¿Iglesia de puros o red con peces mezclados?
11.00 p m| 07 jul 15 (CIVILTÀ CATTÓLICA/BV).- El dominico Jean-Miguel Garrigues es entrevistado por Antonio Spadaro SJ. director de la revista La Civiltà Cattolica. En la conversación se tratan temas como el momento y los desafíos que vive la Iglesia católica guiada por Francisco, la vida cristiana influenciada por el individualismo, la tradición eclesial, la presencia de la “ley de la gradualidad” en el Sínodo, la misericordia, entre otros. Antes de empezar la entrevista, el P. Spadaro se hace una pregunta a modo de reflexión que guiará el hilo de la entrevista: ¿Es nuestra Iglesia de puros o es red que contiene mezclados buenos y malos peces, como dice san Agustín?
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Texto original en italiano publicado en La Civiltà Cattólica, 2015 II 493-510, n° 3959 (13 de junio de 2015)
Mientras espero en mi despacho al cardenal Christoph Schönborn y su hermano dominico Jean-Miguel Garrigues, recuerdo que los dominicos y los jesuitas han sido a menudo descritos juntos, pero en conflicto. La historia es inclemente. Pero es también verdad que hay entre ellos una profunda afinidad, hasta el punto que más de un miembro de sus dos respectivas órdenes, en cierto punto de su vivencia vocacional, se ha encontrado ante la opción de escoger entre el camino de san Ignacio y el de santo Domingo. Entre ellos, el mismo Papa Francisco.
Durante nuestra conversación sobre la Iglesia, sobre el momento que vivimos, sobre las dificultades y los retos venideros, prevalece un sentimiento de ánimo y de confianza. El cardenal y el profesor manifiestan en su conversación la agudeza incisiva del intelectual y la pasión de la solicitud pastoral. Los dos, de manera diferente, han vivido plenamente estas dos dimensiones. El primero como Arzobispo de Viena; el segundo como fundador, con otros hermanos, de fraternidades monásticas en parroquias de las diócesis de Aix-en-Provence y Lyon. El cardenal Schönborn me presenta a su hermano, amigo y condiscípulo, y después me deja hablar con él.
El nombre del P. Jean-Miguel Garrigues, unido a su italiano perfecto, hace presentir une variedad de raíces culturales y geográficas. Nace en Estambul en 1944, en una familia de diplomáticos españoles. Entra en los dominicos de Francia en 1963. Estudia en Le Saulchoir, donde se licencia en Filosofía y Teología. Ordenado sacerdote, pasa un año de estudios en la Facultad de Teología Ortodoxa de Tesalónica, e integra la Facultad de Teología del Instituto Católico de París, donde defiende una tesis de doctorado sobre san Máximo el Confesor. Profesor de Teología, ha ejercido diversos cargos. Entre 1989 y 1992 colaboró en calidad de experto con el actualmente cardenal Schönborn en la redacción del Catecismo de la Iglesia Católica.
De 2000 al 2014 participó, bajo la dirección de los cardenales dominicos Cottier y Schönborn, en el diálogo entre católicos y un grupo de judíos mesiánicos. Actualmente enseña Teología patrística y dogmática en el Instituto Superior Tomás de Aquino, en la casa de estudios de los dominicos de Toulouse, y en el seminario de Ars. Vive al lado de la tumba de santo Tomás y da clases en un prestigioso lugar de estudios tomistas. Ha publicado una veintena de libros de dogmática, de patrística, de ecumenismo y de teología de la política. Numerosos son sus artículos en revistas como La Revue Thomiste, La Nouvelle Revue Théologique, Nova et Vetera, Communio. Desde 2005, es miembro corresponsal de la Academia Pontificia de Teología de Roma.
El P. Garrigues profesa de entrada su simpatía por la tradición de los jesuitas: “Tengo una inmensa deuda hacia el P. Henri de Lubac. Lo conocí en París en los años setenta, gracias a su amistad con el dominico que dirigía mi tesis de doctorado, el P. Marie-Joseph Le Guillou. Ha sido para mí una inmensa alegría el haber escrito recientemente una larga introducción al volumen de sus obras completas, que recoge su correspondencia con Jacques Maritain. Pude conocer también a este último, en Toulouse, durante el último año de su vida. Para mí ha sido un maestro intelectual y espiritual”.
—¿Y las históricas divergencias teológicas entre dominicos y jesuitas?
Ese conflicto ha sido una maniobra diabólica para privar a la Iglesia de los frutos de la complementariedad entre nuestros carismas respectivos. Nosotros predicamos, preocupados ante todo de exponer con precisión la Palabra de Dios y su Sacra Doctrina. Ustedes, los jesuitas, son misioneros y educadores en el sentido más amplio de la palabra, deseosos de ayudar a las almas a recibir esa Palabra. Nuestros carismas respectivos se encuentran el uno y el otro en cada extremo de la misma comunicación misteriosa de la Palabra de Dios.
—¿Conoce pues usted la mística de los jesuitas y los Ejercicios Espirituales?
Fue la lectura de Maritain la que me introdujo a los escritos de Lallemand, de Surin y de Caussade.
—¡Pero si son precisamente los autores preferidos del papa Francisco! Algunos han escrito que él está dando Ejercicios Espirituales a la Iglesia de hoy. ¿Qué le parece?
¿Qué mejor cosa puede dar un hijo de san Ignacio de Loyola, el autor de los Ejercicios Espirituales? Tiene usted razón: el Santo Padre está situando a los creyentes ante las exigencias prácticas, es decir, evangélicas y teologales de su fe. Nos está haciendo “ejercicios espirituales”. Hay pues que prever que este ejercicio resulte perturbador para un cierto confort espiritual que asocia amablemente, en una agradable mundanidad, opiniones bienpensantes y bien rígidas con la complacencia de juzgar al prójimo. Otros aplauden muy fuerte este discernimiento espiritual del Papa, con la esperanza de que esto vaya a devolver a los católicos al subjetivismo y al relativismo moral. No deberían, sin embargo, alegrarse demasiado rápido. Estas desviaciones exigieron al final de la década de 1970 que san Juan Pablo II y Benedicto XVI asegurasen de nuevo los fundamentos de la fe frente a una interpretación del Concilio Vaticano II, en clave de ruptura de Tradición. Si el Papa Francisco puede hoy día referirse a la reforma evangélica de la Iglesia, es porque han sido firmemente asegurados esos fundamentos que estaban amenazados por una falsa interpretación relativista de ese espíritu. Tengamos presente que, entre los amigos de corazón del nuevo Papa, están los cristianos evangélicos, como los pastores que le gusta visitar, que ciertamente no pueden ser sospechosos de liberalismo bíblico, ni de laxismo moral, sino todo lo contrario.
—¿Entonces el Papa Francisco es un Pontífice de la tradición auténtica?
Al inclinarse con compasión sobre los heridos de la vida familiar, me parece que el Papa ha reanudado, de hecho, una vieja tradición romana de misericordia eclesial hacia los pecadores. La Iglesia de Roma, que a partir del siglo II había inaugurado la práctica de la penitencia por los pecados posteriores al bautismo, en el siglo III estuvo a punto de provocar un cisma de parte de la Iglesia de África del Norte, conducida por san Cipriano, porque reconciliaba a los lapsi, es decir a los que habían apostatado en las persecuciones, los cuales eran muchos más numerosos, desgraciadamente, que los mártires. Frente al rigorismo de los Donatistas en los siglos IV y V, como más tarde frente al de los calvinistas y los jansenistas en los siglos XVI y XVII, ha rechazado una “Iglesia de puros” en beneficio del “reticulum mixtum”, es decir, de la red que reúne a justos y a pecadores, de la cual habla san Agustin en su Psalmus contra partem Donati.
—Me parece interesante esta referencia a la tradición eclesial junto con la tradición del carisma de san Ignacio. Implica una visión de la Iglesia, ¿no cree?
Francisco es Papa, siendo jesuita. Por eso es el fruto maduro de una gran tradición espiritual que también ha defendido lo que decimos contra el rigorismo de la Reforma y el elitismo de los Jansenistas. La visión de la Iglesia que tiene Francisco es la de una Iglesia para todos, puesto que Cristo ha muerto por todos los hombres sin excepción, y no por solo unos cuantos. La Iglesia no es pues un club selecto y cerrado: ni el de un grupo social católico por tradición, ni el de gente capaz de heroísmo virtuoso. Para esta Iglesia de las puertas misericordiosamente abiertas, ustedes los jesuitas han reconquistado durante tres siglos una gran parte de Europa, que se había pasado al protestantismo, con una pastoral de la misericordia y del Corazón de Jesús, expresada a través de la “teodramática” barroca y de la pedagogía pastoral de la casuística. El objetivo ha sido siempre “ayudar a la almas” en la situación concreta en que Dios les llama.
—Misericordia y verdad, sabiendo que la verdad “es” misericordia…
En un contexto eclesial, en el que los principios doctrinales y morales han sido consolidados por los dos grandes Papas que le han precedido, el Papa Francisco reanuda instintivamente esta tradición de misericordia, pues no quiere cerrar los ojos ante las miserias de tantos hijos suyos. A la vez, como se pudo constatar con ocasión del último sínodo romano de los obispos, confía en la dinámica eclesial para encontrar, poco a poco, y a veces trabajosamente, la articulación entre la verdad de los fundamentos de la fe y la misericordia pastoral hacia las personas.
—¿No cree usted que en nuestra palabra de Iglesia tendemos a menudo a hablar en términos ideales? Está bien, pues esto nos permite tener una visión directora. Creo sin embargo que tendremos que encontrar palabras buenas para las situaciones que no corresponden con este ideal. Lo que no corresponde con el ideal no debe ser juzgado siempre de manera negativa, sino como etapa de un camino. He aquí mi pregunta: ¿se puede valorizar alguna forma de gradualidad? El punto n°11 de la Relatio Synodi me parece haberlo visto justo en este sentido. Es el corazón vivo de la Relatio, allí donde dice que “hace falta acoger a las personas, con su existencia concreta, saber sostener su búsqueda, alentar su deseo de Dios, incluso en aquellos que han vivido un fracaso o que se encuentran en las situaciones más contrastadas”. ¿Qué le parece?
Creo que perder la comprensión de los fundamentos de la pareja y de la familia sería pretender avanzar sin brújula, guiado solo por una compasión afectiva condenada a volcarse en un sentimentalismo irreal. Por ejemplo, es una verdad ineludible el que todos los cristianos vivimos bajo la ley de Cristo y que a todos se aplica la indisolubilidad del matrimonio. No hay pues una “gradualidad de la ley”, una finalidad moral que variaría según las situaciones del sujeto. Sin embargo, no es negar o relativizar esta verdad el pedir a los que no consiguen seguir este mandamiento de Cristo que no añadan al pecado de infidelidad el de injusticia, por ejemplo, no pagando la pensión alimenticia después de un divorcio civil. Como decía el rey de Francia Luis XV a un cortesano que se burlaba de él porque no comía carne el viernes: “No es porque se hace un pecado que hay que hacer dos”. Aquí es donde se sitúa la “ley de gradualidad” que invita a las personas que, de hecho, no son capaces de romper de golpe con el pecado a salir progresivamente del mal, empezando por hacer la parte de bien (todavía insuficiente pero real) del que son capaces. Hay aquí una casuística que corresponde al ejercicio progresivo del bien y que no contradice en nada el principio que exige que, específicamente, la ley natural y la ley de Cristo se apliquen igualmente a todos los cristianos.
—¿Hay pues que evitar una pastoral del “todo o nada”?
Esto es. La pastoral del todo o nada parece más “segura” a los teólogos “tucioristas”, pero conduce inevitablemente a una “Iglesia de puros”. Al valorizar ante todo la perfección formal como un fin en sí, se corre desgraciadamente el riesgo de recubrir de hecho bastantes comportamientos hipócritas y “farisaicos”. El discernimiento del Papa de los Ejercicios Espirituales le lleva inevitablemente a poner el dedo en esta llaga. Como un buen médico, prefiere arriesgarse a hacer daño antes que dejar que el mal del orgullo espiritual se esconda debajo de un bien formalmente virtuoso.
El discernimiento tan penetrante del Papa, en lo que toca a la dinámica personal de nuestros actos humanos, no puede ser confundido banalmente con un relativismo. Sería insensato confundir la “ley de gradualidad”, la cual orienta un ejercicio progresivo y siempre finalizado del acto libre hacia la virtud, con el relativismo subjetivista de una “gradualidad de la ley”. La encíclica Veritatis splendor de san Juan-Pablo II ha cerrado definitivamente en la Iglesia la entrada de este callejón sin salida. Pero ha dejado abierto el taller del ejercicio prudencial del acto libre de un pecador que, salvo gracia excepcional, no se moraliza de golpe.
—Se comprende bien la preocupación de ese Papa frente al desarrollo del individualismo y del subjetivismo en materia moral. En la encíclica hay palabras que exigen una lectura atenta y sabia.
Un buen ejemplo de esto es el n°52, donde podemos leer: “Los preceptos negativos de la ley natural son universalmente válidos: obligan a todos y cada uno, siempre y en toda circunstancia. En efecto, se trata de prohibiciones que vedan una determinada acción semper et pro semper, sin excepciones”. Santo Tomás, en efecto, distingue las certezas y los métodos especulativos de los métodos y de las certezas morales. En las cosas especulativas, la verdad no tiene ninguna excepción, ni en los casos particulares ni en los principios generales. La razón práctica, es decir la moral, se ocupa por su lado de realidades contingentes. Los principios generales son siempre universales, pero cuanto más se entra en las cuestiones particulares, más excepciones se encuentran. Siempre en la Suma Teológica, santo Tomás afirma más adelante que pueden haber modificaciones en la ley natural, en tal caso particular y como excepción por ciertas causas especiales.
—La pregunta que se hace uno entonces es: ¿Quién determina les excepciones? Necesitamos comprender mejor, con imágenes más claras que nos hablen de nuestro caminar.
Habla usted de imágenes y yo tengo una en la mente que me parce muy eficaz. No sonría: el GPS, o navegador. Cuando tenemos que ir a algún sitio, introducimos una dirección en el navegador. ¿No es eso?
—Así es. ¿Pero a qué viene aquí el GPS?
Déjeme decírselo. La premisa teórica para la utilización de esta metáfora es que los principios morales que conciernen los fines inherentes al ser humano no son metas que cada uno escoge para sí mismo como quiere. Ellos expresan de hecho finalidades de la vida humana que son intermedias con respecto al fin último que es Dios mismo. La Iglesia los discierne de manera progresiva, homogénea e irreversible en el desarrollo de su doctrina moral. Pero esta finalidad afecta a cada ser humano, a la vez en su naturaleza y en su gracia, atrayéndole hacia Dios en su libertad personal. Si respondiéramos todos como la Virgen María, nuestra vida correspondería al primer itinerario que el GPS nos indica para ir en la dirección indicada.
—Mi experiencia, efectivamente, es que a veces tomo un mal camino, pues no comprendo bien las indicaciones del GPS, o porque estoy distraído o bien porque la carretera está cortada.
Es exactamente lo que le iba a decir. Sabemos que “todos han pecado” (Rom 5, 12) y que, como dice santa Teresa de Lisieux, “somos todos capaces de todo”. Somos pecadores y ciertamente no respondemos como la Virgen María. ¿Pues bien, qué hace el GPS cuando nos desviamos del itinerario indicado para llegar a la dirección? No nos pide que volvamos a nuestro punto de partida para volver a tomar el primer camino que nos había indicado. Nos propone un itinerario alternativo a partir de la situación en la cual nos encontramos.
—Sí, es cierto, ahora comprendo.
Ahora bien: de manera análoga, cada vez que nos desviamos por nuestro pecado, Dios no nos pide volver a nuestro punto de partida, pues la conversión bíblica del corazón (metanoia) no es una vuelta (epistrophè) platónica al comienzo, sino que Dios nos reorienta hacia sí mismo trazándonos una nueva ruta hacia él. Hay que subrayar que, igual que la dirección no cambia en el GPS, los fines morales tampoco cambian en el gobierno divino. Lo que cambia (¡y cómo!) es el itinerario de cada persona en su libre caminar hacia Dios. Pensemos en los numerosos itinerarios alternativos que el GPS divino debió indicar al Buen Ladrón antes del último y supremamente dramático de la cruz.
—Le doy las gracias por esta imagen muy eficaz con su fuerza de explicitación. Michael Fuller, teólogo y químico orgánico, ha escrito que los teólogos pueden observar útilmente las evoluciones tecnológicas para descubrir qué metáforas y qué analogías pueden enriquecer el pensamiento teológico. La imagen que ha utilizado es una de ellas. Usted ve pues así el valor y el significado verdadero de la ley de gradualidad como dinámica de la conversión personal, ya que indica cada vez un camino personal que sin embargo sigue estando siempre finalizado por los mismos fines morales y teologales.
Usted lo sabe bien como jesuita. Es eso mismo a lo que tiende el carisma ignaciano de “ayudar a las almas”. Ese carisma de ayuda se manifiesta en el comportamiento y en las palabras del Papa Francisco. Yo lo veo como una cooperación con la Providencia divina que nos alcanza cada vez en lo concreto de nuestra situación personal, a la vez interior y exterior. Por eso, perder de vista esa manera misericordiosa con que Dios nuestro Padre nos dirige, es desencarnar las finalidades morales haciendo de ellas un cuerpo de doctrina ideal de tipo platónico que no nos alcanza en nuestra vida. Corre el peligro que lo defendamos sobre todo por motivos no evangélicos, como autoafirmarnos (a nosotros mismos y a nuestro mundo) condenando a los débiles que no consiguen aplicarlo. Esto significa principalmente olvidar que la moral que enseña la Iglesia es una sabiduría práctica que da vida, no un “fariseísmo” que se autojustifica juzgando a los otros. Esto implica correr el riesgo de ser visto por los no creyentes, incluso de buena voluntad, como una secta con convicciones fanáticas.
—Indudablemente, lo que usted dice tiene consecuencias y proyecciones en la vida cristiana, en, por ejemplo, la manera de comprender el testimonio cristiano, incluso el de los movimientos de Iglesia, y la forma de la misión que justamente no tiene que convertirse en fanatismo.
Así es. Partamos de esta consideración: el papa san Juan-Pablo II, de manera profética, y el papa Benedicto XVI, de manera magistral, han suscitado el uno y el otro lo que se ha llamado la “generación JMJ”, le generación de las Jornadas Mundiales de la Juventud. Esta ha sido particularmente emblemática y activa por su papel dinámico de “minoría significativa” que propone un comportamiento moral alternativo al relativismo permisivo de las sociedades post-cristianas. No obstante, después del tiempo en que los Papas han animado el nacimiento y el primer crecimiento de esta generación, llega el momento del discernimiento, exigido entre otras cosas de manera urgente por las crisis que han afectado a bastantes de estos movimientos y comunidades. En efecto, nacidos en sociedades post-cristianas, llevan algunos rasgos de la mentalidad a la que sin embargo se oponen en el terreno de la moral de la familia y de la vida: aunque solo sea la preocupación por la eficacia y la visibilidad, que puede llevar a comportamientos de marketing espiritual, de búsqueda de lo espectacular y de un culto de lo juvenil que se opone a la generación anterior, la del Concilio Vaticano II, a veces en nombre de un tradicionalismo, por cierto, más soñado que real. El discernimiento ignaciano del papa Francisco no ha dejado de señalar en su conducta rasgos que corregir para que el profetismo de su testimonio, a menudo admirable y a veces heroico, no se vea contaminado subrepticiamente por motivaciones no evangélicas. Lo más grave sería dárselas de ejemplo arrogante de virtud familiar ante los otros, juzgando implícitamente a los que no consiguen vivir como ellos, y ser incapaces de reconocer y de acoger la parte de bien que hay a pesar de todo en la vida de estos, en vez de ayudarles a llevar su carga como pide san Pablo (Ga 6, 2).
—Constato sin embargo que algunas voces se declaran inquietas acerca del respeto a la doctrina. Me refiero, por ejemplo, a la manera con que han sido recibidas las discusiones sinodales. He participado al Sínodo y puedo testimoniar que ni un solo instante la doctrina ha sido puesta en tela de juicio. Todo lo contrario, un elemento interesante del Sínodo ha sido justamente la libertad de discutir sin “poner en tela de juicio”. Más allá del debate correcto y libre, observo sin embargo con preocupación que alguna persona y algún grupo se expresan con acentos violentos, agresivos, ruidosos. Uno de los puntos que ha inquietado a algunos, por ejemplo, es el que se haya dicho que puede haber algún bien humano incluso en las personas que viven en situaciones irregulares.
Es en efecto significativo que uno de los puntos que ha suscitado más revuelo, es la afirmación que puede haber algún bien en personas que viven en uniones de hecho que, o no son asimilables al matrimonio, como las uniones homosexuales, o que solo realizan imperfectamente sus requisitos, como las uniones civiles en las cuales hay uno o dos divorciados. En esta reacción se puede apreciar cómo un cierto jansenismo puede infiltrase en los que desean una “Iglesia de puros”.
—¿Qué diría hoy santo Tomás de Aquino?
Para san Agustín, que se opone al pelagianismo, sin la gracia —ya sea en pensamiento, en voluntad, en amor o en acción— los hombres no pueden hacer absolutamente nada bueno. Santo Tomás, él, aunque está de acuerdo con san Agustín sobre la imposibilidad de una vida moralmente buena sin la gracia, tiene una posición mucho más matizada al distinguir la moralidad de la existencia personal, de la de tal o cual de los actos de la persona. En el tratado de la fe de la Suma Teológica, se pregunta si toda acción de los infieles es un pecado. Contesta lo siguiente, fundándose en el caso del centurión Cornelio en Hechos 10, 31: “Las acciones de los infieles no son todas pecados, pero algunas son buenas”. Y precisa que, puesto que “el pecado mortal no estropea totalmente el bien de la naturaleza”, “el infiel puede también hacer una buena acción en aquello que él no relaciona con la infidelidad como con un fin”. Para santo Tomás, aunque sin la gracia no podemos hacer “todo el bien” que está en nuestra naturaleza, pues está herida al no estar ya ordenada a su fin último, podemos sin embargo hacer actos moralmente buenos en tal o cual aspecto de nuestra vida, sin que esta se vuelva por eso moralmente buena en su finalidad personal. Esto permite comprender por ejemplo la paradoja de esos criminales que pueden comportarse en algunas ocasiones como buenos padres de familia.
—Hablamos de lo que santo Tomás y la teología clásica llaman la “gracia operante”, por la cual Dios conduce al pecador a la justificación, pudiendo este último también rechazarla. Uno piensa en lo que dice el Concilio de Trento en su decreto sobre la justificación.
Santo Tomás reconoce que la justificación no es milagrosa y que su preparación puede necesitar tiempo y una colaboración por parte del hombre. Esta, si no nos merece la gracia, constituye sin embargo una cooperación con la gracia operante bajo la moción de esta para disponer el alma a la justificación. Como la gracia operante previene a todo hombre que Dios quiere salvar, esta preparación a la justificación, por muy poco que los pecadores se dejen disponer, produce sin cesar, apoyándose sobre lo que en su humanidad está menos estropeado, actos buenos que, sin ser meritorios pues no están todavía movidos por la caridad, mantienen por la misericordia de Dios trozos de bien natural en las personas, en las familias y en las sociedades.
—Usted mantiene que es así como hay que entender y explicar la afirmación hecha en el Sínodo de los obispos que ha inquietado a los partidarios del “todo o nada”.
Exactamente. La teología de la preparación progresiva a la justificación y de lo que hemos llamado el GPS divino permite dar una interpretación de la “ley de gradualidad” que la pone al abrigo de ser interpretada como una gradualidad de la ley en una “moral de situación” subjetivista que el magisterio ha rechazado. Permite también comprender que, no estando la persona humana determinada por sus condicionamientos, los hombres pueden responder a la gracia salvadora de Cristo que los atrae hacia la caridad, incluso cuando están en estructuras mentales y sociales imperfectas con respecto a la verdad. Los seres humanos pueden caminar hacia la salvación de Cristo cumpliendo una parte importante de bien moral en una unión imperfectamente matrimonial, e incluso en una unión radicalmente diferente del matrimonio. Si esas personas no son santificadas por estas uniones de hecho, pueden serlo en estas uniones por todo lo que en ellas dispone a la caridad a través de la ayuda recíproca y de la amistad. Todos los que han frecuentado a divorciados casados civilmente o a parejas homosexuales, han podido constatar esa abnegación a veces heroica. ¿En qué el negar esto hará más fuertes nuestras certezas y nuestro testimonio a la verdad?
—El punto más importante de lo que usted dice es que, nosotros los católicos, debemos encontrar una manera positiva de afirmar nuestras certezas morales, en vez de detenernos en el juicio, el cual resbala tan fácilmente del acto a su autor. Si nosotros creemos de verdad que el camino que nos traza la Iglesia siguiendo a Cristo es un camino de vida y de auténtica felicidad, nuestra certeza no tiene necesidad de condenar y de rechazar a los que no la comparten o que no consiguen vivir en conformidad con ella.
En efecto, no se ve en qué una pastoral más misericordiosa con los “débiles” podría hacer que las parejas “fuertes” y a veces heroicas puedan sentirse mofadas o despreciadas. Si fuese el caso, sería que su virtud está demasiado fundada en la autosatisfacción, y por consiguiente es una “obra muerta” pues está privada de caridad. La caridad se expresa al contrario en misericordia, siendo capaz de acercarse fraternalmente al que avanza a tientas por el camino de su vida, de reconocer la parte de bondad que permanece en él y de llevar con él un poco de su carga. ¿No es a esto a lo que nos llama el papa Francisco en estos estupendos Ejercicios Espirituales que, como buen jesuita, nos está dando cada día?
—En el tiempo que nos separa del próximo Sínodo, nosotros los creyentes debemos rezar para que la Iglesia encuentre cómo dar mejor testimonio de sus certezas, con vigor en lo que toca a la verdad de Cristo, pero sin que esta se convierta en rigidez. Debemos de estar atentos a salvar a los que se pierden en vez de estar preocupados solo en no perder a los que se salvan.
La rigidez doctrinal y el rigorismo moral pueden conducir, incluso a los teólogos, a posiciones extremistas que desafían al sentido de la fe de los fieles, e incluso el mismo sentido común. Una reciente crónica periodística citaba elogiosamente la carta de un teólogo americano, en la cual este profiere esas afirmaciones insensatas sobre la gravedad respectiva de la contracepción y del aborto: “¿Cuál es, en ese caso, el mal más grave? ¿Es el de impedir la concepción —y la existencia— de un ser dotado de un alma inmortal, querida por Dios y destinada a una felicidad eterna? ¿O es el de interrumpir el desarrollo de un niño en el seno de su madre? Ciertamente tal aborto es un mal grave y es calificado por la Gaudium et Spes como un “crimen abominable”. Pero existe sin embargo un niño que vivirá eternamente. En cambio, en el primer caso, un niño que Dios quería hacer venir al mundo no existirá”. Con tal razonamiento se considera pues el aborto como más aceptable que la contracepción. ¡Increíble!
—Sí, yo comparto su juicio. Yo también he leído esas palabras y he quedado choqueado por su carácter lúcidamente insensato.
No es una casualidad si ese razonamiento procede de un representante de la parte más dura de la corriente “tuciorista”, opinión por cierto condenada por el Santo Oficio en 1690, que se opone al enfoque mucho más matizado del papa Francisco, el cual toma más en cuenta los casos particulares. Pienso que esta misma corriente ha pedido que fuese retirada en el Sínodo de 2014 la referencia a la “ley de gradualidad”, la cual tiene ciertamente que ser distinguida de una “gradualidad de la ley” en su especificación. Esta ley se encontraba sin embargo ya mencionada en la exhortación apostólica post-sinodal de san Juan Pablo II Familiaris consortio (1981), y es aplicada en la práctica por todos los confesores y directores espirituales que quieren acompañar pastoralmente a los que san Juan Pablo II llamaba los “heridos de la vida”.
—Y me parce que ese razonamiento es semejante al de aquellos que ya se habían escandalizado cuando misioneras, expuestas en ciertas partes del mundo en guerra al peligro de ser violadas, recibieron la autorización de tomar la píldora contraceptiva. Según ellos, toda relación sexual, sean cuales sean sus circunstancias, incluso de violación, tiene que permanecer abierta a la fecundidad, porque Dios puede querer de esta manera hacer venir una nueva alma a la vida.
Sí, son los mismos que han pedido que san Juan Pablo II, en su encíclica Veritatis splendor (1993) proclamase como dogma de fe que “matar a un inocente es siempre un crimen, sean cuales sean las circunstancias del acto”. Juan Pablo II no lo hizo pues no admitiendo una fórmula dogmática irreformable, sin consideraciones ni excepciones; habría por el hecho mismo deslegitimado la doctrina católica de la legítima defensa, esta última pudiendo conllevar la muerte de inocentes en actos de doble efecto que ocasionan daños colaterales. Es siempre la misma corriente la que ha criticado más recientemente la opinión personal de Benedicto XVI en su libro no-magisterial La luz del mundo (2010), porque había dicho a propósito del preservativo: “Puede haber casos justificados singulares, por ejemplo cuando un prostituto utiliza un preservativo, y éste puede ser el primer paso hacia una moralización, un primer acto de responsabilidad para desarrollar de nuevo la conciencia sobre el hecho de que no todo está permitido y de que no se puede hacer todo lo que se quiere”. Para los contrarios al papa Ratzinger, el preservativo es intrínsecamente malo independientemente de toda consideración de las circunstancias de su utilización.
—Se observa el mismo miedo ante toda consideración de las circunstancias en los casos excepcionales, por temor “tuciorista” de que eso pueda debilitar la obediencia a la sana doctrina general…
No hay de ninguna manera que suprimir por “tuciorismo” la gradación entre las diversas faltas morales; ni tampoco, como se ha visto antes, declarar más grave el pecado que es menor bajo el pretexto de que está más difundido y que en consecuencia puede llevar socialmente a aceptar el primero. Es una forma de “consecuencialismo” social, tan detestable como el “consecuencialismo” individual condenado por la Veritatis splendor. Lleva a profesar una aberración manifiesta. No, la posición más rígida no es la más segura.
—¿Pero entonces, según usted, es acaso verosímil que el Sínodo de los obispos pueda en definitiva representar un riesgo para la doctrina católica del matrimonio y de la familia confirmada por san Juan Pablo II y por Benedicto XVI?
Es totalmente inverosímil. El Papa busca de manera manifiesta a que la justicia vaya acompañada por una aplicación más equitativa de la ley y que la firmeza de los principios vaya de la mano con la misericordia hacia las personas en su itinerario personal. Cuando santo Tomás en el tratado de la justicia de la Suma Teológica habla de la equidad, la llama, siguiendo a Aristóteles, epieikeia, palabra que en el Nuevo Testamento ha tomado el significado de moderación (Filip. 4, 5) y de indulgencia (1 Pe 2, 18); la presenta como “la parte más eminente de la justicia legal”. Y explica: “Porque los actos humanos sobre los que se promulgan leyes consisten en casos singulares y contingentes, variables al infinito, ha sido siempre imposible instituir una regla general que no tenga nunca una falla. Por eso los legisladores, atentos a lo que sucede más a menudo, han promulgado las leyes en este sentido. No obstante, en ciertos casos, observarlas va en contra de la igualdad de la justicia y contra el bien común que busca la ley”. En esos casos, dice santo Tomás, “el bien consiste, desatendiendo la letra de la ley, en obedecer a las exigencias de la justicia y del bien público”. Pertenece al Sínodo y al Santo-Padre decir hasta dónde la Iglesia puede ir para ayudar a los casos particulares de los náufragos del matrimonio en una línea en la que la equidad se hace más netamente epieikeia, es decir, según el Nuevo Testamento, indulgencia.
—Usted ha sido sacerdote en parroquia, tiene la experiencia. ¿Sugiere usted que se tome en consideración algún caso concreto y específico que no podría beneficiarse de la equidad estricta de la cual acabamos de hablar?
Sí, pienso en una pareja de hecho, en la cual uno de ellos ha estado antes casado, una pareja con niños y con una vida cristiana efectiva y reconocida. Imaginemos que el que ha estado casado ha sometido su matrimonio a un tribunal eclesiástico, el cual ha concluido que le era imposible pronunciar la nulidad del matrimonio por falta de pruebas suficientes; pero esta persona está convencida que fue nulo a pesar de no tener manera de probarlo. Sobre la base de testimonios de su buena fe, de su vida cristiana y de su adhesión a la Iglesia y al sacramento del matrimonio, en particular por parte de un sacerdote experimentado que los acompañe, el Obispo diocesano podría admitirlos a la eucaristía sin pronunciar una nulidad de matrimonio. Extendería así a estos casos una derogación excepcional, en consideración de su buena fe, que la Iglesia otorga ya a las parejas que se comprometen a vivir en continencia. Notemos que en este último caso se trata ya realmente de una epieikeia, pues si la continencia quita el pecado de adulterio, no suprime por eso la contradicción entre la ruptura conyugal con formación de una nueva pareja —con lazos afectivos y de vida común— y la eucaristía.
—¿Qué otro caso quiere proponerme?
El otro tipo de situación es indudablemente más delicado. Es del de una pareja de hecho en la cual, después del divorcio y del matrimonio civil, uno de los dos o los dos han experimentado una conversión a una vida cristiana efectiva, de la cual puede dar testimonio, entre otras personas, un padre espiritual. Creen sin embargo que el matrimonio sacramental fue realmente válido y, si estuviese en su poder, intentarían reparar su ruptura, pues tienen un arrepentimiento sincero; pero tienen niños y además no se sienten capaces de vivir en continencia. ¿Qué hacer en este caso? ¿Acaso hay que exigir de ellos una continencia que, en su caso, sería temeraria sin un carisma particular del Espíritu?
—En los dos casos particulares que ha examinado, me parece que no se trata de eludir la indisolubilidad del matrimonio. Al contrario, en estos dos casos específicos, las personas concernidas reconocen y aceptan la indisolubilidad del matrimonio sacramental, y no tienen ningún desprecio de la ley. No piden a la Iglesia que reconozca a su pareja como matrimonio, sino solo que se les permita proseguir de la mejor manera posible su vida cristiana gracias a una vida sacramental más completa.
Para la Iglesia se trataría pues de una derogación excepcional de una disciplina tradicional, fundada desde luego sobre la altísima conveniencia sacramental entre eucaristía y matrimonio; derogación debida ya sea a una duda verosímil sobre la validez del matrimonio sacramental, ya sea a un retorno imposible, de facto pero no de deseo, a la situación matrimonial anterior al divorcio. En los dos casos, esta derogación intervendría en favor de una vida cristiana sólidamente establecida. Esta epieikeia de indulgencia iría en el sentido de la oikonomía de los Padres de la Iglesia entre los siglos I y V, antes de que la presión mundana de los emperadores bizantinos la hiciera extenderse en Oriente (Concilio in Trullo, siglo VII) hasta admitir las segundas nupcias de los divorciados.
Estos casos dolorosos son relativamente poco frecuentes. Numerosos son en cambio los casos de parejas muy marginales con respecto a la vida cristiana y a la práctica religiosa que reclaman con gran clamor mediático un cambio de la disciplina de la Iglesia con respecto a los divorciados que se han vuelto a casar, sobre todo para que esta dé un reconocimiento social a su nueva unión, aceptando de una u otra manera el principio de la segundas nupcias después del divorcio. Legislar para ellos, corriendo el riesgo de comprometer el sentido del matrimonio fiel e indisoluble, que muchas parejas cristianas viven no sin esfuerzo, sería alentar otra forma de “mundanidad espiritual” que discierne tan acertadamente el Santo Padre. La definiría como “mundanidad religiosa”.
—¿Cuál es la actitud pastoral adecuada?
“Tener el espíritu duro y el corazón tierno”. Estas palabras tan conocidas de Jacques Maritain a Jean Cocteau, que usaba la heroica Sophie Scholl en 1943 antes de ser ejecutada en una prisión nazi, me vienen a la mente a propósito del Sínodo de los obispos. En relación con este quisiera desarrollar la metáfora de Maritain y decir a mi vez a los católicos: No tengamos ni el espíritu duro con un corazón seco, ni el corazón tierno con un espíritu blandengue. Pues son estas dos actitudes las que tienden hoy a enfrentarse en una dialéctica estéril.
—Por otra parte, parece que a algunos no les ha parecido necesario que el Sínodo recordase de nuevo los fundamentos, naturales y sobrenaturales, del matrimonio y de la familia, asumidos y enseñados por el Magisterio anterior.
Quizás los consideren como suficientemente conocidos o incluso demasiado machacados en el pasado; pero aparece en filigrana a través de lo que dicen, que de hecho los encuentran molestos y “demasiado teóricos”, pues temen que entorpezcan la actitud compasiva de la conducta pastoral. Por esto se ven a su vez sospechados de favorecer el relativismo moral de los partidarios de la línea doctrinal. Estos a su vez son víctimas de otro miedo: que la Iglesia pueda abandonar esas verdades fundamentales. En el contexto confuso de nuestras sociedades occidentales, estas personas miedosas no quieren que el Magisterio, ocupado con la profusión de casos excepcionales, corra el riesgo de debilitar los principios en el alma de los fieles. Estos son, por su lado, sospechados por los otros de formalismo idealista y desconectado de la vida y del sufrimiento de los hombres.
Fuentes:
La Civiltà Cattólica / Revista Mensaje