De cómo la nostalgia se abre paso en cada cambio
En estos días he recibido varios mensajes felicitándome por mi nuevo hogar y el domingo, el día en el que decidí mudarme, tuve una pesadilla con temblores y casas. Si algo se puede concluir de todo esto es que la alegría viene desde afuera porque adentro se vive una procesión.
No recuerdo si ya lo dije antes pero no es la primera mudanza que afronto. Tampoco será la última. Valga esta crónica en recuerdo de algunos lugares memorables en los que viví.
En estos días he recibido varios mensajes felicitándome por mi nuevo hogar y el domingo, el día en el que decidí mudarme, tuve una pesadilla con temblores y casas. Si algo se puede concluir de todo esto es que la alegría viene desde afuera porque adentro se vive una procesión.
No recuerdo si ya lo dije antes pero no es la primera mudanza que afronto. Tampoco será la última. Valga esta crónica en recuerdo de algunos lugares memorables en los que viví.
Como el dinosaurio de Monterroso, desperté y ya estaba ahí: en una casa amplia, de un solo piso y ubicada en la misma esquina. Recuerdo poco del interior porque más tiempo la pase afuera: correteando por todas las paredes de la cuadra con un carro de juguete que dejaba un par de líneas negras.
Tengo una foto de esa época que me ayuda a recordar que viví ahí. Salgo con cara de molesto –desde ahí viene- y con el carro en las manos. También salgo con el mandil del nido y muy bien peinado. Quien no sale es mi casa. Me la tomaron dando la espalda a una vieja pared. Ni la pared ni la casa siguen ahí.
Esa casa era alquilada. Todos los fines de mes llegaba un señor a cobrar el alquiler. En mi familia todavía me recuerdan que cuando lo veía venir gritaba: “¡Ya llegó el viejo pelado!”. Yo lo siento por el señor. Jamás tuve la intención de molestarlo. Pero para un niño de 6 años una cabeza pelada es una Cabeza Pelada.
Esa calva tenía algo que hipnotizaba. Cuando él llegaba y mientras mis papás preparaban cuentas, llenaban sobres y firmaban pagarés; yo me sentaba a su lado solo para ver ese cráneo reluciente. A veces, en el colmo de la desfachatez, estiraba mi mano para tocarla.
El buen hombre jamás me recriminó algo, jamás me habló con dureza ni movió un pelo. Pero ganas no le faltaban. Un estatequieto y seguramente terminaba más tímido de lo que ya soy.
Otro recuerdo que se me viene es el de Norma, una precoz vecinita con ganas de devorarme con un beso. Pero valgan verdades eso dará pie para otras historias.
Años más tarde mi familia tuvo que dejar esa casa, colocar todas sus pertenencias en un viejo camión de mudanzas e instalarlos en una vetusta casa en la punta de un cerro. Si me preguntan, no guardo gratos recuerdos de aquel lugar.
Teníamos el primer piso de un largo caserón con un patio en el medio recorrido por gallinas siempre espantadas por algo o alguien. La enorme sala funcionaba de dormitorios separados por mantas. El frío era atroz, la humedad casi palpable. Daba miedo el solo ir a comprar el pan en la esquina. Si me asomaba al patio a jugar y levantaba la vista, podía ver otros niños jugando en el segundo piso.
Como ningún trasporte público subía hasta la punta del cerro, era necesario tomar un colectivo protocombi en las faldas. Los jaladores gritaban: “A la cancha-la cancha” e iban con medio cuerpo afuera del micro. Toda una aventura a mis cortos 7 u o años.
Pero la que se lleva todas las palmas y tiene todo mi corazón es la primera casa de la familia. Con título y propiedad. Una casa que empezó con un chalet, en donde en las primeras semanas dormíamos en el primer piso porque todavía estaban colocando el piso en el segundo, donde a mi papá se le ocurrió hacer un techo de dobleagua en una ciudad donde a duras penas cae una garúa, donde he comido los panes más ricos de toda mi vida.
Y a mí me costaba un Perú: me tomaba casi una hora ir de mi casa al colegio. Me dormí en el micro los primeros 3 meses y terminaba despertando después de varios paraderos. Alguna vez casi me levan por no tener documentos de identidad y durante varios años creí ver ovnis al asomarme las ventanas (tan así de siniestro me pareció al inicio).
Un poco más de 10 años viví en esa casa. Pasé el golpe del 5 de abril, la captura de Abimael Guzmán (esa mañana salí a leer todos los periódicos posibles en todos los quioscos del barrio), la toma y recuperación de la casa del embajador de Japón sin mencionar mis propias crisis existenciales.
He llorado ahí, he amado ahí. A donde sea que voy siempre regreso a esa casa porque, valgan verdades, es lo que siempre deseamos: volver.
Hasta hace unos días, viví en un departamento en Magdalena. La ubicación, en el medio de todos mis trabajos, son mucha ventaja frente a la insoportable humedad que malogra mis pulmones y zapatos. He pasado un par de años en ese departamento y es hora de decirle hasta pronto: quien sabe, quizá sea otro de esos lugares a los que siempre vuelvo.
Tengo una foto de esa época que me ayuda a recordar que viví ahí. Salgo con cara de molesto –desde ahí viene- y con el carro en las manos. También salgo con el mandil del nido y muy bien peinado. Quien no sale es mi casa. Me la tomaron dando la espalda a una vieja pared. Ni la pared ni la casa siguen ahí.
Esa casa era alquilada. Todos los fines de mes llegaba un señor a cobrar el alquiler. En mi familia todavía me recuerdan que cuando lo veía venir gritaba: “¡Ya llegó el viejo pelado!”. Yo lo siento por el señor. Jamás tuve la intención de molestarlo. Pero para un niño de 6 años una cabeza pelada es una Cabeza Pelada.
Esa calva tenía algo que hipnotizaba. Cuando él llegaba y mientras mis papás preparaban cuentas, llenaban sobres y firmaban pagarés; yo me sentaba a su lado solo para ver ese cráneo reluciente. A veces, en el colmo de la desfachatez, estiraba mi mano para tocarla.
El buen hombre jamás me recriminó algo, jamás me habló con dureza ni movió un pelo. Pero ganas no le faltaban. Un estatequieto y seguramente terminaba más tímido de lo que ya soy.
Otro recuerdo que se me viene es el de Norma, una precoz vecinita con ganas de devorarme con un beso. Pero valgan verdades eso dará pie para otras historias.
Años más tarde mi familia tuvo que dejar esa casa, colocar todas sus pertenencias en un viejo camión de mudanzas e instalarlos en una vetusta casa en la punta de un cerro. Si me preguntan, no guardo gratos recuerdos de aquel lugar.
Teníamos el primer piso de un largo caserón con un patio en el medio recorrido por gallinas siempre espantadas por algo o alguien. La enorme sala funcionaba de dormitorios separados por mantas. El frío era atroz, la humedad casi palpable. Daba miedo el solo ir a comprar el pan en la esquina. Si me asomaba al patio a jugar y levantaba la vista, podía ver otros niños jugando en el segundo piso.
Como ningún trasporte público subía hasta la punta del cerro, era necesario tomar un colectivo protocombi en las faldas. Los jaladores gritaban: “A la cancha-la cancha” e iban con medio cuerpo afuera del micro. Toda una aventura a mis cortos 7 u o años.
Pero la que se lleva todas las palmas y tiene todo mi corazón es la primera casa de la familia. Con título y propiedad. Una casa que empezó con un chalet, en donde en las primeras semanas dormíamos en el primer piso porque todavía estaban colocando el piso en el segundo, donde a mi papá se le ocurrió hacer un techo de dobleagua en una ciudad donde a duras penas cae una garúa, donde he comido los panes más ricos de toda mi vida.
Y a mí me costaba un Perú: me tomaba casi una hora ir de mi casa al colegio. Me dormí en el micro los primeros 3 meses y terminaba despertando después de varios paraderos. Alguna vez casi me levan por no tener documentos de identidad y durante varios años creí ver ovnis al asomarme las ventanas (tan así de siniestro me pareció al inicio).
Un poco más de 10 años viví en esa casa. Pasé el golpe del 5 de abril, la captura de Abimael Guzmán (esa mañana salí a leer todos los periódicos posibles en todos los quioscos del barrio), la toma y recuperación de la casa del embajador de Japón sin mencionar mis propias crisis existenciales.
He llorado ahí, he amado ahí. A donde sea que voy siempre regreso a esa casa porque, valgan verdades, es lo que siempre deseamos: volver.
Hasta hace unos días, viví en un departamento en Magdalena. La ubicación, en el medio de todos mis trabajos, son mucha ventaja frente a la insoportable humedad que malogra mis pulmones y zapatos. He pasado un par de años en ese departamento y es hora de decirle hasta pronto: quien sabe, quizá sea otro de esos lugares a los que siempre vuelvo.