El amor de Dios nos reconforta en la prisión de nuestros errores (Testimonio)

9.00 p m| 22 oct 13 (SJES/BV).- Presentamos el testimonio de un novicio jesuita que al conocer personalmente el sentir y la historia de conversión de un preso, cumpliendo pena de por vida por doble homicidio, le permitió redescubrir uno de los propósitos de su vida. Se siente inspirado por las palabras de aquella persona y reconoce que él también cometió errores que dañaron la vida de otros, pero nunca le abandonó la gracia del amor de Dios.

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Como parte de un seminario de tres semanas sobre la Doctrina Social de la Iglesia, en abril, los miembros del noviciado jesuita visitaron el Penitenciario del Estado de Luisiana, más conocido como Prisión Angola. Aunque en el pasado he trabajado en un programa que asiste a reclusos puestos en libertad, hasta ese día nunca había tenido un trato con presos. Esa experiencia ha resultado ser uno de los momentos más importantes de mi noviciado.

P. Bernard “Bernie” Papania, el capellán católico de la prisión, a tiempo pleno, se encontró con nuestro grupo en la puerta. Con un grupo de presos seleccionados por él, el P. Bernie está al servicio de 8.200 hombres en la prisión Angola. Tras el chequeo, el P. Bernie nos llevó a una sala donde nos esperaban sus ayudantes. Si no me equivoco, todos ellos estaban cumpliendo sentencias de por vida, al igual que la gran mayoría de los reclusos de la prisión.

Nos presentaron con detalles y pormenores el programa que los reclusos siguen en la prisión, y luego escuchamos una serie de testimonios. Los novicios nos quedamos sorprendidos viendo lo mucho que esos hombres habían crecido en la fe en un entorno sumamente desafiante. La historia de Kevin me llamó particularmente la atención. Kevin es un joven condenado por doble homicidio, que nos habló de su conversión al contemplar un crucifijo durante una noche de insomnio.

Al terminar la sesión, los asistentes del P. Bernie nos llevaron a visitar la prisión. Nos mostraron el invernadero y el negocio de juguetes, y visitamos a un grupo de hombres castigados por haber violado la disciplina. Mientras íbamos hacia el comedor para la comida, empecé a hablar con Kevin. Me dijo más sobre su vida en la prisión y le pregunté lo que había estado guardando en mi corazón toda la mañana.

“Kevin, ¿cómo vives todo esto?”

Se detuvo y me miró. “Algunos días son realmente duros. Sé que voy a morir aquí. Lo único que espero es que pueda cambiar algo en la vida de alguien”.

Le dije lo mucho que me había inspirado. Me sonrió, mirando hacia el suelo, y me comentó que nadie le había dicho eso antes.

Hacia el final de la visita, le pedí a Kevin su dirección para poder seguir conversando con él. Me había quedado sobrecogido por todo lo que había visto y oído. Y experimenté al mismo tiempo una tensión interior: en algún lugar había una familia cuya vida había sido trágica y permanentemente alterada por las acciones de Kevin. A pesar de su conmovedora conversación, una pareja de ancianos había perdido la vida y una familia los seguía echando en falta. ¿Acaso Kevin se merecía el amor y la compasión de alguien? ¿Acaso no merecía otra cosa que sentir sufrimiento por lo que había hecho?

Es evidente que la respuesta es no. Yo tampoco. Algunos de los errores que he cometido han causado un daño enorme a gente muy buena, y no hay nada que va a borrar ese daño. Me moriré encarcelado entre los muros de esas consecuencias irreversibles.

Sin embargo, por alguna incomprensible razón, Dios me sigue queriendo. De alguna manera el amor de Dios ha entrado en los muros de mi propia prisión y me ha abrazado con el amor de mis amigos y de mi familia, de mis hermanos jesuitas, de las personas que me rodean y a quienes sirvo. Yo no merezco su amor, mi prisión hecha de consecuencias irreversibles me lo recuerda, pero es precisamente ese amor no merecido que me convence y me hace decir que la gracia es real y que Dios hace y hará nuevas todas las cosas.

Kevin morirá en la prisión Angola. Yo puedo escoger quererle y querer a otros en su situación, visitarlos y defenderlos cuando sea necesario o puedo escoger ignorar o hasta odiarlos. Lo que hago no devolverá la vida a las personas que ellos han matado, ni derribará los muros que cada día recuerdan a esos hombres lo que han hecho. Pero lo que hago podría determinar si llegan o no a conocer el amor totalmente inmerecido de Cristo que yo he conocido. ¿Cómo puedo sentir algo que no sea un deseo apasionado de que ellos también experimenten ese amor con todo lo que tiene de misericordia, compasión y ternura?

El día terminó con una misa. Antes del comienzo de la liturgia, al sentarnos en la silenciosa capilla de la prisión, alguien se acercó al altar y se puso de puntillas para encender el cirio pascual. Es el cirio que da testimonio de que Cristo está vivo, que nos sigue queriendo y nos perdona, a todos, también a los que hemos construido los muros de nuestra propia prisión. El acólito, un asesino, volvió al banco y todos nos preparamos a recibir el cuerpo crucificado y resucitado de nuestro Señor.

Chris Kellerman, SJ


Fuente: SJES Headlines

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