célibes que, mientras perseguían una vida de santidad, encontraban que los deseos sexuales eran obstáculos más que ayudas en esa búsqueda. Estos deseos sexuales no se entendían como pertenecientes o necesitados de ser incluidos en una comprensión más amplia de cualquier dimensión particular de la personalidad humana. Más bien se consideraban tan aleatorios y precipitados como lo eran para cualquiera que no tuviera un concepto integrador como el de “sexualidad”. Como sentimientos arbitrarios y poderosos, había poco en su naturaleza que se prestara a incorporarlos conceptualmente a una realidad global e integrada. La idea de estos deseos venéreos era tan inestable como se sentían los propios deseos.

El lenguaje, además, obstaculizaba cualquier tendencia a entender esos deseos como pertenecientes a algo más integrado u holístico. En su obra The Bridling of Desire: Views of Sex in the Later Middle Ages, el filósofo Pierre Payer nos recuerda:

Un escritor contemporáneo que se ocupe de las ideas medievales sobre el sexo se enfrenta a un peculiar problema de lenguaje. No se encuentran en ninguna parte tratados titulados “Sobre el sexo”, ni se habla de “sexualidad”, porque el latín medieval no tenía términos para las palabras inglesas “sex” y “sexuality”. En sentido estricto, no hay discusiones sobre el sexo en la Edad Media. El concepto de sexo o sexualidad como dimensión integral de la persona humana, como objeto de preocupación, discurso, verdad y conocimiento, no surgió hasta bastante después de la Edad Media.

Por supuesto, el desarrollo de estas enseñanzas es muy diferente del lenguaje positivo del cuerpo que ayudó a los primeros teólogos a articular continuamente enseñanzas sobre la resurrección del cuerpo, la Encarnación y la Eucaristía. Como sostengo en A History of Catholic Theological Ethics, nuestra tradición sobre el cuerpo humano amplió la profundidad y el alcance de la vocación cristiana. De hecho, tanto si hablábamos del cuerpo, de la familia o de las virtudes, considerábamos cada uno de ellos como dones. Nuestra tradición en esos ámbitos es ciertamente compleja, pero también rica, afirmativa y convincente.

No se puede decir lo mismo de las enseñanzas de la Iglesia sobre el sexo. La tradición sobre ética sexual no nos condujo a la grandeza, sino a la negatividad y a las minucias. Todo lo que añadimos a la tradición sólo hizo que la sexualidad humana fuera cada vez más negativa. Por ejemplo, el simple mandato de Pablo de que quienes no pudieran permanecer célibes debían casarse (1 Corintios 7:8-9) condujo más tarde a la afirmación de los estoicos de que la intimidad matrimonial debía ser validada no por el matrimonio, como sugería Pablo, sino por el propósito de la intimidad para la procreación. Esto condujo más tarde a la sentencia de Clemente de Alejandría de que el sexo por placer, incluso en el matrimonio, era pecaminoso. ¿Por qué problematizamos el amor conyugal cuando pasamos de Pablo a Clemente? ¿Por qué necesitamos validar el amor marital cuando Pablo no lo hizo?

Aun así, una mirada al periodo patrístico no es tan problemática como a los periodos posteriores. De hecho, la teología de Agustín es menos negativa en materia de sexo y matrimonio que la de sus contemporáneos o, peor aún, que la de sus sucesores de los siglos XVI al XIX. La negatividad brota más después que con Agustín. Por ejemplo, podríamos examinar la conocida enseñanza sobre la masturbación, que, con la excepción de Clemente, nunca fue considerada pecado hasta que Juan Casiano (360-435) y Cesáreo de Arlés (470-542) la convirtieron en pecado, pero sólo para los monjes y monjas que violaban sus votos de castidad masturbándose.

Sin embargo, ocho siglos después, cuando el Papa Inocencio III impuso a toda la Iglesia el deber pascual en 1215, que exigía una confesión anual a todos los cristianos, las enseñanzas sexuales cambiaron. Desde entonces, la masturbación se considera gravemente pecaminosa para todos. La génesis de la masturbación como pecado dependía precisamente del voto de castidad de los que elegían la vida ascética. Lo que era pecado para un monje de 40 años en el siglo VIII se convirtió, sin embargo, en el mismo pecado para un adolescente de 13 años en el siglo XIII. Peor aún, como veremos, lo convertimos en un pecado muy grave.

Aunque hay muchos otros temas, sin olvidar cómo se valoraban (o no) las experiencias sexuales de las mujeres, propongo tres enseñanzas que, basándose unas en otras, llevan la evolución de la sexualidad a un ámbito completamente definido como una ocasión inevitable de pecado. Estas enseñanzas se conocen como “pecados contra natura”, “mal intrínseco” y “parvedad de la materia”.

Los pecados contra natura fueron llamados así por San Ivo, obispo de Chartres, por ser “siempre ilícitos y sin duda más flagrantes y vergonzosos que pecar por un uso natural en la fornicación o el adulterio.” El pecado era “usar el miembro para un uso ilegítimo”. En Contraception: A History of Its Treatment by the Catholic Theologians and Canonists, el juez John T. Noonan Jr. describe estos juegos de lenguaje: “Nunca se intenta proporcionar una descripción biológica de los actos condenados. Se evitan los términos médicos. La vagina suele describirse como ‘el recipiente’ o ‘el vaso apto’.

La eyaculación se describe a menudo como ‘contaminación’. El término ‘coitus interruptus’ nunca se emplea, pero la descripción habitual es ‘fuera del vaso apto'”. Lo que une a todos estos pecados es básicamente que el semen fue a otro lugar que el “vaso apto” y al ir a otro lugar el pecado fue “antinatural”.

Desde Alberto Magno y Tomás de Aquino hasta el siglo XX, los tratados de moral distinguían entre los pecados sexuales “conformes a la naturaleza” y los “contrarios a la naturaleza”. Mientras que los primeros podían incluir la fornicación, el adulterio, el incesto e incluso la violación, en general los segundos pecados (masturbación solitaria o mutua, anticoncepción, coito anal u oral, zoofilia) se consideraban más graves, pues tal era la obsesión por la finalidad del semen y el “vaso apto”. El hecho de que la masturbación se enseñara durante tanto tiempo y de forma tan sistemática como algo más grave que la violación podría hacernos reflexionar sobre el argumento de la coherencia. Y también podría sugerir cuán insuficientemente grave era considerada la violación por los teólogos célibes.

Los pecados contra natura recibieron un tratamiento adicional al ser acoplados con otras dos categorías conceptuales: “mal intrínseco” y “parvedad de la materia”. “Mal intrínseco” procede del Durandus de San Pourcain (1270-1334), el detractor antitomista del siglo XIV. El término describía un tipo particular de acción como absoluta, siempre mala, independientemente de las circunstancias. Como ya he señalado, esta evaluación a priori descartaba cualquier cuestionamiento sobre la legitimidad moral de tales acciones. Se describían como tales porque la acción era contra natura y/o el agente no tenía derecho a ejercer dicha actividad. Todos los actos sexuales contra natura se clasificaron entonces como intrínsecamente malos. Siendo intrínsecamente malos, todos los actos sexuales contra natura carecían ya de excepción alguna. Ninguna circunstancia podía mitigar su pecaminosidad.

Sin embargo, la historia de la enseñanza sexual se oscureció aún más cuando los teólogos morales se plantearon si cualquier pecado contra el sexto mandamiento podía considerarse materia leve, es decir, no mortal. Aquí surgió la cuestión de si bajo el sexto mandamiento había alguna “parvedad” (levedad) de materia. ¿Era venial algún pecado sexual?

En los siglos XV y XVI, algunos moralistas empezaron a hacerse preguntas sobre asuntos menores. Se preguntaban cuál era la condición moral de un beso que excitaba a una persona o de una fantasía pasajera que no se repelía sino que, más bien, se dejaba permanecer, lo que finalmente llamaron una “delectatio morosa”. ¿Eran todas estas acciones pecados mortales? Durante algún tiempo, los teólogos morales estuvieron divididos sobre esta cuestión.

Como informa el teólogo jesuita P. Patrick Boyle en su Parvitas Materiae in Sexto in Contemporary Catholic Thought, en 1612 el superior general de la Compañía de Jesús, Claudio Acquaviva, condenó la postura que excusaba del pecado mortal cualquier leve placer por deseos venéreos. No sólo obligó a los jesuitas a obedecer la enseñanza bajo pena de excomunión, sino que les impuso la obligación de revelar los nombres de aquellos que violaran siquiera el espíritu del decreto. Como he señalado, estas y otras sanciones disuadieron a los moralistas de contemplar la posibilidad de excepciones circunstanciales, como habían hecho los casuistas anteriores.

Hacia 1750, los moralistas fijaron la enseñanza de que todos los deseos sexuales y la actividad consecuente eran siempre pecados mortales, a menos que se tratara de la acción conyugal de esposos que aseguraban que su “acto” quedaba en sí mismo destinado a la procreación. Con ello asimilaban en la tradición las afirmaciones de que los pecados contra el sexto y el noveno mandamientos no tenían parvedad de materia. Notablemente, esta posición no se aplicaba a ninguno de los otros mandamientos.

“Parvedad de la materia”, “mal intrínseco” y los “pecados contra natura” se combinaron para aislar absolutamente los deseos venéreos como tales. En efecto, al igual que el monje del primer milenio buscaba mediante prácticas ascéticas integrarse en cuerpo y alma pero a costa de prescindir de sus propios deseos sexuales, también en el segundo milenio, tras la imposición del deber pascual, los teólogos eclesiásticos célibes consiguieron arrebatar a los laicos todo sentido de la legitimidad del amor sexual y todo sentido de que esos deseos pudieran conducir alguna vez a algo bueno salvo bajo ciertas condiciones muy claras para las relaciones conyugales procreadoras.

Es importante señalar que ningún otro conjunto de cuestiones tuvo una intolerancia tan inequívoca en la tradición moral, por no hablar de un conjunto tan elaborado de conceptos lingüísticos para “someter” y condenar la actividad. Incluso la prohibición del aborto permite ciertas excepciones terapéuticas indirectas (por ejemplo, en los casos de mujeres con un útero canceroso o un embarazo ectópico). E incluso entonces, nunca hubo nada parecido a la cuestión de la “parvedad de materia” que perseguía a las personas que consideraban la posibilidad de abortar o a los confesores que pudieran haber respondido a preguntas sobre el aborto sin una severidad absoluta.

La otra cuestión casi absoluta es la mentira. Sin embargo, a pesar de que la mentira fue nombrada por Agustín como siempre en sí misma pecaminosa, no todos en la tradición en todo momento estuvieron de acuerdo, particularmente en el asunto de mentir para proteger el bienestar de otro. De hecho, surgieron dos trayectorias distintas de enseñanza sobre la mentira. Sólo las enseñanzas sobre ética sexual fueron absolutas, severas, extensas y sin excepción alguna.

La llamada del Evangelio al amor y el mensaje de la Iglesia primitiva de ser uno en mente y cuerpo se desarrollaron bien a lo largo de los siglos, pero nunca influyeron realmente en las enseñanzas posteriores de la Iglesia sobre los deseos sexuales humanos. El avance del cristianismo pasó por aislar y poner en cuarentena moral el sexo.

Hasta que San Juan Pablo II introdujo la “teología del cuerpo”, el sexo siguió siendo definitivamente el tabú católico. Ahora podemos avanzar y retomarlo donde él lo dejó, articulando una teología de la ética sexual que vea la sexualidad como un don y no como una maldición. Pero mientras lo hacemos, también podríamos considerar los cuestionamientos del Cardenal McElroy respecto a la severidad de estas enseñanzas que mantuvieron a tantos católicos alejados de los sacramentos y cómo podríamos iniciar un proceso de reconciliación para todos aquellos que, como nosotros, nunca son dignos de acercarse al altar, pero que, sin embargo, son invitados por gracia.

De hecho, hay otros signos de que nos movemos en la dirección correcta, en Just Love: A Framework for Christian Sexual Ethics, la especialista en ética Sor Margaret Farley propuso una ética sexual del amor basada en la justicia. Aunque la Congregación para la Doctrina de la Fe notificó que su publicación “podía causar grave daño a los fieles”, se ha convertido en un referente en los escritos de la mayoría de los teólogos. Más recientemente, los 25 ensayos premiados en la colección editada por Julie Hanlon Rubio y Jason King, Sex, Love, and Families: Catholic Perspectives ofrece un modelo de ética sexual responsable y amorosa.

Una Iglesia que trata de enmendarse a la luz de su historial de abusos sexuales necesita examinar no sólo lo que hizo y lo que no hizo, sino también qué enseñanzas la guiaron en sus juicios. De hecho, si algo está claro aquí, es que la experiencia de los laicos debe participar plenamente en la articulación de estas enseñanzas tan necesarias. Entonces, podremos tener una ética sexual cristiana que dé vida y esté orientada al amor, digna de su nombre.

Información adicional
Publicaciones recomendadas en Buena Voz Noticias
Fuentes

Artículo “It’s time for a Catholic ethic that sees sexuality as a gift, not a curse” publicado en el National Catholic Reporter. Traducción libre de Buena Voz Noticias / Foto: Elizabeth Tsung (Unsplash)

Puntuación: 5 / Votos: 1

Buena Voz

Buena Voz es un Servicio de Información y Documentación religiosa y de la Iglesia que llega a personas interesadas de nuestra comunidad universitaria. Este servicio ayuda a afianzar nuestra identidad como católicos, y es un punto de partida para conversar sobre los temas tratados en las informaciones o documentos enviados. No se trata de un vocero oficial, ni un organismo formal, sino la iniciativa libre y espontánea de un grupo de interesados.

Deja un comentario

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *