¿Por qué solo los hombres pueden ser sacerdotes?

10:00 p.m. | 27 ago 20 (NCR).- En la historia de la Iglesia católica, las preguntas sobre la doctrina y sus enseñanzas han avivado la fe de los creyentes. Así explica Jessie Bazan -teóloga, escritora y con experiencia pastoral escolar- la necesidad de responder cuestiones por más complicadas que parezcan. Cuenta su experiencia cuando una adolescente le preguntó por qué solo los hombres podían ser sacerdotes, y percibió que las respuestas tradicionales, desde documentos oficiales, pueden dejar sensaciones vacías cuando se trata de la vocación y el llamado. Bazan invita a considerar siempre el diálogo, aún cuando se trate de temas zanjados en la Iglesia, porque permiten un intercambio personal y una comprensión más profunda de los sentimiento del prójimo.

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“Jessie, ¿por qué sólo los hombres pueden ser verdaderos sacerdotes?”, me preguntó la joven Tess. A los pocos meses de empezar mi labor pastoral con adolescentes, ya estaba acostumbrada a responder preguntas difíciles: ¿Cómo funcionan las máquinas de fax? ¿Qué significa la Encarnación? ¿Se pueden apagar velas solo con los dedos? Como no soy experta en cada uno de esos temas, algunas veces me salían respuestas a medias, una sugerencia o, en el último caso, una idea alternativa a considerar. Aprendí que no importa tanto si la respuesta es totalmente correcta, sino que los adolescentes valoran más que tomen sus preguntas en serio y que se responda con la mayor honestidad posible.

No podía reaccionar de otro modo ante la pregunta de Tess.

La tradición de la Iglesia católica ha sostenido desde el principio que la ordenación sacerdotal está reservada solo a los hombres. Los documentos papales generalmente citan estas tres razones principales: La Escritura dice que Jesús eligió solo hombres; la práctica de la Iglesia ha imitado a Cristo al elegir solo hombres; y la autoridad de la enseñanza de la Iglesia argumenta que la exclusión de las mujeres del sacerdocio es parte del plan divino de Dios.

Podría haber dejado que esas razones fueran mi única respuesta a la pregunta de Tess. La enseñanza, después de todo, “debe ser aceptada definitivamente por todos los fieles de la Iglesia” en palabras de Juan Pablo II. Para que nadie tenga dudas, reitera, el tema no está sujeto a debate.

No me pareció lo mejor dejarlo ahí con una niña de 12 años -o con una teóloga feminista de 28 años. Parada frente a un centenar de curiosos estudiantes, sabía que recitar una carta papal no iba a ser suficiente. La doctrina sin diálogo es deficiente. Agradecí a Tess su pregunta y animé al grupo a que las preguntas son la clave para desbloquear nuevas ideas sobre la fe.

Empecé preguntando a Tess qué significaba el sacerdocio para ella. Después de mencionar las tres razones clásicas del sacerdocio masculino, compartí que yo también tenía mis reservas ante ese tema y nombré algunas santas que me inspiran a seguir adelante. Terminé mi respuesta afirmando que Dios llama a todas y cada una de las personas a través del bautismo para hacer el bien en el mundo.

Los siguientes días repetí el diálogo en mi cabeza una y otra vez. ¿Hice justicia a Tess? ¿A la enseñanza de la iglesia? ¿A la pregunta en sí misma? Un aspecto que no cuestioné en lo más mínimo fue mi decisión de responder a Tess. Conozco la enseñanza de la Iglesia. Veintiún años de educación católica, incluyendo los últimos tres en un seminario católico, me dan confianza en mi formación. Sé que el Vaticano ha tratado por años de evitar cualquier conversación que ponga “mujeres” y “sacerdocio” en la misma frase.

El daño del rechazo

También entiendo el profundo dolor que se produce cuando se ignoran las preguntas sobre la vocación. Recuerdo cuando estaba en el kinder y tocaba el día de las profesiones, mientras los demás niños correteaban por la habitación apagando falsos incendios o intercambiando tiaras de princesas, garabateé una chica alta y flaca sosteniendo una cruz y una vela. A los 5 años de edad, estaba lista para convertirme en sacerdote. Quería hablar de Jesús frente a todos. Quería rociar a mis amigos con agua y repartir el pan especial e inspirar a la gente que perdió la esperanza.

La pregunta del día de las profesiones se planteó de nuevo en cuarto grado: “¿Qué quieres ser cuando seas mayor?”. Mi respuesta siguió siendo la misma: quiero ser sacerdote. Desde el otro lado de la sala, mi maestra se rió. “Oh Jessie”, dijo, sacudiendo la cabeza. “No puedes. Las chicas no pueden ser sacerdotes en esta Iglesia”.

Los rechazos dañan, créanme.

Mensajes sutiles y no tan sutiles de la Iglesia católica hicieron que mi vocación sacerdotal se sintiera vacía o invisible la mayor parte de mi vida. Hasta la escuela de postgrado, pocos comprendieron el llamado que yo sentía. Hay profesores de cuarto grado y blogueros conservadores que me señalaron diciendo, “no, estás mal”. Tu vocación no existe. Pero creo que los mensajes implícitos son más dañinos aún. Me formaron para descartar mi vocación.

Nunca ver a una mujer cerca del altar me dijo que no pertenezco allí. Nunca escuchar que Dios es tratado de “Ella” me dijo que no estoy hecha a imagen de lo divino, al menos no en la medida de mis homólogos masculinos. Nunca hablar de las mujeres como líderes pastorales me dijo que no tengo autoridad para presidir, ni predicar, ni bendecir, ni bautizar.

Ahora sé que el silencio no satisface. Entorpece, atrofia.

Le hacemos un flaco favor a nuestros jóvenes y adultos al descartar preguntas y problemáticas sobre la vocación. En cambio, creo que debemos crear un espacio de intercambio. Quiero que las Tesses -y Jessies- del mundo se animen a explorar las profundidades de nuestro llamado y a soñar en grande, ya sea que esos sueños terminen con una ordenación o no. Hay tanto bien, tanta curación, que viene de decir nuestras verdades y escuchar las verdades de los demás.

Tendría sentido que la Iglesia tome la iniciativa para tales conversaciones sagradas. Los católicos son un pueblo impregnado de tales experiencias. Desde los Concilios Vaticanos hasta las horas para tomar café, el pueblo de Dios se reúne para hablar de nuestras verdades. Hablamos en los estudios de las Escrituras y en las esquinas de las calles. Hablamos durante las vísperas y los paseos. La Palabra se hizo Carne, dando a lo divino una voz humana, oídos humanos y un corazón humano.

Por supuesto, el diálogo puede desordenarse rápidamente. Las preguntas sobre el sacerdocio son complejas y emocionales. Se asoma al núcleo de la vocación de algunos. Interrumpe el status quo para otros. No abordar la cuestión sería el camino más fácil -pero fácil no es el camino cristiano. Basta preguntarle a la “Palabra” que sufrió y murió en la cruz, y luego resucitó. Moldeados a esa imagen, somos un pueblo que se adentra en el misterio en lugar de alejarse de él. Expresamos en voz alta las preguntas que se agitan en nuestras entrañas: Dios mío, ¿por qué me has abandonado? ¿soy el guardián de mi hermano? ¿quién dices que soy? ¿por qué sólo los hombres pueden ser verdaderos sacerdotes?

Diálogo vs. debate

Las preguntas encienden la fe de los creyentes de entonces y de ahora. Las chispas del cuidado y la curiosidad encienden el alma que busca la santidad. Es mi responsabilidad privilegiada como pastor avivar las llamas de mis compañeros de búsqueda, no extinguirlas. La pregunta de Tess merece un diálogo porque es un ser humano con dignidad que la tradición cristiana exige que sea reconocida. No puedo honrar su dignidad ignorando su pregunta. No habría coherencia. La doctrina también merece diálogo, si es que realmente sirve como normas para vivir y no ser relegada a simples palabras en una página.

Quiero subrayar que quiero invocar a un diálogo en torno a la pregunta de Tess. Juan Pablo II, cuando fue Papa, lamentó los debates que se produjeron sobre el tema de la mujer y el sacerdocio en su carta apostólica de 1994, Ordinatio Sacerdotalis (“Sobre la reserva de la ordenación sacerdotal sólo a los hombres”). Hacia el final de la carta, escribe: “Si bien la doctrina sobre la ordenación sacerdotal, reservada sólo a los hombres, sea conservada por la Tradición constante y universal de la Iglesia, y sea enseñada firmemente por el Magisterio en los documentos más recientes, no obstante, en nuestro tiempo y en diversos lugares se la considera debatible”.

Este Papa, al igual que los que ocuparon la cátedra de Pedro antes y después de él, se preocupa de que se intente debatir la legitimidad de la enseñanza. De hecho, hay muchos interesados en esa discusión: católicos que creen que la enseñanza es injusta, o que no están de acuerdo con su razonamiento teológico, o que abogan por un sacramento más inclusivo. Puedo entender por qué el Papa, como uno de los encargados de preservar la enseñanza de la Iglesia, se sentiría amenazado por tales llamados al cambio. Pero una cosa es debatir y otra diferente es dialogar.

El objetivo de un debate es defender una opinión e ir descartando cualquier argumento contrario. Aquellos que están en diferentes lados de la cuestión del debate se enfrentan entre sí. Ahí, tener razón es más importante que sostener una relación. Los sentimientos no tienen valor en un debate. Es un estilo de comunicación que trata de encontrar defectos, no de facilitar la conversación. Estoy de acuerdo con el Papa Juan Pablo II -abrir este delicado tema a debate no es la manera de empezar.

El diálogo, por otro lado, anima a la gente a crecer en su relación con los demás. En el diálogo hay un intercambio. Surgen preguntas como: ¿Quién es esta otra persona que habla conmigo? ¿Qué puedo aprender de sus experiencias? ¿Tenemos experiencias compartidas o puntos de acuerdo? Los diálogos crean un espacio para la diversidad de opiniones. El objetivo del diálogo es desarrollar una comprensión más profunda de los sentimientos y pensamientos del prójimo -y probablemente de uno mismo en el proceso. ¿Qué mejor manera de honrar la dignidad del otro que entablar un diálogo honesto con él?

Una vez más, no me estoy centrando en el debate sobre si las mujeres deben ser ordenadas o no. En su lugar estoy promoviendo el diálogo sobre una verdadera cuestión vocacional. Quiero que los ministros de pastoral, los padres y los maestros estén equipados con ideas creativas para responder a la pregunta que inevitablemente se hace de una forma u otra cuando se abordan los sacramentos – ¿quién puede ser sacerdote y por qué?

Aunque tiene sentido que las tres razones doctrinales para un sacerdocio exclusivamente masculino sean mencionadas como parte de la respuesta, no tiene que ser la única forma de responder. Imaginen un espacio donde podamos explorar las muchas dimensiones del sacerdocio. Imaginen un espacio donde podríamos sumergirnos en las diversas imágenes del Dios que nos llama a todos. Imaginen un espacio donde podríamos celebrar el llamado de Dios a las mujeres como mujeres. Imagina un espacio donde afirmamos el llamado de todos los bautizados a ser ministros sacramentales -y proféticos en eso. Imaginen las formas en que ese diálogo podría animar a la Iglesia, jóvenes y adultos.

El papa Juan Pablo II lo dice perfectamente: esto es un “asunto de gran importancia”. Como otros asuntos de gran importancia -vida, muerte, resurrección, por ejemplo- el diálogo sobre la vocación y el llamado aviva el fuego de la fe en aquellos que buscan la verdad.

Imaginen lo que sucederá cuando dejemos que las chispas vuelen.

Fuente:

Artículo “Talking with Catholic girls about priesthood” columna de Jessie Bazan publicada en National Catholic Reporter. Jessie Bazan es la editora y coautora de “Dear Joan Chittister: Conversaciones con las Mujeres en la Iglesia”. Traducción libre de Buena Voz Noticias / Foto: Pastoral SJ

 

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