Archivo por meses: noviembre 2012

Quisiera amar…

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Tengo poco amor en este odio aborrecido que me adormece en la cama
este amor ligero que quisiera extender a todos los rincones del mundo
no encuentra una caricia un verso o una mano que coger

este amor que alumbra un corta penumbra pelea contra el devenir de un solo dios
que en la incertidumbre de un querer no da ninguna respuesta expresa
y madruga cada día con un simple propósito que es lograr una sempiterna felicidad
una diadema que cubra a dos para siempre bajo un celaje protector

la caricia que escasea huye sin haberla percibido en alguna parte del segundo
esa caricia desertora es ajena a mi querer -es un destiempo en la mañana-
que cada tarde ensombrece el sonido de la campana dispuesta a sonar por amor

en las horas solo se presentan las sombras de la nada de un ayuno inconcebible
en esta soledad no puede haber desoledad menos injusta que las sobras
sobras de una esperanza vieja y moribunda que yace en las sábanas de dolor

Tengo poco amor en duelo que batalla cada día por un querer…

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Viejas hojas verdes

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De las ramas del tiempo nacen grandes hojas verdes
un verde que se dobla en el aire
con un olor que las impregna en su cuello
es el olor de poeta
con una mitad de amor con una mitad de odio

Estas ramas en la tarde bailan
como los dedos de un bebé
juegan y se divierten bajo un cielo de un vino atardecer
rojizo

Y un viento sereno calma el jardín frondoso
y el baile para
solo queda una aventura efímera de una herida
es la loción del poeta en cada llanto de las hojas
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En la guerra no hay silencios blancos

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La guerra no tiene silencios blancos
no quiere amigos
no quiere amor

La guerra lastima, hiere, socava nuestros humanos corazones,
divide los números en uno, en el impar más cruel y egoísta

La guerra es una bomba de hidrógeno que logra asfixiar el más leve oxígeno
un reloj a destiempo que mutila y mata

La guerra es una invasión que intimida a la frágil sombra

La guerra que provoca no trae paz ni caricias
no nos une una vez más

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La hora moribunda

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Quién nos llama a esta hora moribunda de retamas marchitas
donde la soledad come sentada sin compañía en la mesa familiar
a la que una vez asistimos sonrientes.

Nadie se despierta en el cementerio a esta hora,
aun cuando la tristeza invade los panteones y azota a las gordas ultratumbas.

En este silencio inseguro, putefracto, negro, muy negro,
nadie se sienta a comer,
ni nadie bebe la sangre del pacífico espectáculo matutino
en la que dos carneros se ofrecieron por nosotros.

Nadie viene a reír ni nadie viene a recoger este silencio,
este secreto que agobia a nuestros propios oídos.

En esta hora gélida de telarañas asesinas
nuestros corazones se parten en dos
y la única sangre con color es la de los corderos,
las de esos vanos sacrificios.

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