(dos criminales y su impacto en nuestro psique)
En el silencio de su celda Félix Luciano debe estar pensando en los muchos años que pasará en prisión por un golpe que, en su cabeza, parecía perfecto, sin sospechar si quiera los contenidos que su osadía ha movilizado en todas aquellas personas que, como yo, gozamos de una libertad que se ha vuelto peligrosa.
De la misma manera como Félix nos confronta con la criminalidad potencial de nuestra mente, nos expone a la facilidad de transgredir lo que freudianamente podría llamarse un tabú. Y, valgan verdades, la sociedad se esfuerza en evitar que pensemos siquiera en esa posibilidad.
Por otro lado, seguramente a varios cientos de kilómetros de Lima, José Enrique Crousillat debe estar más que preocupado en ser reconocido por alguien que pueda dar una pista de su paradero. Si algo tiene claro es que, a diferencia de Félix Luciano, él no despierta ninguna simpatía.
José Enrique no nos confronta con potencialidad alguna. Él es un criminal hecho y derecho. No es que Félix no lo sea, pero en Crousillat recae todo el funcionamiento superyoico que los peruanos y la sociedad que construyen puedan tener. José Enrique no genera ninguna risa, Félix sí. A José Enrique hay que devolverlo a la cárcel –aún no nos explicamos cómo pudo salir de ella si no es con alguna otra criminalidad de por medio-, a Félix también… pero lo dudamos un poco.
Félix se disfraza malamente de antihéroe. Roba a los ricos para… irse a dormir a la playa. Puede burlar sistemas de seguridad, ejecutar un robo de más de 3 millones de soles con la sencillez de quien bolsiquea en los micros y pasear por el centro de Lima con su botín como quien no quiere la cosa. Es, si cabe la penosa expresión, un criollazo.
Hasta ese momento lo aplaudimos y festejamos más allá de tener claro la gravedad del delito. No me dejará mentir los comentarios que recogieron los portales digitales de noticias como El Comercio, Peru21 o RPP. Después, con la captura, nos sonreímos un poco y cariñosamente se le adjudicó un titular (“Choro monse”) que conjuga, creo yo, esa ambivalencia que me hace regresar a la figura del antihéroe: por un lado pena y fastidio por su captura, por otro la sensación de que se hizo lo correcto.
En cambio José Enrique no es ningún criollo ni tiene ningún mérito en recibir incluso más dinero que Félix, en comprar en el Wong de Asia. En él se presenta una paradoja: nos queda claro que debe volver a la cárcel y, si fuese por la mayoría de peruanos, debiera quedarse varios años más pero sabemos que las posibilidades de ser capturado es como lanzar una moneda al aire.
Esto de ninguna manera es un concurso de popularidad. Es sencillamente la forma como nos identificamos en estos dos personajes y como la criminalidad despierta dos reacciones diversas en nuestra psique. La cercanía de Félix, incluso cuando sale enmarrocado, nos remite a nuestra potencial criminalidad, su viveza es nuestra viveza, sus carencias las nuestras. La antipatía que genera José Enrique nos remite a la distancia, a las diferencias socioeconómicas, a lo evidentemente corrupto sobre lo cual podemos dar rienda nuestra moral más recalcitrante. No se celebra el éxito, celebramos la viveza… aunque dure poco.
De la misma manera como Félix nos confronta con la criminalidad potencial de nuestra mente, nos expone a la facilidad de transgredir lo que freudianamente podría llamarse un tabú. Y, valgan verdades, la sociedad se esfuerza en evitar que pensemos siquiera en esa posibilidad.
Por otro lado, seguramente a varios cientos de kilómetros de Lima, José Enrique Crousillat debe estar más que preocupado en ser reconocido por alguien que pueda dar una pista de su paradero. Si algo tiene claro es que, a diferencia de Félix Luciano, él no despierta ninguna simpatía.
José Enrique no nos confronta con potencialidad alguna. Él es un criminal hecho y derecho. No es que Félix no lo sea, pero en Crousillat recae todo el funcionamiento superyoico que los peruanos y la sociedad que construyen puedan tener. José Enrique no genera ninguna risa, Félix sí. A José Enrique hay que devolverlo a la cárcel –aún no nos explicamos cómo pudo salir de ella si no es con alguna otra criminalidad de por medio-, a Félix también… pero lo dudamos un poco.
Félix se disfraza malamente de antihéroe. Roba a los ricos para… irse a dormir a la playa. Puede burlar sistemas de seguridad, ejecutar un robo de más de 3 millones de soles con la sencillez de quien bolsiquea en los micros y pasear por el centro de Lima con su botín como quien no quiere la cosa. Es, si cabe la penosa expresión, un criollazo.
Hasta ese momento lo aplaudimos y festejamos más allá de tener claro la gravedad del delito. No me dejará mentir los comentarios que recogieron los portales digitales de noticias como El Comercio, Peru21 o RPP. Después, con la captura, nos sonreímos un poco y cariñosamente se le adjudicó un titular (“Choro monse”) que conjuga, creo yo, esa ambivalencia que me hace regresar a la figura del antihéroe: por un lado pena y fastidio por su captura, por otro la sensación de que se hizo lo correcto.
En cambio José Enrique no es ningún criollo ni tiene ningún mérito en recibir incluso más dinero que Félix, en comprar en el Wong de Asia. En él se presenta una paradoja: nos queda claro que debe volver a la cárcel y, si fuese por la mayoría de peruanos, debiera quedarse varios años más pero sabemos que las posibilidades de ser capturado es como lanzar una moneda al aire.
Esto de ninguna manera es un concurso de popularidad. Es sencillamente la forma como nos identificamos en estos dos personajes y como la criminalidad despierta dos reacciones diversas en nuestra psique. La cercanía de Félix, incluso cuando sale enmarrocado, nos remite a nuestra potencial criminalidad, su viveza es nuestra viveza, sus carencias las nuestras. La antipatía que genera José Enrique nos remite a la distancia, a las diferencias socioeconómicas, a lo evidentemente corrupto sobre lo cual podemos dar rienda nuestra moral más recalcitrante. No se celebra el éxito, celebramos la viveza… aunque dure poco.