Religión y fe en series: True Detective, Juego de Tronos, Los Sopranos y más
3.00 p m| 4 set 15 (VIDA NUEVA/BV).- Juan Carlos Rodríguez, periodista de la revista Vida Nueva, sostiene que el cristianismo es el gran fenómeno histórico que ha condicionado el concepto de tragedia durante los últimos dos mil años. Y esto básicamente, porque entre muchas otras definiciones, tanto el Antiguo como el Nuevo Testamento son relatos trágicos de carácter ejemplar, que pretenden comunicar un orden, un sentido trascendente.
Luego apunta que de forma similar, en el auge del discurso televisivo contemporáneo –en la llamada nueva época dorada de las series de televisión–, la religión es parte fundamental en muchas de las de mayor éxito y consagración popular. Especialmente, de las que vienen de Estados Unidos (HBO, ABC o FOX). De hecho, es raro encontrar alguna serie que no tenga algún capítulo o trama donde la religión –la católica principalmente–, asuma su protagonismo, ya sea en un drama o en una comedia. La fe no está oculta: es visible como puede serlo en la vida de la propia audiencia. Está ahí, junto a nosotros.
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El entramado de series norteamericanas, y hablamos de las más consolidadas por el éxito, con una sobrada calidad y un seguimiento amplísimo en todo el mundo –es decir, desde “Los Soprano” y “Lost”, hasta “True Detective” o “Juego de Tronos”–, incorporan la fe en sus argumentos desde el sentido crítico, la reflexión, la duda, el drama, la moral, el testimonio o, inevitablemente, también el rechazo. Es posible en la ficción televisiva americana, sin duda, encontrar aspectos de una visión positiva y reconciliadora de la religión, pero esto no significa que, a la vez, no se difundan críticas abrumadoras al edificio eclesiástico o, simplemente, al credo católico, incluso al teísmo entendido como un sistema de creencias opuesto al ateísmo, en una recurrente simplificación al absurdo.
La diversidad de la adaptación de la religión a la pequeña pantalla es amplia. Pero, si hay que generalizar, es válida la apreciación de que la presencia de lo religioso es mucho más concluyente y rotunda de lo que podría parecer. Hoy, viendo series, en su mayoría norteamericanas –pero también británicas y nórdicas, principal competencia europea de calidad a la industria estadounidense–, que tienen millones de seguidores en todo el mundo, la religión es uno de sus grandes temas. Basta asomarse al peso que ha tenido, por ejemplo, en tres de los grandes fenómenos contemporáneos. “Lost” (ABC), emitida entre 2004 y 2010; “True Detective” (HBO), sobre todo la primera temporada, estrenada en 2014, y la singular “Juego de Tronos” (HBO), que acaba de finalizar la quinta de las ocho (o más) temporadas anunciadas.
La religión no solo es relevante en sus desenlaces finales; es mucho más explícita en la trama policíaca en apariencia de True Detective –la segunda temporada ahora en emisión ha cambiado personajes, escenarios y argumento– y va cada vez a más en el desarrollo de Juego de Tronos, la serie que más difusión tiene actualmente, emitida simultáneamente en 170 países.
Ya sea en géneros como la ciencia ficción o el realismo contemporáneo. Da igual. O incluso en ese otro género tan resbaladizo como la ficción política. Ha ocupado escenas capitales en, por ejemplo, dos series de culto en torno a la presidencia de los Estados Unidos. La primera es la insuperable creación de Aaron Sorkin, El Ala oeste de la Casa Blanca (conocida por muchos por su nombre en Inglés, The West Wing, de la cadena NBC), emitida entre 1999 y 2006. La segunda, aún en las pantallas, es la cínica House of Cards (Netflix). Y, por ejemplo, interviene con un papel secundario –pero significativo– en la épica y añorada creación de David Chase, Los Soprano (HBO). Y cobra un papel extraordinario en el final de Lost, aunque está subyacente en sus 120 capítulos. Aunque irrelevantes –en comparación a la honda huella de las series anteriores– tiene, en cambio, todo el protagonismo en The Leftovers (HBO) y Resurrection (ABC), si bien desde una perspectiva singular.
True Detective, del nihilismo a la iluminación
En ese “dédalo de ficciones y discursos” que es True Detective –en expresión de Rubén Hernández, autor junto a Iván de los Ríos del libro True Detective: Antología de lecturas no obligatorias (Errata Naturae)–, la religión ocupa toda la escena. Está en el pulso entre los detectives, cada uno a su modo: Martin Hart (Woody Harrelson) es devoto, aparentemente católico y tradicional –aunque habría que hacer muchos matices a este retrato– y Rustin Cohle (Matthew McConaughey), quien, en ese juego de apariencias (de mentiras que se esconden una dentro de otra), parece encarnar al gran nihilista, al gran escéptico engañosamente ateo. Y está, a la vez, en esa persecución llena de pasos falsos, simbolismos y trampas tras una secta satánica –asesinos, secuestradores, violadores– en la que participan, por ejemplo, la pseudoiglesia de Amigos de Cristo Resucitado. Ante uno de los sermones del P. Theriot, líder de esta sospechosa iglesia, Rust y Marty discuten sobre el fin de la religión y el miedo ante la muerte, tan presente en la serie. Ese capítulo, el tres, es tomado por algunos como ejemplo de una lógica atea y racional. Rust, por ejemplo, pone en duda el “coeficiente intelectual” de los seguidores.
True Detective – Escena sobre religion (Video subtitulado)
True detective – Charla metafísica en el auto (Video subtitulado)
Sin embargo, en el final de esta primera temporada, deliciosa, Rust se revela, simbólicamente, como la luz que todo lo vence. El épico enfrentamiento que se produce en el último capítulo dará pie a una conversión, a un deslumbramiento, que modifica la percepción de toda la serie: Rust encarna –así podría leerse– la verdadera creencia, tanto que hay quien ha querido ver, por ejemplo, una singular simetría con un Cristo contemporáneo. El diálogo final es incomparable.
Juego de Tronos, ¿metáfora del poder o de la religión?
Una ficción literaria que, en su adaptación a la pantalla de televisión, se ha convertido en otro fenómeno mundial es Juego de Tronos. A partir de las cinco novelas de la saga de Canción de Hielo y Fuego, George R. R. Martin es también el guionista de esta serie de ficción medieval que supera todas las fronteras conocidas, hasta ahora, de popularidad. La que aparentemente era una serie en torno al poder y la guerra entre distintas casas reinantes: (Lannister, Targaryen, Stark, Martell, etc.) se ha descubierto abiertamente en su quinta temporada –podría llegar a diez– como un escenario donde la principal batalla en juego es religiosa. Es hacia donde parece que va la sexta temporada. “He viajado por todo el mundo. Y donde quiera que vaya, la gente me habla del Dios verdadero”, afirma Ser Davos Seaworth, la sombra escéptica de Stannis Baratheon. Sin duda, el guión contiene una lectura de la propia historia medieval de Europa y, del mismo modo, más de un guiño contemporáneo muy crítico. La religión no se salva. Pero ocupa, cada vez más, la escena. Toda la escena.
Una escena de diversidad religiosa. Están los nuevos dioses, Los Siete, la religión mayoritaria de los Siete Reinos de Poniente. Y los llamados Gorriones, una especie de secta con voto de pobreza que, poco a poco, va haciéndose con el poder en Desembarco del Rey, con los que Martin –según confesión propia– retrata a la Iglesia católica medieval y su división protestante. Aunque es mucho más que eso. También están los viejos dioses, los Arcianos del Norte. El Dios Rojo o Dios de la Luz o Dios del Fuego, misterioso, expectante y violento, llamado a ser fundamental en el desenlace de la serie. El Dios Ahogado de las islas del Hierro. Y, por supuesto, el Dios de los Muchos Rostros, también más y más protagonista: Dios de la Muerte que podría tener conexión con el Dios Rojo al final de una ficción universal donde al fondo, más allá del Muro, al otro lado de toda religión, lo que hay es muerte, destrucción y sangre.
El Ala Oeste de la Casa Blanca y House of Cards, la ficción política o cara a cara con Jesús
No todo, sin embargo, es simbolismo, referencias metafóricas al cristianismo, y a otras religiones. Hay también un lenguaje directo, un tú a tú con Dios. Particularmente, en el contexto de la Iglesia católica. Dos cara a cara han tenido como protagonista a series de ficción presidencial, un género político muy en boga en Estados Unidos y que, evidentemente, tiene como escenario la Casa Blanca.
La primera, invirtiendo el orden temporal, es House of Cards, la maquiavélica serie que protagoniza Kevin Spacey como el cínico y miserable –ya en la tercera temporada– presidente Frank Underwood. Y a Underwood nada parece frenarle, literalmente, ni Dios. En el cuarto capítulo de la tercera temporada, ya en la Casa Blanca, acude a ver al obispo de Washington, Charles Eddis (John Doman), y le pregunta, ante los reveses que está padeciendo, incluido un suicidio, qué es la justicia. El diálogo es sobresaliente, Eddis contesta, por ejemplo, hablando de “las leyes que Dios le dio a Moisés”: “Hay dos que tenemos que recordar por encima de todo. Nos pide que amemos a Dios y que amemos al próximo”. Underwood llega a replicar: “Entiendo al Dios del Antiguo Testamento, cuyo poder es absoluto… que gobierna a través del miedo, pero ¿Él?”, dice mirando una talla de Cristo en el altar. Más adelante, a solas con esa talla, dirá: “¿Amor? ¿Eso es lo que vendes? Pues no lo compro”. La escena que sigue, y que no desvelamos, levantó un aluvión de denuncias contra la serie, pero ese contexto no puede ser más relevante. Dios, Cristo, está frente a todo lo que representa Underwood: la hipocresía, el cinismo, la violencia, el egoísmo.
En cierto modo, ni estas escenas ni House of Cards en su totalidad se entienden sin otra de las grandes series de los últimos años, muy superior en cualquier caso, a la que protagoniza Spacey, nada más y menos que El ala oeste de la Casa Blanca con sus siete temporadas y guiones magistrales que se estudian en las facultades de Ciencias Políticas. Hay tres momentos singulares, desde el punto de vista religioso en torno al presidente demócrata Jed Barlett (Martin Sheen) –honesto, responsable, católico–, contrapunto de Underwood. El primero –capítulo 20 de la sexta temporada– lo protagoniza el senador Arnold Vinick (Alan Alda), que le quiere disputar la candidatura a la reelección al presidente y se topa literalmente con un debate público sobre si es o no prácticamente y este lo zanja con un “en las iglesias ya hay bastantes polí- ticos falsos”.
El segundo momento es sobresaliente –capítulo tres, de la impagable temporada dos– por la réplica que el presidente Barlett hace, citando la Biblia con capítulo y versículo, ante la doctora Jenna Jacobs, basado en el personaje real de la ultraconservadora doctora Laura Schlessinger, comentarista radiofónica obsesionada por la literalidad del Antiguo Testamento y, entre otros aspectos, por la homosexualidad: “Quisiera hacerle un par de preguntas aprovechando que está aquí. Me interesaría vender a mi hija como esclava tal como aprueba el Éxodo 21,7”.
El tercero –entre otros muchos– coincide con el final de la magnífica segunda temporada, y quizás el mejor capítulo de la serie. Es la escena en la que se inspira el “¿Amor? ¿Eso es lo que vendes?” de Underwood. El monólogo del presidente Barlett, de quien se ha acabado de saber que padece esclerosis múltiple, es una queja desolada ante el silencio de Dios, de ira ante lo que interpreta un castigo divino. Ha acabado de enterrar a la señora Landingham, su eterna secretaria, casi una madre para él. El presidente, solo, mira al altar, que en ningún momento se llega a ver, de la catedral de Washington. Y se va acercando poco a poco, mientras expresa su ira contra Dios. Y culmina, nada más y nada menos que con un terrible grito de protesta ante Dios en latín. Y fuma.
Luz y héroes: De Los Soprano a Lost
En cierto modo, salvando las distancias, responde a aquello mismo que le dice Tony Soprano –el mafioso encarnado por el fallecido James Gandolfini– a su psiquiatra, la doctora Melfi: “Si Dios es totalmente bueno y todopoderoso, ¿por qué existe el mal en el mundo?”. Protagonista absoluto de Los Soprano –emitida entre 1999 y 2007–, la ya mítica serie que se extendió durante seis temporadas con un éxito unánime, Tony Soprano “es básicamente un mal tipo, pero despierta una extraña simpatía pese a que no es ni ingenioso, ni gracioso, ni se molesta lo más mínimo en resultar agradable”, afirma el crítico Emilio de Gorgot. “Nombrar algunas de las facetas de Tony –añade– sería dejar otras de lado: es ansioso, irascible, violento, con un constante apetito por la comida y las mujeres… pero tras ese Tony básico se esconde un individuo acomplejado, contradictorio y muy inteligente, con un enrevesado, y maleable, sentido del honor y una adscripción religiosa a unos valores que ha adoptado sencillamente porque cree que es lo que hay que hacer”. Todo ello, incluido ese catolicismo convencional, y sus contradicciones evidentes –no deja de ser un matón, un mafioso de ascendencia italiana–, no impide sostener, como hace el crítico Jorge Carrión, que “en las series del siglo XXI no existen figuras capaces de contrapesar con luz la oscuridad de los trágicos héroes protagonistas”.
Luz y héroes son dos adjetivos que refieren también a la popularísima Lost. Fue la primera serie que propiamente intuyó el nuevo escenario de la ficción televisiva e inauguró el fenómeno denominado fandom, contracción de fanatic kingdom, con las redes sociales como punto de encuentro. Su extraordinaria fama y sus seis temporadas concluyeron con una lectura que poco a poco se iba intuyendo mientras se acercaba el desenlace de los supervivientes del accidente aéreo del vuelo 815 de Oceanic Airlines. Su capítulo final resuelve “lo esencial, lo que atañe al corazón del ser humano, al significado y al valor de la vida y a la capacidad de ser salvados”, según la lectura abiertamente católica que hicieron los periodistas Mar Velasco y Pablo Ginés.
Breaking Bad, la lucha entre el mal y el bien
No, no son comparables, ni remotamente, a las series de culto, como Breaking Bad (AMC), por ejemplo, que sin aludir a temática religiosa sí presenta el tema más antiguo de la literatura: la lucha entre el bien y el mal, más aún cuando se dirime en un escenario confuso: la ambigüedad moral. “Es un campo muy, muy rico. Todo un reto para el espectador. Basta con ver los excelentes pilotos de series como Boardwalk Empire o Breaking Bad para constatar que el Bien y el Mal se conjugan en gris”, explica el profesor de Cine y Televisión Alberto Nahum.
Es el espacio de Tony Soprano. Y del inconmensurable Walter White –¿hace falta recordar que es el Heinseberg de Breaking Bad?–, lo mismo que el de Daniel Holden, el protagonista de Rectify (Sundance Channel), serie que comparte productores con el fenómeno Breaking Bad. Holden regresa a casa de sus padres después de estar en el corredor de la muerte condenado por el asesinato de su novia hace 19 años. Unas nuevas pruebas de ADN han decidido su libertad. Ante Holden, sin embargo, es inevitable atender al desequilibro entre el rechazo y el perdón, entre el complejo de culpa y la duda de quienes le rodean, entre la religión donde se refugia y la que viven los demás.
¿Es realmente inocente Daniel Holden? ¿Es realmente inocente el tratamiento de la religión en la televisión norteamericana? No. Menos aún en la comedia. Tan lamentable es la satirización sinsentido de la religión en la segunda temporada de Orange is the New Black (Netflix) como el remilgado concepto de la castidad en Jane the Virgin (CW Network). ¿Qué tiene que ver la moral familiar y católica de los policías de Blue Bloods con la carnaza asesina que suele servir en bandeja la ofuscación religiosa en las tramas de Mentes criminales (CBS)? ¿Por qué una serie como Lucifer (Fox), una vuelta de tuerca policíaca donde el diablo es guapo, bueno y entretenido, conseguirá estrenarse mientras que la adaptación de La Biblia (History Channel) se suspende ante el aburrimiento de la audiencia? Al menos se estrenará próximamente De reyes y profetas (ABC), basada en el libro de Samuel. No será, precisamente, por argumentos. Ni por fe.
Fuente:
Extracto de pliego publicado en la revista Vida Nueva: “Espiritualidad en serie. La religión en la nueva época dorada de la televisión”.