50° aniversario del Vaticano II: Historia y legado del concilio
Para nuestra experiencia inmediata sobre la Iglesia católica, la más importante de estas fue el Vaticano II. Es tentador pensar que el catolicismo tal como lo vivimos ahora ha sido completamente transformado por el Concilio. Tal vez es mejor decir que nuestra mentalidad católica ha cambiado, que el modo en que pensamos a la Iglesia, la forma en que nos dirigimos a las autoridades y cómo respondemos a los pronunciamientos del Magisterio son radicalmente diferentes a cómo los católicos afrontaban estas situaciones hasta finales de la década de 1950. Una pregunta surge, una que es debatida ampliamente entre historiadores y teólogos, de lo que el Concilio Vaticano II en realidad legó a la Iglesia. ¿El Concilio, que se reunió en el Vaticano cada otoño desde 1962 hasta 1965 pudo prever y dar a la Iglesia la cultura del catolicismo como ahora lo tiene? ¿Cuál era la intención del Papa Juan XXIII al convocar el Concilio? ¿Qué intentaron hacer los obispos y sus asesores teológicos respecto al llamado del Papa para el aggiornamento (adaptarse al mundo moderno), una puesta al día de la iglesia?
Estamos acostumbrados a pensar que el anuncio del Papa Juan XXIII con la intención de convocar a un concilio, en medio de un discurso a algunos cardenales el 25 de enero de 1959, apenas tres meses después de su elección fue como un “rayo caído del cielo”. De hecho el propio Juan XXIII escribió que la idea se le ocurrió “de repente y de forma inesperada”. Sin embargo, incluso en los pontificados de Pío IX y Pío XII se especuló sobre la posibilidad de un concilio, y en el caso de Pío XII cierta preparación estuvo a cargo de la Curia romana. La tarea prevista era la terminación de los trabajos del Concilio Vaticano I, que había sido suspendido formalmente por el papa Pío IX, en octubre de 1870, tras el estallido de la guerra franco-prusiana en julio de 1870 y la ocupación de Roma por el Estado italiano en septiembre.
Hay algunos indicios de que el Papa Juan XXIII pudo haber discutido la posibilidad de un concilio con algunos de los cardenales en el cónclave que lo eligió. De hecho se lo comentó a su secretaria a pocos días de su elevación al papado. Algunos cardenales conservadores como Ernesto Ruffini, arzobispo de Palermo, quería un concilio para poner fin a lo que él consideraba un peligroso liberalismo teológico que había sido frecuente en ciertos círculos eclesiásticos desde mediados de la década de 1940.
Después de haber anunciado su intención de convocar un concilio, tomó tiempo esclarecer el efecto que el Papa quería que tuviera. En noviembre de 1960 expresó su esperanza de que el Concilio Vaticano II debería “influir a modo de renovar la fuerza de la fe, la doctrina y la disciplina eclesiástica”. En diciembre del año siguiente, dijo que el concilio tendría tres objetivos principales: el mejor ordenamiento interno de la Iglesia, la promoción de la paz mundial y la unidad entre los cristianos. Este iba a ser un nuevo concilio, no la simple continuación del Concilio Vaticano I. A pesar de esta aclaración quedó bastante confusión respecto a cómo es que el concilio lograría cumplir esas metas y hubieron preguntas acerca de si la idea de promover la paz en el mundo, era realmente el material adecuado para un concilio de la Iglesia.
El Papa también dijo que el concilio sería el medio para abrir las ventanas de la Iglesia para que entrara el aire fresco del Espíritu Santo, y que además esperaba que representara un nuevo Pentecostés. Del mismo modo el Papa Juan XXIII no tenía ningún antecedente que indicara algún rasgo de radicalidad. Sus encíclicas y demás escritos como Papa eran generalmente de una naturaleza conservadora. Incluso en su primera encíclica Ad Perti Cathedrum, escribió con respecto a la “unidad de los cristianos” que esperaba que los no católicos vean en el catolicismo: “Es este maravilloso espectáculo de unidad, por el que la Iglesia Católica se diferencia y es distinguida” y que este podría “agitar sus corazones y despertar lo que es de su mayor interés”. También agregó: “Podemos esperar con el amor de un padre por su regreso” – ciertamente no es el lenguaje del diálogo ecuménico avanzado.
Después de casi cuatro años de preparación, en buena proporción asumida por la Curia Romana, se dio por iniciado el concilio. Se producen dieciséis documentos, algunos inmensamente inspiradores, otros no tanto. Yves Congar, una de las grandes figuras del concilio, una vez preguntó si el Vaticano II era muy verboso, a lo que uno sólo puede responder con un atronador “sí”. Si examinamos la edición Norman Tanner de los Decretos de los Concilios Ecuménicos, vemos que el Concilio Vaticano II, los decretos y documentos ocupan 315 páginas; los otros 20 concilios en la historia de la Iglesia suman 810 páginas. Para muchos católicos de a pie los documentos del mencionado concilio siguen siendo un libro cerrado. Sin embargo, el impacto de sus enseñanzas ha permeado cada aspecto del catolicismo contemporáneo.
Uno de los aspectos más novedosos del concilio era el hecho de que no se limitó a las cuestiones teológicas, religiosas y disciplinarias internas al catolicismo. Se deliberó sobre temas sociales, sobre la guerra, la paz y la justicia en el mundo. Más aún, extendió la mano del amor fraternal no solamente a otros cristianos en el espíritu de unidad por el que Cristo oró, sino que también buscó mejorar las relaciones con el judaísmo, con personas de otras confesiones religiosas y con la humanidad en general.
En los años transcurridos desde que concluyó el Concilio Vaticano II, tres interpretaciones principales se han originado. Para dos vertientes ideológicas dentro de la Iglesia el concilio representa una ruptura radical con el pasado. Los “progresistas” le dan la bienvenida, y ven cómo el Vaticano II por fin termina con el distanciamiento de la Iglesia hacia otras comunidades de fe y parece brindar parámetros para adaptarse a la cultura contemporánea. Para los “tradicionalistas”, tales como el fallecido arzobispo Marcel Lefebvre y sus seguidores, el Vaticano II representa un rechazo al pasado, un rechazo que ellos aborrecen. Un tercer elemento, los “reformistas”, si bien reconocen el Concilio Vaticano II como un momento decisivo, no creen que represente una ruptura con el catolicismo tradicional y sostienen que sus documentos tienen que ser leídos e interpretados en términos de la tradición católica en su conjunto. Ya en 1969, el P. Henri de Lubac, SJ, otro teólogo clave en el concilio, advirtió que incluso desde su mismo inicio se había propagado una “interpretación distorsionada”. La perspectiva de De Lubac ha sido respaldada tanto por Juan Pablo II y el Papa Benedicto XVI por la necesidad de interpretar “auténticamente” del Vaticano II.
Los reformistas sin duda pueden apuntar al hecho de que, si examinamos los documentos del Concilio, la fuente a la que se recurrió más a menudo a modo de guía y confirmación de lo que el concilio estaba enseñando (junto con las Escrituras) fueron los escritos y las enseñanzas del Papa Pío XII . Para el progresista, sin embargo, el Vaticano II debe ser leído a la luz de lo que ha sucedido desde el Concilio. Tienden a ver el Vaticano II como el inicio de un proceso de reforma continua dentro de la Iglesia y apuntan a un viejo adagio: ecclesia semper reformanda est (“la Iglesia está siempre en proceso de reforma”). Para citar sólo un ejemplo, el área que más ha influido en la vida de los católicos ordinarios es la reforma litúrgica. Podemos apreciar que las prácticas vernáculas actuales van mucho más allá de lo que el concilio tenía en mente. En el documento sobre la liturgia, Sacrosanctum Concilium, los padres dicen con cuidado y precaución que el Latín se seguirá utilizando en los ritos de la Iglesia (los que eran en Latín), pero más protagonismo se debe dar al uso de la lengua vernácula en la Misa en “las lecturas y en las instrucciones… para algunas oraciones y los cantos”. Esto definitivamente no es la reforma litúrgica que hemos experimentado desde finales de 1960.
Los progresistas sostienen que “a veces la lógica interna o el dinamismo de un documento lo lleva más allá de su delimitación original”. [1] En otras palabras, ciertos cambios post-conciliares pueden justificarse sobre la base del hecho de que, aunque no se mencionan en el documento, tal vez tienen sus orígenes en forma embrionaria en la enseñanza del Concilio. Esto en sí mismo no es falso, ya que en la historia de los concilios a menudo ha tomado mucho tiempo para aclarar lo que realmente se enseña o pretende. Lo que está claro sin embargo, como John O’Malley reconoce, es que hasta ahora a lo que Juan XXIII, el “padre del consejo” respecta, “no hay la más mínima evidencia de que él previó el destino que el concilio finalmente tomó”. [2]
Es obvio también que el concilio fue rebasado por acontecimientos de la década de 1960 sobre los que no tenía control. Vaticano II evolucionó su planteamiento y proclamó su enseñanza en el contexto de una crisis de autoridad que se convirtió en un sello distintivo de la generación de los 60. El trabajo del concilio debía implementarse aún con un contexto cargado con el movimiento de derechos civiles en los EEUU, la guerra de Vietnam, las revueltas estudiantiles en París y otras ciudades en 1968, y la crisis general de la cultura que aquejaban al mundo en ese momento. La crisis de la cultura occidental se reflejó también en la cultura de la Iglesia. La autoridad eclesiástica fue cuestionada, al igual que la enseñanza de la Iglesia al no tener coherencia con la experiencia de las personas. En ninguna parte esto fue más evidente que en la respuesta a la encíclica del Papa Pablo VI, Humanae Vitae. Tan sorprendido quedó el Papa por la reacción del mundo católico que nunca escribió otra encíclica.
Con el tiempo podremos darnos cuenta de que el legado más duradero del concilio es, como Karl Rahner lo vio, que el Concilio Vaticano II fue “el primer gran evento oficial en el que la Iglesia se reconoció para el mundo entero”. [3] Ya no se podría ver al catolicismo como una exportación europea, pero sí con un toque americano. Esto tiene profundas implicaciones no simplemente por la manera en la que se rige la Iglesia, sino por la forma en que se presenta la fe a la gente de todo el mundo. La tarea de la inculturación de lo católico – cristiano, a un nivel, acaba de empezar. Pero la Iglesia como una realidad en todo el mundo fue evidente en el Concilio Vaticano II. De los cerca de 2.676 obispos que asistieron al concilio, 1.041 eran europeos (de los cuales 379 eran italianos), 956 provenían de América, 380 de África y 300 procedían de Asia. Nunca antes en un concilio quedó manifestado de tal forma el aspecto global de la Iglesia.
Durante el concilio y en los pontificados sucesivos, uno de los deseos más fuertes por parte de los obispos fue una reforma de la Curia romana. Sin embargo, aún hoy no quedan dudas de que el aparato administrativo supremo de la Iglesia, en conjunto con el Papa, sigue estando dominado por los europeos y en particular por los italianos. Incluso en el Colegio cardenalicio más de la quinta parte de sus miembros son italianos. Seguramente en este única aspecto, al menos podemos esperar que la Iglesia, fiel al espíritu, letra e incluso al “evento” del Concilio Vaticano II, podría manifestar la realidad de lo que dice ser: la Iglesia Católica.
Escrito por Oliver P. Rafferty SJ. Es profesor de historia de la iglesia. Autor de “La Iglesia Católica y el Estado protestante: Realidades irlandesas del siglo XIX” (Dublín, 2008).
[1] John O’Malley, What happened at Vatican II (Harvard, 2008) p. 6.
[2] John O’Malley, Tradition and Transition: Historical Perspectives on Vatican II (Wilmington: 1989), p. 116.
[3] Karl Rahner “A fundamental theological interpretation of Vatican II”, en Lucien Richard et. al. (eds) Vatican II: The Unfinished Agenda: A Look to the Future (New York, 1987), p. 10.
Publicado en Thinking Faith