Tres miradas a ‘La alegría del Evangelio’

Tres teólogos sobre Evangelii Gaudium

10.00 p m| 28 ene 14 (VIDA NUEVA/BV).- Tres reconocidos teólogos comparten algunas de las reflexiones que les ha sugerido la lectura de la exhortación apostólica Evangelii gaudium, considerada ya por muchos como la hoja de ruta del Papa Francisco al frente de la Iglesia católica.

De sus respectivos comentarios se deduce que este documento no solo marcará el pulso y el curso del actual pontificado, sino que traza las grandes líneas de lo que supone ser cristiano en el mundo de hoy.

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Lo mejor de “La alegría del Evangelio”
José Ignacio González Faus, responsable del área teológica de Cristianismo y Justicia

El alma de la pasada exhortación del Papa Francisco sobre la alegría del Evangelio me parece que radica en esta frase: “El Evangelio es el mensaje más hermoso que tiene este mundo” (núm. 277). Qué bien dicho: no se trata de tener la razón ni de “la religión verdadera” que está por encima de todo. Se trata de una oferta, de un anuncio que yo también considero el más hermoso que he recibido: la revelación del amor increíble de Dios a los hombres, visibilizado en el envío y la entrega de Su Hijo.

De esa oferta increíble se sigue este párrafo central: “Cada persona humana es digna de nuestra entrega. No por su aspecto, sus capacidades o las satisfacciones que nos brinde, sino porque es obra de Dios, criatura suya. Él la creó a su imagen y refleja algo de su gloria. Todo ser humano es reflejo de la ternura infinita del Señor y Él mismo habita en su vida… Más allá de toda apariencia, cada uno es inmensamente sagrado y merece nuestro cariño y nuestra entrega. Por eso, si logro ayudar a una sola persona a vivir mejor, eso ya justifica la entrega de mi vida” (núm. 274, subrayado del original). He aquí el meollo del cristianismo.

Y de este venero tan rico, brota un hilo conductor del texto que me parece estar en la igualdad entre todos los seres humanos y que Francisco prefiere expresar con la palabra “equidad”, la cual ayuda a percibir mejor cómo toda desigualdad, toda inequidad es una auténtica iniquidad.

Curiosamente, y siguiendo la misma intuición que movió al Vaticano II (en la constitución sobre la Iglesia en el mundo), esto le lleva a la raíz última de casi todas las desigualdades, que está en el campo económico. Y le inspira algunas de las formulaciones más diáfanas y valiosas de todo el documento. Esa radicación en lo económico actúa en dos niveles: uno más primario, que se expresa en una serie de consideraciones globales sobre la realidad de pobres y enfermos (protagonistas de los evangelios, no lo olvidemos).

El otro que concreta lo dicho sobre los pobres con algunas reflexiones sobre nuestro (des)orden económico tan profundamente empobrecedor. Si algún piadoso cree que eso es un reduccionismo materialista, recuerde la frase de N. Berdiaeff que no deberíamos cansarnos de repetir y que parece animar todo el documento: “El pan para mí es un problema material; el pan para mi hermano es un problema espiritual”. Luego, estas consideraciones hacia fuera implicarán otras hacia dentro que diseñen cómo debemos ser nosotros y la Iglesia para poder realizar esa misión:

1. Los pobres

“El kerygma tiene un contenido ineludiblemente social” (núm. 177).  Es decir: “Existe un vínculo inseparable entre nuestra fe y los pobres”, el cual nos debe llevar a “privilegiar no tanto a los amigos y vecinos ricos, sino sobre todo a los pobres y enfermos, a esos que suelen ser despreciados y olvidados, a aquellos que no tienen con qué recompensarte” (núm. 48).

Si las cosas son así, y lo son, se sigue una advertencia estremecedora para todas las gentes religiosas: “Hacer oídos sordos al clamor de los pobres, cuando nosotros somos los instrumentos de Dios para escuchar al pobre, nos sitúa fuera de la voluntad del Padre” (núm. 187). Sin una opción preferencial por los pobres, todo anuncio del Evangelio corre el riesgo de ser incomprendido y de ahogarse en ese “mar de palabras al que la sociedad de la comunicación nos somete cada día” (núm. 199).

2. El desorden económico

Es fácil predecir que las consecuencias económicas del apartado anterior van a resultar explosivas. Si matar es pecado, hay que proclamar que “nuestra economía mata” y excluye: “No puede ser que no sea noticia un anciano que muere de frío en la calle y que sí lo sea una caída de dos puntos en la bolsa… No se puede tolerar que se tire comida cuando hay gente que pasa hambre” (núm. 53).

Pero así es ya, sí se tolera. Sin citarlos, se encara aquí Francisco con todos los defensores de la teoría del “goteo” (del derrame, en lenguaje del documento), según la cual, cuando los ricos tienen mucho, rebosan de sus copas bienes suficientes que alimentan a los pobres. Según el obispo de Roma, “esa opinión, que jamás ha sido confirmada por los hechos, expresa una confianza burda e ingenua en la bondad de quienes detentan el poder económico y en los mecanismos sacralizados del sistema económico imperante” (núm. 54).

La realidad es, más bien, que “mientras las ganancias de unos pocos crecen exponencialmente, las de la mayoría se quedan cada vez más lejos del bienestar de esa minoría feliz”. Y eso es “¡la negación de la primacía del ser humano!” (núm. 55).

Ante esta situación, el Papa reclama “un cambio de actitud enérgico por parte de los dirigentes políticos” (núm. 58), y avisa que, sin ese cambio, “será imposible erradicar la violencia que tarde o temprano provocará su explosión” (núm. 59): porque “la inequidad genera una violencia que las carreras armamentistas no resuelven ni resolverán jamás” (núm. 60). No aduce, por inútiles, las lógicas consideraciones morales contra esa evidencia: simplemente, dice que será inevitable.

3. Una mística imprescindible

Por supuesto, Francisco sabe bien que, en todo lo anterior, hay mucho más que imperativos éticos. Se necesita una verdadera experiencia espiritual del valor absoluto de cada persona, junto a la fuerza que suele brotar de toda mística auténtica. Por ejemplo, “la vuelta a lo sagrado y las búsquedas espirituales que caracterizan a nuestra época son fenómenos ambiguos” (núm. 89), porque “se debe rechazar la tentación de una espiritualidad oculta e individualista, que poco tiene que ver con las exigencias de la caridad y con la lógica de la encarnación” (núm. 262). Pues  “la contemplación que deja fuera  a los demás es un engaño” (núm. 281).

4. Una Iglesia para esa misión

Tras estas reflexiones “misioneras”, siguen otras sobre la Iglesia hacia dentro, que reclaman “una impostergable renovación eclesial” (núm. 27). Esta reclama, empalmando con lo anterior, que “todos los cristianos, también los pastores, están llamados a preocuparse por la construcción de un mundo mejor” (núm. 183). Más el reconocimiento de que existen en la Iglesia “unas estructuras y un clima poco acogedores”, que contribuyen a que “parte de nuestro pueblo bautizado no experimente su pertenencia a la Iglesia” (núm. 63).


La renovación eclesial pasa por el Evangelio

Josep M. Rovira Belloso, profesor emérito de la Facultad de Teología de Cataluña

Evangelii Gaudium es la síntesis de todas las florecillas que el Papa ha dicho o realizado, aquí y allá, en estos meses de pontificado, reunidas en una exhortación apostólica muy cercana en rango a una encíclica papal. Ahora ya nadie podrá decir que el contexto no permite tomar al pie de la letra lo que el Papa ha dicho de paso, seguramente con otras palabras, dichas en el avión.

No es nada original decir que la exhortación se presenta como el programa del Papa Francisco. Este programa pone de relieve un tema con muchísimas variaciones: la renovación eclesial coincide con una Iglesia que escucha a fondo el Evangelio de Jesús y, por tanto, es fiel a su misión evangelizadora. Cada cristiano encontrará el don del sentido de la vida si es fiel al testimonio evangelizador, fruto de vivir la Palabra de Dios que es Jesucristo y de expresarla con palabras humanas que nos acercan a la gente.

Para exponer con objetividad las grandes líneas de este programa, no hay más que transcribir algo que el Papa Francisco dice en la Introducción. En efecto, después de ponderar la alegría espiritual que comunica la novedad del Evangelio (núm. 14), expone estas grandes líneas:

– Reforma de la Iglesia a partir de su misión evangelizadora.
– La Iglesia ha de entenderse en consecuencia como la totalidad del Pueblo de Dios que evangeliza.
– Inclusión social de los pobres en la sociedad y en la Iglesia.
– La paz y el diálogo social.
– Las motivaciones espirituales para la tarea misionera.

Sin olvidar, por fin, las tentaciones de los evangelizadores y la homilía de los ministros. La homilía es importantísima: merece estar entre los grandes ejes de la exhortación. Ahora destacaré una serie de puntos significativos, importantes. Los señalaré también con objetividad, puesto que los acompaño con palabras mismas del Papa; pero con cierta subjetividad, porque elijo los que me han impactado:

1. Colegialidad. Sinodalidad. Una llamada a la colegialidad, entendida en la práctica como “descentralización” (núm. 16). También en el núm.33 se alude a la sinodalidad: “Lo importante es no caminar solos, contar siempre con los hermanos y, especialmente, con la guía de los obispos, en un sabio y realista discernimiento pastoral”.

2. La parroquia. La parroquia se supone que está “en contacto con los hogares y con la vida del pueblo”, para que “no se convierta en una prolija estructura separada de la gente o en grupo de selectos que se miran a sí mismos” (núm. 28).

3. Jerarquía de verdades. Algunas verdades reveladas “son más importantes por expresar más directamente el corazón del Evangelio. En este núcleo fundamental, lo que resplandece es la belleza del amor salvífico de Dios manifestado en Jesucristo muerto y resucitado” (núm. 36), según la jerarquía de verdades enseñada por el Vaticano II, en Unitatis Redintegratio, núm. 11.

4. “En el mensaje moral de la Iglesia también hay una jerarquía, en las virtudes y en los actos que de ellas proceden. Allí lo que cuenta es, ante todo, ‘la fe que se hace activa por la caridad’. Las obras de amor al prójimo son la manifestación externa más perfecta de la gracia interior del Espíritu” (núm. 37). Si no se observa esta armonía evangélica, solo se dará testimonio de algunos acentos doctrinales o morales “sin olor de Evangelio”.

5. Iglesia abierta y misericordiosa. “La Iglesia esta llamada a ser la casa abierta del Padre. Uno de los signos concretos de esa apertura es tener templos con las puertas abiertas en todas partes… Pero hay otras puertas que tampoco se deben cerrar. Todos pueden participar de alguna manera en la vida eclesial, todos pueden integrar la comunidad, y tampoco las puertas de los sacramentos deberían cerrarse por una razón cualquiera”(núm. 47).

6. “La alegría de vivir frecuentemente se apaga, incluso en los países ricos” (núm. 52). He aquí una de las causas: el becerro de oro “ha encontrado una versión nueva y despiadada en el fetichismo del dinero y en la dictadura de la economía sin un rostro y sin un objetivo verdaderamente humano” (núm. 55).


El programa del Papa Francisco

Luis González-Carvajal Santabárbara, profesor jubilado de la Facultad de Teología de la Universidad Pontificia Comillas

Quizás una “parábola” con la que Joseph Bouchaud expresó la impresión producida por Juan XXIII podríamos aplicarla con más motivo todavía al Papa Francisco. Además de algunas adaptaciones obvias, voy a resumirla, porque el texto original tiene cinco páginas:

Había una vez un barco, un viejo y hermoso barco que llevaba mucho tiempo anclado en el muelle. La vida a bordo tenía distinción. Los oficiales estaban ataviados con uniformes de distintos colores –negros los de más baja graduación, violáceos y rojos otros–, a los que algunos habían añadido adornos (capas, armiños, condecoraciones).

Las relaciones entre los mandos superiores y los subalternos se regían por un ceremonial cargado de ampulosos ritos y reverencias. En realidad, la vida a bordo resultaba fácil porque todo cuanto había que hacer u omitir estaba regulado por un reglamento muy preciso que todos observaban escrupulosamente.

Como es lógico, en el barco había también marineros, aunque apenas se les veía en cubierta. Trabajaban en las bodegas y en la sala de máquinas, a pesar de que el cuidado de los motores no era demasiado importante en un navío que no abandona nunca el puerto. Las señoras venerables que paseaban por el muelle se decían unas a otras: “Ese barco es mi preferido; es un barco muy fiel, no se mueve nunca de su sitio”.

Un día se jubiló el capitán y, cumpliendo el reglamento de régimen interno, los oficiales de uniforme rojo se reunieron para nombrar un nuevo capitán y eligieron a uno de ellos, ya de edad avanzada, que subió con cierta dificultad la escalera que conduce al puesto de mando. Y, de repente, se le oyó decir algo que dejó petrificados a todos: “Levad anclas, ¡rumbo a la mar!”. Uno de los oficiales se atrevió a preguntar: “¿Hemos entendido bien? ¿Podría repetir?”. Y el capitán repitió con voz muy clara: “He dicho: ¡rumbo a alta mar!”.

Entre los oficiales se extendió un murmullo que acabó convirtiéndose en clamor: “¡Está completamente loco, se va a hundir el barco!”. En cambio, muchos marineros se alegraron, viendo que se acababa la monotonía.

Cuando la tierra desapareció de la vista se desencadenó una tempestad, y entonces todos cayeron en la cuenta de que el reglamento vigente en el puerto no servía para alta mar. Algunos gritaban, muertos de miedo: “Volvamos al puerto, que nos hundimos”; pero, al fin y al cabo, los barcos están hechos para navegar. Y empezó a cambiar el reglamento.

El programa del Papa Francisco es, en esencia, una pastoral misionera; y una pastoral misionera no espera a que la gente visite el barco, sino que va a buscarla allá donde esté. Dicho como en la parábola de Bouchaud, el barco abandona el puerto y pone rumbo a alta mar.

La Iglesia –dice el Papa– debe ser una comunidad “en salida” (EG, 23). Y no le preocupan los riesgos que pueda correr el barco alejándose del puerto: “Prefiero –dice– una Iglesia accidentada, herida y manchada por salir a la calle, antes que una Iglesia enferma por el encierro y la comodidad de aferrarse a las propias seguridades” (EG, 49).

El Papa Francisco coincide con la parábola en que el reglamento válido para el puerto no sirve para alta mar: “La pastoral en clave de misión pretende abandonar el cómodo criterio pastoral del ‘siempre se ha hecho así’” (EG, 33). “En su constante discernimiento, la Iglesia puede llegar a reconocer costumbres propias, no directamente ligadas al núcleo del Evangelio que pueden ser bellas, pero ahora no prestan el mismo servicio en orden a la transmisión del Evangelio. No tengamos miedo de revisarlas” (EG, 43).

Una Iglesia con rostro amable

Una pastoral misionera requiere también que el barco de la Iglesia resulte acogedor para quienes suban a bordo. La Iglesia –dice el Papa– debe tener las puertas abiertas. “Uno de los signos concretos de esa apertura es tener templos con las puertas abiertas en todas partes” (EG, 47).

Contra el rigorismo moral

“La Iglesia –dice la exhortación apostólica– tiene que ser el lugar de la misericordia gratuita, donde todo el mundo pueda sentirse acogido, amado, perdonado y alentado a vivir según la vida buena del Evangelio” (EG, 114). “La tarea evangelizadora procura siempre comunicar mejor la verdad del Evangelio en un contexto determinado, sin renunciar a la verdad, al bien y a la luz que pueda aportar cuando la perfección no es posible” (EG, 45).

Las últimas palabras me parecen muy importantes, porque a veces lo mejor es enemigo de lo bueno –algo ignorado a menudo durante los pontificados anteriores– y podrían ser liberadoras para muchos que están viviendo situaciones difíciles.

Click aquí para descargar el documento completo de la Exhortación apostólica “Evangelii gaudium” (PDF


Fuente:

Extracto del pliego publicado en la Revista Vida Nueva.

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Buena Voz

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