La “historia emocional” del ateísmo
6:00 p.m. | 5 ago 20 (CM).- ¿Qué se puede decir del origen del ateísmo? ¿A qué se debe la secularización de algunas sociedades cristianas? En una reseña del libro “Unbelievers: An Emotional History of Doubt”, se plantea que las respuestas a esas preguntas pueden diferir del paradigma históricamente identificado. El autor, Alec Ryrie, explica que las personas llegaron al ateísmo como siempre han definido sus perspectivas: a través de sus corazones más que de sus mentes. Más por emociones, como la ira y la ansiedad, que por el camino racional. Reseña tomada de Commonweal Magazine.
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El ateísmo es un asunto demasiado serio para dejarlo solo en manos de los no creyentes. Están demasiado metidos en él, o apenas lo abordan de manera superficial, para ver la cosa con claridad. Así como la palabra misma se basa en su opuesto para tener sentido (las palabras negativas tienen una tendencia molesta a hacerlo), el estudio de su significado necesita el ojo teológico entrenado para revelar su riqueza y complejidad.
La relación entre la creencia y su opuesto es una de esas cosas que, si prestamos suficiente atención, puede enseñarnos lo irremediablemente complicado que puede ser el ser humano. Un término puede convertirse imperceptiblemente en el otro, y devorarlo insidiosamente, duda por duda. Se puede estar firme en una creencia por la mañana y ser abrumado por la escepticismo en la tarde. Si no me crees, puedes leer lo que Alec Ryrie tiene que decir sobre el tema en su nuevo libro, Los Ateos: Una historia emocional de la duda.
Si el ateísmo necesita la mirada reflexiva del creyente para entenderse mejor a sí mismo, entonces en Ryrie puede haber encontrado su expositor ideal. Un estudioso de la religión y un teólogo cristiano (de hecho, “un ministro laico licenciado en la Iglesia de Inglaterra”, para ser precisos), Ryrie es, en su propia descripción, “un creyente con una debilidad por el ateísmo”. Cree que está en una buena posición para entender el ateísmo porque él mismo lo ha vivido, y por eso lo conoce al dedillo.
Aunque abandonó su “ateísmo juvenil”, Ryrie todavía lo respeta. De hecho, escribe, “Descubrí que un ateísmo honesto puede ser mucho más honorable y poderoso que la creencia de muchos de mis compañeros creyentes”. Este posicionamiento simpático le permite a Ryrie entender el ateísmo como pocos lo hacen. Ryrie es un estilista impresionante y un narrador convincente de ideas. Los ejemplos evocativos, la metáfora acertada, el lenguaje convincente y la frase memorable: nada de eso está por accidente. Su libro es un placer de leer no solo por la belleza y elegancia del texto, sino también por el ejercicio de generosidad intelectual al que invita al lector.
Todos estamos familiarizados con la historia de cómo Dios fue asesinado. Puede que Nietzsche no nos haya dado todos los detalles indeseables, pero los ansiosos comentaristas han llenado los espacios en blanco. Fue obra de científicos, filósofos e intelectuales, dice la historia. Un asunto frío y oscuro, puramente racional (y racionalista); unos tres siglos de esfuerzo. Ryrie nos lo cuenta.
En primer lugar, en el siglo XVII, Spinoza logró mostrar que “un mundo sin Dios podría ser filosóficamente coherente”. Luego, en el siglo XVIII, autores como Voltaire y Thomas Paine atacaron abiertamente la autoridad moral de la Iglesia, mientras que Hume, Kant y Rousseau idearon modelos intelectuales del mundo que, “independientemente de que los clasifiquemos o no como estrictamente ateos, dejaron muy atrás al cristianismo”. Como resultado, Dios se volvió bastante redundante.
Cuando los ateos agitadores como Ludwig Feuerbach y Arthur Schopenhauer llegaron a la escena en el siglo XIX, Dios estaba prácticamente muerto; y las malas noticias de su inexistencia, eran ya noticias viejas. En 1859, como Ryrie nota, Charles Darwin pudo llegar a “una explicación de los orígenes de la vida sin referencia a Dios”. El trabajo estaba prácticamente terminado.
Ryrie tiene algunos problemas con ese relato estereotipado (la muerte de Dios a manos de la Filosofía), aún cuando podría encajar muy bien. “La escala de tiempo, los sospechosos y la naturaleza del asesinato están equivocados”, escribe. Piensa que es importante corregir la historia no solo por el registro histórico, sino por nuestro propio bien; una narrativa revisada podría ayudarnos a tener un mejor sentido de nosotros mismos y de nuestro predicamento histórico. “Contar la historia de una manera diferente no solo cambia nuestro sentido de la historia; proyecta sobre nuestro momento actual de secularización desordenada una luz diferente”. El ateísmo se refiere tanto al pasado como al presente, y quizás también al futuro.
Cronológicamente, el ateísmo existía en la práctica mucho antes de que existiera en la teoría. No se necesita la palabra “ateísmo” (un invento relativamente tardío) para no creer en Dios o al menos para albergar serias dudas sobre su existencia. Ryrie da el ejemplo del arte médico. Heredado de los paganos grecorromanos, saturada de influencias intelectuales árabes y judías, y moldeada por una saludable dosis de escepticismo profesional, la medicina en la Europa cristiana fue un caldo de cultivo para el inconformismo. El ateísmo era casi un riesgo laboral para el médico medieval. El mundo médico, observa Ryrie, era “uno de esos reservorios en los que el escepticismo permaneció latente durante toda la Edad Media”.
Por importante que sea, la cronología es el problema menos grave aquí. El mayor problema es que la “narrativa de la muerte por la filosofía” se basa en una imagen drásticamente simplificada, casi caricaturesca de lo que somos. Asume que, en cualquier cosa que hagamos -cuando elegimos creer o no creer, por ejemplo- siempre actuamos como agentes puramente racionales, “máquinas calculadoras”, nuestras emociones, pasiones o sentimientos no tienen nada que decir en el proceso. Lo cual es una fuerte suposición intelectualista. Peor aún, es una forma de solipsismo a la que los que estamos en el negocio del pensamiento y la escritura somos particularmente propensos. “Los intelectuales y filósofos pueden pensar que generan un entorno”, observa Ryrie, “pero más a menudo son impulsados por él. La gente que lee y escribe libros, como tú y yo, tiene una tendencia persistente a sobreestimar el poder de las ideas”.
De acuerdo con esta línea de pensamiento, entonces, los filósofos, intelectuales y científicos comenzaron a atacar la religión, y luego -como resultado- la gente dejó de creer en Dios. Cegados, como solemos estar, a nuestros propios prejuicios y tendencias, fácilmente confundimos la parte con el todo. Ryrie, sin embargo, mira el tema desde el otro extremo y se pregunta: “Pero, ¿qué pasaría si la gente dejara de creer y descubriera que necesita argumentos para justificar su incredulidad?”.
El enfoque que propone es más holístico porque tal vez es más lógico. Hay mucho más en el ser humano que la pura racionalidad. Somos una complicada mezcla de razón e irracionalidad, alma y cuerpo, pensamiento y emoción. Como tal, cuando se trata de nuestras elecciones más importantes, las hacemos “intuitivamente, con todo nuestro ser, incrustados como estamos en nuestros contextos sociales e históricos, generalmente incapaces de articular por qué lo hemos hecho, a menudo ni siquiera somos conscientes de que lo hemos hecho”.
Así es como elegimos creer, y también cómo elegimos no creer. Lo que viene después de tal elección, así hecha, es sólo racionalización. Nuestro yo más profundo, basado en motivos de los que nuestra mente puede no ser plenamente consciente, toma una decisión vital, y entonces la pobre mente -débil y subordinada por naturaleza- va a aventurarse en encontrar razones para ello. En cierto sentido, entonces, no somos nosotros los que elegimos no creer, sino es la incredulidad la que nos elige. Eso, cree Ryrie, no hace que el ateísmo sea irracional, sino más bien nos hace irracionales.
Por eso Ryrie cree que, en lugar de una historia intelectual del ateísmo, sería más pertinente y provechoso perseguir una historia emocional. Él usa “emoción” en un sentido ampliado, para significar no sólo “pasiones espontáneas o involuntarias”, sino también “el intelecto consciente”. En ese sentido, estamos formados y definidos por nuestras emociones; nos convertimos en lo que somos en el proceso de tratar con ellas. “Puede que no seamos capaces de gobernar plenamente nuestras emociones, pero las curamos y manejamos, y las aprendemos de la cultura que nos rodea, así como las descubrimos dentro de nosotros mismos”, escribe.
La “historia emocional” del ateísmo de Ryrie se agrupa en torno a dos emociones que, según él, afectan nuestra creencia y escepticismo de una manera particularmente fuerte: la ira (bajo la cual coloca los diversos “rencores alimentados contra una sociedad cristiana omnímoda, contra la Iglesia en particular y a menudo también contra el Dios que lo supervisó todo”) y la ansiedad (“la inquietante y reacia incapacidad de mantener un firme control de las doctrinas que la gente estaba convencida, con su mente consciente, de que eran verdaderas”). Hay momentos en que “el ateísmo de la ira” es dominante y otros en que “el ateísmo de la ansiedad” prevalecerá, al igual que es posible que las dos “corrientes emocionales” converjan y coexistan de una forma u otra.
El libro cubre bastante terreno histórico, pero no pretende ser exhaustivo. Una vez que Ryrie ha formulado su argumento principal, se centra en perspectivas protestantes, con la mayoría de los estudios de caso procedentes de Inglaterra, aunque dedica a profundidad muchas páginas a importantes figuras continentales como Montaigne, Pascal y Spinoza.
Uno de los mejores logros de este libro es la sutil fenomenología de la fe que Ryrie lleva a cabo. La fe nunca es simple o fácil. Es, en sí misma, un acontecimiento trascendental (“Es una cuestión demasiado importante creer que hay un Dios”, exclama uno de sus personajes), y, como experiencia, nos reclama holísticamente. La fe es un maestro tiránico y caprichoso. Puede tirarnos no solo del caballo en el camino a Damasco, sino de cualquier escenario de equilibrio.
En poco tiempo, puede convertirse en su opuesto, a menos que la fe y la duda estén destinadas a coexistir, en varios grados de inquietud, dentro de los confines del mismo yo. William Perkins, el principal teólogo de la Inglaterra Isabelina con quien Ryrie se compromete repetidamente en su libro, muestra cómo “estos dos pensamientos, ‘Hay un Dios, y no hay Dios’, pueden coexistir en un mismo corazón”. De hecho, un “hombre no siempre puede discernir lo que son los pensamientos de su propio corazón”, concluye Perkins, algunos siglos antes de Freud.
Al leer el libro de Ryrie, nos damos cuenta de algo a la vez sorprendente y refrescante: está practicando precisamente lo que predica en este libro. Se presenta aquí como un estudioso claramente intuitivo. Aunque está claramente estructurado y cuidadosamente desarrollado, el libro se basa en intuiciones. Algunas de ellas están completamente exploradas, otras sólo brevemente (yo, por mi parte, espero que las pocas páginas perspicaces sobre el papel de Hitler en nuestro imaginario religioso, incluidas casi por accidente al final del libro, se desarrollen algún día de manera independiente y a profundidad).
A medida que uno se abstrae en la lectura, se siente -a veces claramente, a veces en la otra dirección- que la prosa argumentativa está destinada a “racionalizar” las cosas que el autor debe haber sentido primero intuitivamente. Lo cual es, supongo, algo que se espera de un “creyente con una debilidad por el ateísmo”. Porque ¿qué es una “debilidad”, si no el sentimiento y la intuición convertidos en método?
Fuente:
Artículo “A Soft Spot for Atheism” escrito por Costica Bradatan, tomado de Commonweal Magazine. Traducción libre de Buena Voz Noticias / Foto: Religion News