Para reencontrar a los fieles con el sacramento de la confesión
9:00 a.m. | 17 mar 23 (RD/VTN).- La pérdida de la confianza en el clero a causa de los abusos sexuales, de poder y de conciencia, y de su posterior encubrimiento, exige revisar los ámbitos del ejercicio del oficio del presbiterado (reformas de instituciones y procedimientos). El jesuita Jorge Costadoat señala el sacramento de la reconciliación como uno de los escenarios que exponen a los fieles a potenciales abusos de sacerdotes y comenta propuestas. Y una reflexión editorial en Vatican News aborda otro aspecto de la confesión: el protagonismo del sacramento debe ser el abrazo con Dios, y no la lista de pecados ni la humillación.
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La confesión es un instrumento peligroso. Siempre lo fue, solo que en otros tiempos a nadie le llamaba la atención que lo fuera. En la actualidad, especialmente cuando la Iglesia quiere avanzar en sinodalidad, se hace necesario evaluar el ejercicio de este sacramento; pero, sobre todo, es preciso revisar este instrumento en sí mismo.
Es un dato ampliamente conocido por presbíteros y fieles que mediante la confesión se cometen abusos de diversa gravedad. Lo saben las/los laicos. Más de uno, en más de una ocasión ha tenido una pésima experiencia. No me refiero a los casos más preocupantes como el de la solicitación (petición sexual). Ellas/os han podido ir de un cura a otro, dependiendo de los pecados que este acostumbra absolver o de la misericordia que tenga, hasta dar con quien le convenga. Es lo que han debido hacer muchas mujeres a causa de la píldora. Los sacerdotes, por nuestra parte, hemos tenido que reparar personas que algún cura diez, veinte o treinta años atrás maltrató con su dureza o alguna reprimenda. O “dar permisos” para que las personas comulguen en misa.
¿Cómo se puede evitar que estos hechos puedan seguir ocurriendo? Se dirá que no habría que preocuparse tanto. La gente ya casi no se confiesa. Pero, ¿habrá que dejar caer simplemente el sacramento por inútil? Antes que algo así ocurra, debe evitarse que haya personas que actualmente se sientan obligadas a confesarse. Debe indagarse cómo un modo de relación entre los ministros y los fieles impide su encuentro con Dios, lo daña incluso, en vez de facilitarlo.
El perdón es un aspecto clave en el cristianismo. Pero la Iglesia no tiene una única manera de ofrecerlo. Por ejemplo, en la misma eucaristía hay por lo menos dos momentos de perdón, al comienzo de la misa y cuando los participantes se dan la paz. Las autoridades eclesiásticas cumplen bien su trabajo cuando exhortan a los y las católicas a pedirse perdón; o cuando llaman a una sociedad a reconciliarse. Pero, ¿puede aún considerarse normal que se exija a una persona revelar a otra su intimidad? ¿No es, en realidad, una barbaridad que se espere de una cristiana/o que abra su corazón a cualquiera?
Esto fue normal años atrás. Hoy, no. En la cultura actual la intimidad de las personas es un aspecto de su dignidad humana. La intimidad solo ha de compartirse con plena libertad. Podrá decirse que en esta época se acude voluntariamente a psicólogos a quienes las personas les cuentan todo. Pero la naturaleza de la obligatoriedad en ambas instancias es muy distinta.
¿Y si la confesión fuera absolutamente voluntaria? En este caso la Iglesia tendría que justificar cómo autoriza la existencia de un instrumento religioso, como es el sacramento de la reconciliación, a sabiendas de los riesgos mencionados. En el mejor de los casos, ella tendría que capacitar a los ministros con conocimientos psicológicos y teológicos, además de establecer controles a esta actividad como sucede con el ejercicio de otras profesiones.
El proceso sinodal en curso exige superar las asimetrías eclesiásticas que impiden la eclesialidad como la que tiene lugar en la confesión, originada a su vez por el sacramento del orden que ubica a los ministros en un grado jerárquico superior. La triada de los sacramentos de la eucaristía, la reconciliación y del orden suele hacer de corral dentro del cual se menoscaba la libertad de los hijos e hijas de Dios. Su libertad, y su dignidad. Ha de recordarse, en cambio, que en la intimidad pidió Dios a María ser la madre de Jesús. Lo hizo sabiendo que su respuesta podía haber sido negativa. La libertad es uno de los nombres del cristianismo (Gál 5, 1).
Es preocupante lo que ocurre en la Iglesia a propósito del sacramento de la reconciliación. Este es un aspecto, un asunto o una dimensión de un distanciamiento muy profundo entre las prácticas sacramentales y la emergencia cultural de nuevos valores. Mucha gente hoy espera de su Iglesia instrumentos que le ayuden a desarrollar un cristianismo vivo. No están dispuestas/os a que su fe en Cristo pase obligatoriamente por un “hombre sagrado”, se llame sacerdote, cura u obispo. La “sacerdotalización” de la Iglesia, en muchas partes, llega a su fin. El sacramento de la reconciliación no cumple con los estándares de humanidad de la época.
Una nueva mirada a la confesión, sacramento de la alegría
La confesión es un “sacramento de la alegría”, incluso una “fiesta”, en el cielo y en la tierra. En el encuentro con los jóvenes, durante su visita a Eslovaquia (2021), el Papa invitó a vivir el sacramento de la penitencia de una manera nueva. Y lo que el Sucesor de Pedro les dijo fue un consuelo. Lo que Francisco propuso fue una visión completamente diferente de la confesión en comparación con la experiencia vivida por tantos cristianos y bajo cierto legado dejado por la historia.
En primer lugar, el Papa advirtió que en el sacramento está “el remedio” para los momentos de la vida en que “estamos decaídos”. Y a Petra, una joven que le preguntó cómo podían sus contemporáneos “superar los obstáculos en el camino hacia la misericordia de Dios”, le respondió con otra interrogación: “Si te pregunto: ¿en qué piensas cuando te confiesas? Estoy casi seguro de la respuesta: en los pecados. Pero, ¿son los pecados realmente el centro de la confesión? ¿Quiere Dios que te acerques a Él pensando en ti, en tus pecados, o en Él?”.
El camino cristiano, había dicho Francisco en un mensaje previo, comienza con un paso atrás, con apartarse del centro de la vida para dejar espacio a Dios. Este mismo criterio, esta misma perspectiva aplicada a la confesión puede provocar una pequeña-gran revolución copernicana en la vida de cada uno: en el centro del sacramento de la penitencia ya no estoy yo, humillado con una lista de pecados -quizá siempre los mismos- que hay que contar con dificultad al sacerdote. En el centro está el encuentro con Dios que acoge, abraza, perdona y levanta.
LEER. Francisco: “El sacramento de la confesión no es para torturar, sino para dar paz”
“No se acude a la confesión -explicó el Papa a los jóvenes- como personas castigadas que tienen que humillarse, sino como niños que corren a recibir el abrazo del Padre. Y el Padre nos levanta en cada situación, perdona cada pecado. Escuchen bien esto: ¡Dios siempre perdona! ¿Han comprendido? Dios perdona siempre”. No se va a un juez para ajustar cuentas, sino “a Jesús que me ama y me sana”.
Francisco aconsejó a los sacerdotes “sentirse” en el lugar de Dios: “Que se sientan en el lugar de Dios Padre que siempre perdona y abraza y acoge. Demos a Dios el primer lugar en la confesión. Si Dios, si Él es el protagonista, todo se vuelve hermoso y confesar se convierte en el Sacramento de la alegría. Sí, de la alegría: no del miedo y del juicio, sino de la alegría”.
La nueva mirada al sacramento de la penitencia que propone el Papa nos pide, por tanto, que no permanezcamos presos de la vergüenza por nuestros pecados -vergüenza que “es algo bueno”-, sino que la superemos porque “Dios nunca se avergüenza de ti. Él te ama justo ahí, donde te avergüenzas de ti mismo. Y te ama siempre”.
A los que todavía no pueden perdonarse creyendo que ni siquiera Dios puede hacerlo “porque siempre caeré en los mismos pecados”, Francisco les dice: “Dios ¿cuándo se ofende? ¿cuándo vas a pedirle perdón? No, nunca. Dios sufre cuando pensamos que no puede perdonarnos, porque es como decirle: ‘Eres débil en el amor’. En cambio, Dios se alegra de perdonarnos, cada vez. Cuando nos levanta cree en nosotros como la primera vez, no se desanima. Somos nosotros los que nos desanimamos, no Él. No ve pecadores a los que etiquetar, sino hijos a los que amar. No ve personas equivocadas, sino hijos amados, tal vez heridos, y entonces tiene aún más compasión y ternura. Y cada vez que nos confesamos -no lo olviden nunca- hay fiesta en el Cielo. ¡Que sea lo mismo en la tierra!”.
De la vergüenza a la fiesta, de la humillación a la alegría. No es el papa Francisco, sino el Evangelio, donde leemos acerca de aquel padre que espera ansioso a su hijo pecador, mirando continuamente el horizonte, e incluso antes de que tenga tiempo de humillarse, detallando todas sus faltas, lo abraza, lo levanta y hace fiesta con él y por él.
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Fuentes
Religión Digital / Vatican News / Video: Rome Reports / Foto: Arquidiócesis de Sevilla