Cardenal reclama “inclusión radical” de mujeres, LGBT y divorciados

11:00 a.m. | 25 feb 23 (AM/VN).- ¿Qué caminos está llamada a tomar la Iglesia en las próximas décadas? Aunque el proceso sinodal en curso apenas ha comenzado a revelar algunos de estos caminos, los diálogos que han tenido lugar identifican una serie de retos que el pueblo de Dios debe afrontar si queremos reflejar la identidad de una Iglesia que hunde sus raíces en la llamada de Cristo, la tradición apostólica y el Concilio Vaticano II. En un ensayo, el cardenal Robert McElroy, reflexiona a partir de un pedido a reformar las estructuras de exclusión que perduran en la Iglesia.

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El cardenal Robert W. McElroy, obispo de San Diego, propone una “inclusión radical” en la Iglesia a las personas LGBT, las mujeres y otros colectivos. Lo ha hecho en un texto publicado por America Magazine en el que comenta algunos de los “retos” de futuro que han salido a la luz durante el proceso de preparación al próximo Sínodo de la sinodalidad. Para el purpurado “la llamada a la sinodalidad es una llamada a la conversión continua”, algo que implica “la reforma de nuestras propias estructuras de exclusión” mediante “una larga peregrinación de oración, reflexión, diálogo y acción sostenidos”.


El veneno del tribalismo

Este proceso, para el purpurado, “debe apuntar siempre a la naturaleza misionera de la Iglesia, que mira hacia fuera con esperanza” en “una Iglesia que busca la unidad, la renovación y la reforma”. “Debemos examinar las contradicciones en una Iglesia de inclusión y pertenencia compartida que han sido identificadas por las voces del pueblo de Dios en nuestra nación y discernir en la sinodalidad un camino para ir más allá de ellas”, propone ante el “crecimiento de la polarización dentro de la vida de la Iglesia en los Estados Unidos y las estructuras de exclusión que engendra”.

“Nuestra sociedad política ha sido envenenada por un tribalismo que está minando nuestra energía como pueblo y poniendo en peligro nuestra democracia. Y ese veneno ha entrado destructivamente en la vida de la Iglesia”, denuncia. El cardenal llega a señalar la “falsa división” entre “católicos del papa Francisco” y “católicos de san Juan Pablo II” que se evidencia en debates “ideológicos” como el que ha habido en torno a la liturgia tradicional o la comunión de los políticos. “Una cultura de la sinodalidad es el camino más prometedor disponible hoy para sacarnos de esta polarización en nuestra Iglesia”, propone.


Los excluidos

Además, el cardenal apunta al “pecado continuado del racismo” que en la Iglesia se ha traducido en la creación de “prisiones de exclusión que han perdurado durante generaciones, especialmente entre nuestras comunidades afroamericanas e indígenas”. También, añade, “a veces, la Iglesia margina a las víctimas de abusos sexuales por parte del clero de una serie de formas destructivas y duraderas”. Están en las periferias “los más pobres de entre nosotros, los sin techo, los indocumentados, los encarcelados y los refugiados no suelen ser invitados con la misma energía y eficacia que otros a la plenitud de la vida y el liderazgo eclesiales. Y la voz de la Iglesia a veces se silencia a la hora de defender sus derechos”.

McElroy destaca que en la fase sinodal se ha detectado que las mujeres cuentan con “pocos espacios” a pesar de aportar su tiempo y sus talentos a la comunidad cristiana. Por ello, reclama “modificar las estructuras, leyes y costumbres que limitan de hecho la presencia de la rica diversidad de dones de las mujeres en la vida de la comunidad católica” incluyendo “la admisión de mujeres al diaconado permanente y la ordenación de mujeres al sacerdocio”. Unas limitaciones que también sufren en diferentes aspectos los laicos o que se viven en debates como la “propuesta de ordenar mujeres al diaconado permanente”.

La preocupación de las comunidades también ha mostrado su preocupación por la atención a “los divorciados y vueltos a casar sin una declaración de nulidad de la Iglesia, los miembros de la comunidad LGBT y los casados civilmente pero que no se han casado por la Iglesia”.

“Estas exclusiones afectan a importantes enseñanzas de la Iglesia sobre la vida moral cristiana, los compromisos del matrimonio y el significado de la sexualidad para el discípulo”, apunta. Ante esto, destaca, “la Iglesia está llamada a proclamar la plenitud de su enseñanza y, al mismo tiempo, ofrecer un testimonio de inclusión sostenida en su práctica pastoral”. Algo en lo que hay que destacar la imagen de la Iglesia como “hospital de campaña” al que acuden los heridos, el valor de la conciencia en la enseñanza católica y la fuerza de la gracia –y la eucaristía en este sentido–. “La indignidad no puede ser el prisma de acompañamiento de los discípulos del Dios de la gracia y de la misericordia”, reitera.

 

Extracto del ensayo del cardenal McElroy

“Ensancha el espacio de tu tienda”, el documento publicado el año pasado por la Santa Sede para recoger las voces de hombres y mujeres de todo el mundo que han participado en el proceso sinodal, concluía que “la visión de una Iglesia capaz de una inclusión radical, una pertenencia compartida y una profunda hospitalidad según las enseñanzas de Jesús está en el centro del proceso sinodal”. Debemos examinar las contradicciones en una Iglesia de inclusión y pertenencia compartida que han sido identificadas por las voces del pueblo de Dios en cada una de nuestras naciones y discernir en la sinodalidad un camino para ir más allá de ellas.

Una cultura de la sinodalidad es la vía más prometedora de que disponemos hoy para salir de la polarización en nuestra Iglesia. Dicha cultura puede ayudar a relativizar las divisiones y prismas ideológicos haciendo hincapié en la llamada de Dios a buscar ante todo el camino al que estamos llamados en unidad y gracia. Una cultura sinodal exige escuchar, una escucha que no busca convencer sino comprender las experiencias y los valores de los demás que les han llevado hasta este momento. Una cultura sinodal de verdadero encuentro exige que veamos en nuestras hermanas y hermanos peregrinos comunes en el viaje de la vida, no adversarios. Debemos pasar de Babel a Pentecostés.


Periferias al centro

Una vía para levantarnos y sanar las conductas y estructuras de marginación en nuestra Iglesia y nuestro mundo es trasladar sistemáticamente las periferias al centro de la vida de la Iglesia. Esto significa atender a la marginación de los afroamericanos y los nativos americanos, las víctimas de abusos sexuales por parte del clero, los indocumentados y los pobres, los sin techo y los encarcelados, no como un elemento secundario de la misión en cada comunidad eclesial, sino como un objetivo primordial.

Incorporar las periferias al centro significa esforzarse constantemente por apoyar a los desempoderados como protagonistas de la vida de la Iglesia. Significa dar un lugar privilegiado en las prioridades, presupuestos y energías de cada comunidad eclesial a los más victimizados e ignorados. Significa abogar enérgicamente contra el racismo y la explotación económica. En resumen, significa crear una auténtica solidaridad en nuestras comunidades eclesiales y en nuestro mundo, como nos exhortó repetidamente San Juan Pablo II.


Mujeres en la vida de la Iglesia

Los diálogos sinodales en todas las regiones de nuestro mundo han prestado una atención sostenida a las estructuras y culturas que excluyen o disminuyen a las mujeres en la vida de la Iglesia. Los participantes han señalado con insistencia que las mujeres representan tanto la mayoría de la Iglesia como una mayoría aún mayor de quienes contribuyen con su tiempo y sus talentos al avance de la misión de la Iglesia. El informe de Tierra Santa sobre sus diálogos sinodales captó esta realidad: “En una Iglesia en la que casi todos los responsables de la toma de decisiones son hombres, hay pocos espacios en los que las mujeres puedan hacer oír su voz. Sin embargo, son la columna vertebral de las comunidades eclesiales”.

Un camino productivo para la respuesta de la Iglesia a estos frutos de los diálogos sinodales sería adoptar la postura de que debemos admitir, invitar y comprometer activamente a las mujeres en todos los elementos de la vida de la Iglesia que no estén doctrinalmente excluidos. Esto significa, en primer lugar, eliminar las barreras que se han erigido contra las mujeres en todos los niveles de la vida y el ministerio de la Iglesia, no a causa de la ley o la teología, sino por costumbre, clericalismo, fanatismo u oposición personal. En segundo lugar, el impulso a la inclusión desafía a la Iglesia a examinar con cuidado las barreras jurídicas que impiden el liderazgo de las mujeres en la vida de la Iglesia.

La propuesta de ordenar mujeres al diaconado permanente contó con un amplio apoyo en los diálogos globales. Aunque existe un debate histórico sobre el modo exacto en que las mujeres desempeñaron un ministerio casi diaconal en la vida de la Iglesia primitiva, el análisis teológico de esta cuestión tiende a apoyar la conclusión de que la ordenación de mujeres al diaconado no está doctrinalmente excluida.


La paradoja cristológica

El informe de los diálogos sinodales de la Conferencia de Obispos Católicos de EE.UU. señala un elemento adicional y distinto de exclusión en la vida de la Iglesia: “Aquellos que son marginados porque las circunstancias de sus propias vidas son experimentadas como impedimentos para la plena participación en la vida de la Iglesia”. Entre ellos se incluyen los divorciados y vueltos a casar sin una declaración de nulidad de la Iglesia, los miembros de la comunidad LGBT y los casados civilmente pero que no se han casado por la Iglesia.

Pero la exclusión de hombres y mujeres a causa de su estado civil o de su orientación/actividad sexual es ante todo una cuestión pastoral, no doctrinal. Dadas nuestras enseñanzas sobre la sexualidad y el matrimonio, ¿cómo debemos tratar a los hombres y mujeres vueltos a casar o LGBT en la vida de la Iglesia, especialmente en lo que se refiere a cuestiones de la Eucaristía?

“Ensancha el espacio de tu tienda” cita una contribución de la Iglesia católica de Inglaterra y Gales, que proporciona una pauta para responder a este dilema pastoral: “El sueño es el de una Iglesia que viva más plenamente una paradoja cristológica: proclamar con valentía su auténtica enseñanza y, al mismo tiempo, ofrecer un testimonio de inclusión y aceptación radicales a través de su acompañamiento pastoral y de discernimiento”. En otras palabras, la Iglesia está llamada a proclamar la plenitud de su enseñanza y, al mismo tiempo, ofrecer un testimonio de inclusión sostenida en su práctica pastoral.

Se objetará que la Iglesia no puede aceptar tal noción de inclusión radical porque la exclusión de la eucaristía de los divorciados vueltos a casar y de las personas LGBT se deriva de la tradición moral de la Iglesia según la cual todos los pecados sexuales son materia grave. Esto significa que todas las acciones sexuales fuera del matrimonio son tan gravemente malas que constituyen objetivamente una acción que puede cortar la relación de un creyente con Dios. Esta objeción debe afrontarse de frente.

El efecto de la tradición de que todos los actos sexuales fuera del matrimonio constituyen objetivamente un pecado grave ha sido centrar la vida moral cristiana desproporcionadamente en la actividad sexual. El corazón del discipulado cristiano es una relación con Dios Padre, Hijo y Espíritu enraizada en la vida, muerte y resurrección de Jesucristo. La Iglesia tiene una jerarquía de verdades que fluyen de este kerigma fundamental. La actividad sexual, aunque profunda, no se encuentra en el centro de esta jerarquía. Sin embargo, en la práctica pastoral la hemos colocado en el centro de nuestras estructuras de exclusión de la Eucaristía. Esto debería cambiar.

LEER. Texto completo del cardenal Robert McElroy: Inclusión radical (PDF)

 

Información adicional
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Fuentes

Revista Vida Nueva / America Magazine / Videos: Rome Reports – America Magazine / Foto: AP – Thanassis Stavrakis

Puntuación: 5 / Votos: 3

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