Matrimonio igualitario: una perspectiva histórica

Matrimonio Igualitario: perspectiva histórica

4.00 p m| 6 ago 13 (NCR/BV).- El debate sobre el matrimonio entre personas del mismo sexo se está librando en estos días en los Estados Unidos, ya sea en los tribunales, los medios de comunicación, la Conferencia de Obispos Católicos, e incluso entre amigos y familiares. Muy por debajo de esta fuerte marea, descansa una historia poco conocida que podría traer un poco de calma. Artículo de Thomas Finn publicado en el National Catholic Reporter.


Enfoque bíblico

Para la mayoría de nosotros, la idea de matrimonio ha sido moldeada por nuestra cultura, en gran parte basada en el libro del Génesis y desarrollada a lo largo de siglos de tradición. Dios creó a los seres humanos masculinos y femeninos -Adán y Eva- para ser compañeros que se aferran el uno al otro y llevar a cabo el mandato de crecer y multiplicarse. Después de la pérdida del paraíso, el resto del Génesis relata las consecuencias: Aumentan los descendientes y el mal se multiplica. Dios decide que todo inicie de nuevo con el Diluvio y es con Noé y el arca de la familia con quien se acuerda el pacto que garantiza la protección de Dios. El mandato de crecer y multiplicarse se mantiene.

Y lo mismo va para los siglos narrados en Éxodo, Levítico, Números y Deuteronomio, con el matrimonio como institución primaria. Para cumplir con el mandato, los esposos tienen muchas mujeres, los miembros de la familia se casan entre sí; los amos preñan a sus esclavas, en algunos casos se origina una nueva comunidad (Abraham, Agar y  los Ismaelitas); los adolescentes se casan a los 14 años y las niñas a los 12, todo para garantizar la continuidad de los hogares. En este largo proceso, el mandato está encaminado a la plenitud, pero una nube se cierne en el horizonte: ¿Qué hacer cuando se cumpla el mandato?


Primeros judíos y cristianos

Al adoptar el Génesis y el resto de la Biblia como propia, los Judíos y los cristianos de la antigüedad heredaron la institución del matrimonio tal como se define en sus páginas. Además, el matrimonio también era una institución del mundo en el que vivían, el mundo romano, donde el verdadero matrimonio constituía una sociedad en la que la pareja accedió a convivir con el afecto y el respeto mutuos para formar una familia. Para paganos, judíos y cristianos, el mutuo acuerdo era literal y legalmente el tema central del asunto matrimonial en su mundo romano, y de la que una serie de leyes y costumbres fluían, incluyendo sus formas distintivas de casarse.

A medida que los cristianos se expandieron hacia occidente, haciéndose más numerosos –unos 30 millones sobre una población de 60 millones a mediados del siglo IV– algunos de los pensadores entre estos primeros cristianos comenzaron a preocuparse por una nube en el horizonte: el Cielo estaría ya demasiado lleno. En efecto, San Agustín, el celebrado obispo de Hipona en el África Romana entre 395 y 430, pensó que la nube se había desplazado del horizonte al centro del firmamento mediterraneo, ensombreciendo, mas bien amenazando, su “Ciudad del Hombre”.

Al comentar sobre el libro del Génesis, Agustín dedujo que después de la pérdida del paraíso, Adán y sus descendientes quedaron atados al precepto de crecer y multiplicarse hasta que se cumplió con Abraham y sus descendientes, los patriarcas. Ya cumplido, el mandato de crecer y multiplicarse había sido sustituido por una concesión: permitir a las parejas tener relaciones sexuales sin el mandato de procrear. Aunque, San Pablo propuso que “es mejor casarse que andar encendidos (de pasión)” (1 Corintios 7:8-9).

Agustín vio que el matrimonio había llegado para quedarse, y ofrecía tres beneficios sociales importantes -la fidelidad, la descendencia y la sagrada unión. Por la fidelidad, se refería al compromiso de tener relaciones sexuales sólo con el cónyuge; por descendencia, tener y criar hijos, y por sagrada unión, un pacto que significa la unión indisoluble entre Cristo y la Iglesia, que se describe en la Carta a los Efesios (5, 31-32).

Con el paso del tiempo y el crecimiento de la población, el pensamiento de Agustín sobre el matrimonio cambió gradualmente. Bajo la tutela de su mundo romano y su vida pastoral como obispo, pudo ver en qué consistía realmente un matrimonio: consentimiento mutuo para una vida juntos que se caracteriza por el afecto conyugal y el respeto. La importancia de la descendencia, gran motivo para el origen del matrimonio, decreció poco a poco en su mente, cuando su vida pastoral lo puso cara a cara con un sinnúmero de matrimonios sin hijos que consideraba verdaderos matrimonios.


Perspectiva cristiana medieval

El pensamiento de San Agustín sobre el sexo y el matrimonio ha estado en la raíz de las tradiciones sobre el sexo y el matrimonio en Occidente, porque era el único padre de la Iglesia que se refirió extensamente a esos dos temas. Escritores y pensadores cristianos durante siglos quedaron profundamente en deuda con San Agustín. Con el surgimiento de las universidades en el siglo 12, por ejemplo, sus maestros -los primeros escolásticos- trataron de determinar cómo el matrimonio en su mundo secular encaja en su mundo sacramental. Surgió un fuerte debate entre ellos sobre lo que constituye el verdadero matrimonio.

Un grupo argumentaba que el verdadero matrimonio surgía en el momento de consumación sexual, porque encarna la consumación de la unión entre Cristo y la Iglesia. Un segundo grupo propuso que era el consentimiento otorgado en el presente para vivir juntos como compañeros en igualdad, con afecto y respeto mutuos, lo que encarnaba la unión. A finales de siglo, la posición que defendía el “consentimiento” ganó el debate, en gran parte debido a su arquitecto, el prominente teólogo parisino  Peter Lombard, que escribió un libro que se convirtió en el texto de teología para los próximos 400 años.


La perspectiva contemporánea

Así, por unos 1.600 años, lo que estableció un verdadero matrimonio fue ese común acuerdo, del que sus tres beneficios -fidelidad, niños y sagrada unión- fluyeron. Si una pareja podía tener hijos era, como la atracción sexual, “el llamado de la naturaleza”, pero no es lo que hace del matrimonio un verdadero matrimonio. Aunque las parejas del mismo sexo pueden tener un hijo por adopción y encaminar una crianza del niño en un hogar que se caracteriza por el afecto y el respeto mutuos, no pueden engendrar un hijo propio. Esa misma situación es el caso de un matrimonio de distinto sexo que adopta. Podemos decir que ninguna de las dos parejas contravienen la ley de la naturaleza al casarse.

Teniendo en cuenta el porcentaje de personas a favor y en contra del matrimonio entre personas del mismo sexo, más del 60 por ciento de los ciudadanos (en EE.UU.), incluidos los católicos, parecen estar de acuerdo con lo que nuestros predecesores occidentales llegaron a deducir sobre lo que constituye verdaderamente el matrimonio, ya sea para una pareja del sexo opuesto o del mismo sexo, es decir, el consentimiento para una vida en común de dos compañeros infundidos con afecto y respeto constituye el verdadero matrimonio.


Fuente:

– Artículo de Thomas Finn publicado en el National Catholic Reporter

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