¿Una Iglesia ‘acartonada’ o una Iglesia renovada y llena de esperanza?
11.00 p m| 17 oct 13 (VIDA NUEVA/BV).- La alternativa es clara. Son dos realidades muy diferentes y dos proyectos, dos actitudes, dos resultados. No es lo mismo tomar partido por un pasado estático que apostar por un futuro lleno de vida, aunque arriesgado. Todos nosotros tenemos la palabra. Podemos elegir entre las dos opciones. El Papa Francisco ya nos ha mostrado cuál es su elección.
Desde el momento en que fue elegido obispo de Roma, no ha dejado de sorprendernos con hechos y palabras que, en línea de humildad, pobreza y transparencia, apuestan claramente por una renovación a fondo de toda la Iglesia; y todo ello, en la línea de seguir más de cerca a Jesucristo, el “autor y perfeccionador de la fe”. Buena Voz presenta un extracto del pliego publicado en la Revista Vida Nueva: “¿Una Iglesia “acartonada” o una Iglesia renovada y llena de esperanza?”, de Eusebio Hernández Sola.
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Nos sorprendió al elegir el nombre de Francisco y su modo de presentarse en público, poniendo a toda la Plaza de San Pedro en oración; nos sigue sorprendiendo con su exquisita sencillez en su forma de vivir y con muchos gestos.
El peligro está en acostumbrarnos a sus admirables detalles –totalmente naturales y espontáneos para él– y no saber leer el significado y el hondo calado de los mismos. Otro peligro no menor, que nos amenaza gravemente, consiste en cruzarnos de brazos, esperando pasivamente a que el Papa prodigue gestos, tome iniciativas y adopte decisiones, mientras nosotros dejamos que él se arriesgue sin que seamos capaces de dar ni un solo paso.
En la Isla de Lampedusa, al denunciar lo que él llamó “la globalización de la indiferencia”, dejó marcada una innovadora hoja de ruta, no solo para la Iglesia, sino para la humanidad entera. Allí nos dijo que es necesario y urgente volver los ojos y el corazón hacia los más desfavorecidos, aunque hayan sido ya clasificados como “descartables” por el sistema económico vigente.
Un modo peculiar de defenderse y de justificar la inercia y la falta de iniciativa renovadora que padecemos –hay que suponer que se hace de buena fe– consiste en querer defender que las grandes reformas ya fueron realizadas por el Concilio Vaticano II, y que ahora solo es cuestión de algunos retoques. Eso no es cierto. El Vaticano II nos ha ofrecido el marco doctrinal, eclesial, pastoral y humano para una renovación de la Iglesia. Pero las grandes reformas están por venir.
Tal diagnóstico no es ajeno al pensamiento del Papa Francisco. En la homilía del 16 de abril, en Santa Marta, dijo textualmente: “El Concilio fue una bella obra del Espíritu santo. Piensen en el Papa Juan: parecía un párroco bueno, y él fue obediente al Espíritu Santo e hizo aquello. Pero después de 50 años, ¿hemos hecho todo lo que nos dijo el Espíritu Santo en el Concilio? ¿En esa continuidad del crecimiento de la Iglesia que fue el Concilio? no. Porque no queremos cambiar. Más aún, hay voces que quieren retroceder. Esto se llama ser testarudos, esto se llama querer domesticar al Espíritu Santo, esto se llama volverse tontos y lentos de corazón”.
No son pocos los que afirman que, sin la renovación de instituciones o estructuras caducas en la Iglesia, no se podrá llevar a cabo la nueva evangelización; lo primero es condición indispensable para lo segundo.
Una Iglesia centrada radicalmente en Jesucristo
Aquí se encuentra el eje vertebrador de todas las propuestas del Papa Francisco. Con los ojos puestos en Jesús, él se atreve a formular ideas y a proponer iniciativas que tienen como referencia básica a Jesucristo y un Evangelio lleno de transparencia, puro y duro, sin elucubraciones etéreas.
No es posible entender de manera diferente sus primeras manifestaciones en Río. Apenas pisó tierra brasileña, como si tuviera prisa por presentar su programa, dijo: “no tengo oro ni plata, pero traigo conmigo lo más valioso que se me ha dado: Jesucristo. Vengo en su nombre para alimentar la llama de amor fraterno que arde en todo corazón; y deseo que llegue a todos y a cada uno mi saludo: la paz de Cristo esté con ustedes”.
El Papa Francisco anima a los jóvenes a encontrarse con Jesús, el único que puede satisfacer sus aspiraciones más profundas: “Estos jóvenes provienen de diversos continentes, hablan idiomas diferentes, pertenecen a distintas culturas y, sin embargo, encuentran en Cristo las respuestas a sus más altas y comunes aspiraciones, y pueden saciar el hambre de una verdad clara y de un genuino amor que los una por encima de cualquier diferencia”.
En homilías posteriores a la JMJ, el Papa Francisco ha insistido en la centralidad de Jesucristo, criticando a los cristianos que se quedan en meras devociones o en un cristianismo sin Resurrección: “Tenemos que vencer la tentación de ser ‘cristianos sin Jesús’ o cristianos que buscan solamente devociones, pero que Jesús no está”.
Cuando nos encontramos con estos cristianos, con tantas actitudes triunfalistas en su vida, en su discurso y en su pastoral, en la liturgia, es porque en lo más íntimo no creen profundamente en el Resucitado”.
Una Iglesia cercana y acogedora
Aunque resulte difícil admitirlo, no queda otro remedio que reconocer hasta qué punto se han ido configurando unos esquemas eclesiales acartonados y rígidos. A veces, hasta el lenguaje que se usa está contaminado por el virus de la ampulosidad y acompañado de sueños de grandeza que tanto mal hacen y tan opuestos son a la cercanía propia de Jesús y de su Evangelio.
Por eso, las generaciones cercanas a nuevos moldes culturales, y habituadas a vivir con esquemas menos complicados, solo pueden encontrarse a gusto dentro de una Iglesia que, en todas las circunstancias, apueste de nuevo por la cercanía y la acogida. El Papa es consciente de que muchos jóvenes –también personas mayores– se han alejado de la Iglesia.
El Papa Francisco propone “una pastoral de cercanía con todos”. Él es un ejemplo vivo. Sus palabras son cálidas, cercanas, abrazadoras. Y la Iglesia que propone el Papa no es una Iglesia fría, de despachos oficiales. La Iglesia debe acoger con afecto a toda persona que llame a su puerta, sin pedir su carnet de identidad.
Una Iglesia joven y alegre
Si los cristianos vamos por la vida, como dice el Papa Francisco, “con cara de pimientos en vinagre”, es prácticamente imposible transmitir una imagen de “Iglesia joven y alegre”. A veces nos tomamos demasiado en serio, incapaces de sonreír y hasta de reírnos un poco de nosotros mismos. No deja de ser una de tantas enfermedades que nos aquejan.
De los que creen que la vida cristiana debe ser tomada tan en serio que terminan por confundir solidez y firmeza con rigidez, dice él: “¡Son rígidos! Creen que para ser cristiano se necesita estar de luto, siempre. Viven en una continua vigilia fúnebre, pero no saben lo que es la alegría cristiana. No saben cómo disfrutar de la vida que Jesús nos da, porque no saben hablar con Jesús. No se afirman sobre Jesús, con la firmeza que da la presencia de Jesús. Y no solo no tienen alegría: no tienen libertad”.
Por otro lado el Papa sabe que la Iglesia de Europa es una Iglesia vieja, cansada y, en palabras de Benedicto XVI, “una viña devastada”. La mayoría de los que van a misa es “gente mayor”. Cuando el papa Francisco se encuentra con un grupo numeroso de jóvenes cristianos, se enardece y, con palabras cargadas de emoción, exclama: “Veo en ustedes la belleza del rostro joven de Cristo, y mi corazón se llena de alegría”.
Por otra parte, el Papa Francisco no quiere engañar a los jóvenes. A través de su larga vida pastoral, ha podido observar que la lejanía de Jesús es causa de tristeza y el encuentro con Jesús es fuente de alegría. No quiere personas tristes en su Iglesia. A los propios obispos les decía: “Un obispo triste… ¡Qué feo!”. El Papa quiere que esta alegría esté bien cimentada en la roca firme de la Resurrección de Jesús.
En el discurso a los obispos de Brasil, les proponía, como icono, la aparición de Jesús a los discípulos de Emaús. “En el camino hacia Emaús huyen de Jerusalén porque esta ciudad ya no ofrece nada. Van solos con su propia desilusión. Su religión es una religión del pasado”. Y, ciertamente, recitan de memoria un credo frío, sin vibración alguna: “Jesús Nazareno era un profeta, poderoso en obras y palabras… los sumos sacerdotes y nuestros jefes lo entregaron para que lo condenaran a muerte, y lo crucificaron… Nosotros esperábamos, pero ya no esperamos nada”. Es esta la situación angustiosa de muchos católicos que han abandonado la fe.
¿Qué hacer? Lo que hizo Jesús con aquellos discípulos: hacerse presente, caminar con ellos, dialogar. Y dejar que sea el propio Espíritu Santo el que “abra sus inteligencias” a la verdad hasta hacerles exclamar: ¿no ardía nuestro corazón mientras Él nos hablaba por el camino? El camino de vuelta lo hacen los discípulos corriendo, alegres, entusiasmados, con unas ganas enormes de ir a contar a los que han quedado en Jerusalén lo que a ellos les ha sucedido: su encuentro vivo con Cristo Resucitado. Se pregunta el Papa: ¿somos aún una Iglesia capaz de inflamar el corazón? ¿Una Iglesia capaz de hacer volver a Jerusalén? ¿De acompañar a casa?
Una Iglesia sencilla y pobre
Al formular esta característica de la Iglesia, espontáneamente surge la conexión entre pobreza y sencillez; y de inmediato caemos en la cuenta de que no encaja bien la sencillez con la riqueza, ni con las apariencias de riqueza; y que la pobreza no puede sentirse a gusto con los símbolos de ostentación y con la exaltación de dignidades.
Ahora bien, dentro de las instituciones de la Iglesia, queda aún mucho lastre generado por los mecanismos de poder y por los esquemas de grandeza que fueron asumidos y asimilados en siglos pasados. Es un peso que condiciona mucho la vida de la Iglesia en el momento presente. Esos esquemas chocan frontalmente con la sensibilidad moderna.
Uno de los motivos fuertes de la atracción que ejerce el Papa Francisco es, justamente, su sencillez, junto con su apuesta por la austeridad y la pobreza personal; y, al mismo tiempo, su compromiso indudable, claro y explícito a favor de los pobres. Hoy nadie pone en duda su decisión serena, pero firme, de ponerse del lado de los pobres para que superen condiciones miserables de vida.
Y para la Iglesia, a lo largo de estos meses de su pontificado, ha ido poniendo acentos y señalando preferencias en el camino de esa meta evangélica: una Iglesia pobre, capaz de renunciar a pompas y vanidades; una Iglesia sencilla, mucho más parecida al retrato que nos ofrecen las páginas del Evangelio.
En el encuentro con el Comité del CELAM, refiriéndose a la figura de obispo que la Iglesia necesita hoy, no ha vacilado al afirmar que los obispos son los primeros que tienen necesidad de conversión en este campo concreto de la sencillez y la pobreza. Hoy más que nunca, la Iglesia necesita una revisión a fondo para descartar hábitos y costumbres que, en el mejor de los casos, son ajenos a la letra y al espíritu del Evangelio.
Una Iglesia llena de misericordia
Llama poderosamente la atención el hecho de que el Papa, en todos sus discursos de la JMJ, no haya pronunciado condena alguna. Es verdad que en este mundo abundan las sombras del pecado y de la muerte. Pero el Papa ha preferido mirar a Cristo y arrojar una nueva luz sobre tanta oscuridad. En el Vía Crucis de la JMJ, tuvo primero unas palabras reconfortantes sobre la misericordia que nos viene de Dios: “En la Cruz de Cristo está todo el amor de Dios, su inmensa misericordia. Y es un amor del que podemos fiarnos, en el que podemos creer”.
Al Papa Francisco se le ha llamado el “Papa de los abrazos”. Ha abrazado a todos sin discriminación. Pero ha tenido preferencia por los niños, los reclusos, los drogadictos, los enfermos. Lo mismo que Jesús, que, amando a todos, tuvo una especial preferencia por los marginados y excluidos. Todos, o casi todos, necesitamos una reeducación en la afectividad. El cuidado de los detalles ha de nacer del descubrimiento y contemplación del Señor en las personas con quienes nos cruzamos en las calles de pueblos y ciudades, en los caminos de la vida.
Una Iglesia misionera
“Evangelizar constituye la dicha y la vocación propia de la Iglesia, su identidad profunda. La Iglesia existe para evangelizar” (EN 14). Podríamos decir que este es el hilo conductor de todos los discursos y homilías del papa Francisco. Ha recogido el grito de Pablo, el evangelizador por antonomasia: “¡Ay de mí si no evangelizo!”, y lo ha hecho suyo; está haciendo todo lo posible para contagiar a toda la Iglesia con esa bendita obsesión. Lo expresa de mil maneras: “La Iglesia no puede quedarse mirándose el ombligo”, y “hay que salir hacia las periferias existenciales”. “No se puede balconear la fe”, sino que se hace necesario “callejear esa fe”, hacerla presente en la vida normal, en todos los ambientes, circunstancias y lugares.
“Hay que hacer lío”. “Hay que ser revolucionarios en el mejor sentido, como lo fue Jesús. Y, con el Evangelio en la mano, hay que hacer la gran revolución del amor, de la esperanza, de la alegría, del gusto por la vida”. Sus últimas palabras, en la homilía de despedida de la JMJ, fueron estas: “Vayan, sin miedo, para servir”.
Extracto de pliego “¿Una Iglesia “acartonada” o una Iglesia renovada y llena de esperanza?”. Revista Vida Nueva.
GRacias a Dios,creo que ésta es la Iglesia que Jesús quería. Que dejemos que su Espíritu la conduzca: un nuevo Pentecostés que atraiga a todos.