Con esta breve crónica inicio la saga de Mudanza.
Ese domingo, que pudo haber sido cualquiera, me desperté muy temprano. Me di un duchazo, compré El Comercio, me serví una taza de café con leche y me senté a revisar los Clasificados, arrojando al suelo todo lo ocurrido en el mundo las últimas 24 horas: el criticable 42% de personas que aprueban el castigo físico, el éxito de la Feria Mistura, los goles de Farfán y Pizarro, a quien sacaron en el Show de los Sueños, etc.
Alguna vez un amigo que trabajó en el periódico me confirmó lo que es un secreto a voces: solo la sección de inmuebles, un bodoque de 80 páginas de ofertas y demandas de casas y departamentos, puede pagar la planilla de periodistas.
Una rápida mirada a la sección I-120, donde se inician las ofertas de alquileres en estricto orden alfabético, me llevó a zonas como Ate y Breña. Nada cerca de lo que tenía en mente: apacibles zonas residenciales en Magdalena (la parte pegada a San Isidro) o pequeñas cajitas de fósforos en Miraflores.
Me había preparado para una larga caminata y aunque tenía un par de soles de presupuesto para trasporte, estaba dispuesto a todo con tal de tener una opción (¡una sola!) ese fin de semana. No pasó mucho tiempo y encontré algunas muy cerca de donde estaba, como para ir a pie. Un par de llamadas y todo listo.
En la primera, me había contestado una señora que por la edad sonaba muy mayor. Me habló con un tono amable, como de abuelita querendona. Me preguntó si el departamento era solo para mí porque siempre puedes pensar en crecer como familia… además el departamento es perfecto para dos. Me preguntó en que trabajaba (le dije que en un colegio y una universidad) e inmediatamente asumió que era profesor: “yo también trabajo como profesora”. Me hizo un par de bromas que presumo eran su ardid marketero y por último me recomendó que fuera para allá lo más pronto posible, no vaya a ser que alguien se lo gane.
Tonto de mí que piqué el anzuelo. Conocí donde quedaba, muy cerca de un supermercado. Como era mi primera visita del día estaba más que entusiasmado. Cuando llegué a la calle, me vine de bruces al suelo. Era una quinta vieja y a esa hora de la mañana tenía un aire de resaca. Al frente había un solar que, por las noches, siempre me había dado mala espina.
Igual toqué solo por cumplir.
Mientras esperaba en la puerta me imaginaba llegando a las 11 de la noche un día cualquiera con la incertidumbre de si podré llegar a mi casa, o regresando un día a casa y encontrarla vacía. Me dirán lo que quieran pero no pueden negarme que Magdalena –quizá Lima y el Perú también- se caracteriza por la inseguridad.
Para bien o para mal, nadie acudió a abrirme.
Camine mis buenos pasos para poder sacar el celular y llamar al siguiente fono apuntado en mi libreta.
El siguiente punto era una vieja calle llena de nostalgia, en donde había vivido cuando tenía 7 u 8 años, había vivido mi primer coche bomba y visto el primer robo de bicicleta en moto. El tiempo parecía detenido: los mismos edificios, la misma panadería, la misma desconfianza de años y cuadras atrás.
Como era un departamento de 3 dormitorios lo dejé para las 5 familias que a las 10:30 ya estaban esperando. La dueña tenía media hora de retraso. Imaginaba que estaría escondida en algún lugar, jugando con la necesidad de esas familias. Esa maldad no va conmigo.
Algo cansado me senté en una banca, revise mis apuntes y volví a la carga. A unos metros de allí, en una encantadora quinta, alquilaban un minidepartamento. Había hablado con la dueña por teléfono y me había inspirado confianza. Cuando la tuve enfrente me pareció más seria y desconfiada de lo que esperaba. Me mostró el lugar en menos de 3 minutos: una sala-comedor y cocina amplia, un baño y una habitación. Una puerta daba para un pequeño jardincito. Todo muy lindo.
Hablamos del precio, de las garantías y adelantos. Me preguntó en que trabajaba, que hacía, el porqué de la mudanza, etc. Todas esas cosas que, de alguna manera u otra, le harían sentirse confiada. Acordamos comunicarnos en unos días y me despedí. Estaba encantado con el lugar.
El resto de lugares ni se asemejaron. Caminando encontré un departamento a un precio accesible pero en estado calamitoso. Además, que un enorme labrador me reciba a diario con ladridos que retumben hasta mi alma no es mi idea de un lugar para mí.
En otro lugar, espere media hora a la dueña que, para variar, tampoco se apareció.
En Miraflores me fue igual. Uno de los departamentos que visité se encontraba en un quinto piso. No soy sedentario y me gusta el deporte pero ya me veía sufriendo las escaleras a diario. Además el olor de la tienda de abarrotes del primer piso impregnaba todo el lugar.
Finalmente, encontré una amante. En un parque de lo más aristocrático, rodeado de edificios inmensos con tantos servicios que parecen clubs privados, había una casa con un departamento precioso. Eso sí lleno de pinturas y trajes de noche porque había sido el atelier de algún artista. Nada más encantador. Pero algo falló, no hubo química y, como se suele decir en estos casos, (no fuiste tú,) fui yo.
Alguna vez un amigo que trabajó en el periódico me confirmó lo que es un secreto a voces: solo la sección de inmuebles, un bodoque de 80 páginas de ofertas y demandas de casas y departamentos, puede pagar la planilla de periodistas.
Una rápida mirada a la sección I-120, donde se inician las ofertas de alquileres en estricto orden alfabético, me llevó a zonas como Ate y Breña. Nada cerca de lo que tenía en mente: apacibles zonas residenciales en Magdalena (la parte pegada a San Isidro) o pequeñas cajitas de fósforos en Miraflores.
Me había preparado para una larga caminata y aunque tenía un par de soles de presupuesto para trasporte, estaba dispuesto a todo con tal de tener una opción (¡una sola!) ese fin de semana. No pasó mucho tiempo y encontré algunas muy cerca de donde estaba, como para ir a pie. Un par de llamadas y todo listo.
En la primera, me había contestado una señora que por la edad sonaba muy mayor. Me habló con un tono amable, como de abuelita querendona. Me preguntó si el departamento era solo para mí porque siempre puedes pensar en crecer como familia… además el departamento es perfecto para dos. Me preguntó en que trabajaba (le dije que en un colegio y una universidad) e inmediatamente asumió que era profesor: “yo también trabajo como profesora”. Me hizo un par de bromas que presumo eran su ardid marketero y por último me recomendó que fuera para allá lo más pronto posible, no vaya a ser que alguien se lo gane.
Tonto de mí que piqué el anzuelo. Conocí donde quedaba, muy cerca de un supermercado. Como era mi primera visita del día estaba más que entusiasmado. Cuando llegué a la calle, me vine de bruces al suelo. Era una quinta vieja y a esa hora de la mañana tenía un aire de resaca. Al frente había un solar que, por las noches, siempre me había dado mala espina.
Igual toqué solo por cumplir.
Mientras esperaba en la puerta me imaginaba llegando a las 11 de la noche un día cualquiera con la incertidumbre de si podré llegar a mi casa, o regresando un día a casa y encontrarla vacía. Me dirán lo que quieran pero no pueden negarme que Magdalena –quizá Lima y el Perú también- se caracteriza por la inseguridad.
Para bien o para mal, nadie acudió a abrirme.
Camine mis buenos pasos para poder sacar el celular y llamar al siguiente fono apuntado en mi libreta.
El siguiente punto era una vieja calle llena de nostalgia, en donde había vivido cuando tenía 7 u 8 años, había vivido mi primer coche bomba y visto el primer robo de bicicleta en moto. El tiempo parecía detenido: los mismos edificios, la misma panadería, la misma desconfianza de años y cuadras atrás.
Como era un departamento de 3 dormitorios lo dejé para las 5 familias que a las 10:30 ya estaban esperando. La dueña tenía media hora de retraso. Imaginaba que estaría escondida en algún lugar, jugando con la necesidad de esas familias. Esa maldad no va conmigo.
Algo cansado me senté en una banca, revise mis apuntes y volví a la carga. A unos metros de allí, en una encantadora quinta, alquilaban un minidepartamento. Había hablado con la dueña por teléfono y me había inspirado confianza. Cuando la tuve enfrente me pareció más seria y desconfiada de lo que esperaba. Me mostró el lugar en menos de 3 minutos: una sala-comedor y cocina amplia, un baño y una habitación. Una puerta daba para un pequeño jardincito. Todo muy lindo.
Hablamos del precio, de las garantías y adelantos. Me preguntó en que trabajaba, que hacía, el porqué de la mudanza, etc. Todas esas cosas que, de alguna manera u otra, le harían sentirse confiada. Acordamos comunicarnos en unos días y me despedí. Estaba encantado con el lugar.
El resto de lugares ni se asemejaron. Caminando encontré un departamento a un precio accesible pero en estado calamitoso. Además, que un enorme labrador me reciba a diario con ladridos que retumben hasta mi alma no es mi idea de un lugar para mí.
En otro lugar, espere media hora a la dueña que, para variar, tampoco se apareció.
En Miraflores me fue igual. Uno de los departamentos que visité se encontraba en un quinto piso. No soy sedentario y me gusta el deporte pero ya me veía sufriendo las escaleras a diario. Además el olor de la tienda de abarrotes del primer piso impregnaba todo el lugar.
Finalmente, encontré una amante. En un parque de lo más aristocrático, rodeado de edificios inmensos con tantos servicios que parecen clubs privados, había una casa con un departamento precioso. Eso sí lleno de pinturas y trajes de noche porque había sido el atelier de algún artista. Nada más encantador. Pero algo falló, no hubo química y, como se suele decir en estos casos, (no fuiste tú,) fui yo.