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Quién nos llama a esta hora moribunda de retamas marchitas
donde la soledad come sentada sin compañía en la mesa familiar
a la que una vez asistimos sonrientes.
Nadie se despierta en el cementerio a esta hora,
aun cuando la tristeza invade los panteones y azota a las gordas ultratumbas.
En este silencio inseguro, putefracto, negro, muy negro,
nadie se sienta a comer,
ni nadie bebe la sangre del pacífico espectáculo matutino
en la que dos carneros se ofrecieron por nosotros.
Nadie viene a reír ni nadie viene a recoger este silencio,
este secreto que agobia a nuestros propios oídos.
En esta hora gélida de telarañas asesinas
nuestros corazones se parten en dos
y la única sangre con color es la de los corderos,
las de esos vanos sacrificios.