No necesito esa mítica mezcla de café con Coca-Cola para poder mantenerme despierto esta noche (y quizás mañana tampoco).
El remordimiento de no haber terminado una lectura me persigue bajo la almohada. La exigencia. Todo lo que has leído, repasarlo, seguramente no lo has captado bien. El motivo. Pensar que siempre puedes lograr más, otras horas despierto para poder transcribir lo más importante… y repasar.
Apenas los ojos se cierran saltan los latidos de la cabeza. Soñar, pesadillas.
Encontrarse en la cama. No poder despertar, y sentir sombras de seres mínimos volando por las paredes. Gritar pero no ser escuchado. De dónde salen, petisos mutantes. ¿Qué es lo que buscan esta noche? Acaso no dejarme dormir.
Parece una eternidad, pero sólo han pasado unos treinta minutos.
Volver a las lecturas. Cuando los ojos no den otra vez, una nueva pesadilla.
Un niño que corre tras las carreteras en movimiento. Por favor no corras, por favor. Cuidado con ese carro. Un perro que escapa de las ruedas de un auto y se dirige a otro. Los tratas de seguir esquivando la lluvia de asesinos para sacarlos de aquel infierno. No más, no más. Tienes miedo que te atropellen ¿no?
Continuar con las lecturas, ya se me ha quitado el sueño.
La historia de la canción era sencilla: el chico más enamorado del mundo le pedía disculpas a su pareja. El motivo… ¿qué importa la letra cuando el tonito suena bien?
Usualmente él no entra a explorar detalles de las cumbias ya que prefiere el tarareo y las ganas de bailar. Sin embargo, esta vez optó aclarar oídos al parecerle haber captado un error en el coro:
Ni pudo salir de su asombro cuando el coro se repitió por tercera vez, no supo cómo manejar tal mensaje. Estaba en medio de la risa, la vergüenza y el repudio. ‘¡Qué le ocurre a la gente!’ gritó negando una burla.
La canción terminó. El programador de la estación radial empezó a presentar la ‘más pedida de la semana’ augurando éxitos futuros para la anterior canción mientras él extendía su brazo para apagar la radio…
Dime, por favor, que a ti también te gusta…
El invierno. Caminar en soledad nocturna. Los abrazos. Besar cuellos. Soñar. Atravesar galaxias desde la cama. Pellizcar el adormecimiento. Cantar mal en la ducha. Respirar bajo el agua. Los labios ardientes por las naranjas. No creer en fantasmas. El plátano con queso. Mirar a los ojos. Las orejas rojas. Escuchar la misma canción. No presionar tan fuerte el lápiz. Pintar de arriba abajo y salir disimuladamente de las líneas. Definir bien los trazos, no el relleno. Dibujar-te.
El 15 de octubre de este año, el tema universal del Blog Action Day fue la pobreza. Lastimosamente, se me pasó la fecha y postergué esta entrada hasta hoy. Las ganas quedaron intactas desde siempre.
El tema es amplio, y no sólo se reduce a lo que está escrito aquí. Únicamente relato el primer encuentro de un niño (de afuera, observador, preguntón) con la pobreza (incluso posiblemente con la indigencia). Ésta es una de las tantas caras como se muestra la situación de pobreza; quise coger la más próxima a todos, la que está en las calles esperando unos céntimos. Finalizo no pretendiendo dar respuestas, quisiera que tú las des. Disfrútenlo. Aunque mejor… que les joda un poco.
El gris celestial contagia a los habitantes del Centro de Lima. Los grupos crudos de masa se movilizan siempre con prisa, mecánicos, contra el tiempo. Alguien capturó su atención, una señora de polleras coloridas sentada en una esquina negra. En brazos, un bebe. A sus pies, una mugrienta taza de plástico amarilla. Las multitudes siguen sus respectivos rumbos. La ignoran.
Al pasar por su lado, la desdentada boca le dijo “colabórame, unas moneditas por favor”. Él no tenía un solo centavo en el bolsillo. Pidió a sus padres que le regalara una moneda para darle a la señora; “No tengo sencillo”, “otro día le das”, sugirieron ellos. Y así tuvo que continuar su recorrido en los jirones coloniales hacia la Plaza Mayor.
No quiso dejar de mirarla. Ella seguía repitiendo “colabórame pe‘, no seas malito”. Le juró que regresaría y continuó tras los pasos de su mamá.
A unas esquinas, otra señora y sus dos niños vendiendo caramelos le interceptaron. Sus padres siguieron caminando. Él tuvo que hacer lo mismo, pero su cabeza los seguía mirando. La niña era de su edad.
Incontables. Una lluvia de personas que nadie veía (o no querían ver). Algunos ofreciendo algo a cambio, otros sólo pidiendo con la palma en alto. Esto no está bien. No puede seguir así, ¿por qué nadie hace algo?
En casa, se propuso juntar todas sus propinas y volver al Centro a repartir lo mismo entre toditos. Su madre le compró una alcancía en forma de chanchito. Empezó. Cada fin de semana, céntimos tras céntimos. Su objetivo siempre ahí. ¿Qué otra cosa podría hacer con ‘dinero’? a veces pensaba. No encontraba otra finalidad. Tampoco le gustaba tener monedas en la mano.
Al fin, el chanchito sonaba lleno al sacudirlo. Le pidió a su papá que lo rompa. El suelo se esparció de piezas rosadas y monedas. “Qué bien… junté cuarenta y siete soles y… treinta céntimos ¡Guau!”, terminó, “al fin”. Ahora al siguiente paso.

Le pidió a su primo mayor que lo llevara al Centro de Lima. Sus padres no lo pudieron llevar. La bolsita donde tenía la plata pesaba. Su primo le preguntó qué iba a hacer con el dinero. Respondió “voy a repartirle a las señoras y señores que están sentados en las esquinas, seguro lo necesitan mucho”. “Qué tonto, mejor cómprate algo enano”. “No quiero”. “Allá tú… vas a tirar la plata”.
Empezó con la señora que vio por primera vez en esa situación. “Señora, he regresado” le dijo. La señora parecía no recordarlo. No había pasado tanto tiempo. Sin embargo, comprendió que en ese par de semanas la señora ha visto a miles de peatones a su lado.
“Tome señora”, le dio una moneda de un nuevo sol y tres monedas de céntimos cobrizos. “Muchas gracias hijito”. Él se sintió mejor ahora, no sólo había “colaborado” sino también cumplió con su promesa de regresar.
Así continuó con el resto del jirón. Algo más de un sol por persona que encontraba sentada con los vasos alzados. Estaba emocionado, los saltos que daba entre pasos lo impulsaron más y más lejos. En otro jirón, un señor gordo y descuidado. Otra niñita de su misma edad. Una nenita con caramelos de limón en la mano. Otra embarazada. Otra señora con bebe en brazos. Un niño con los moquitos al aire y más caramelos de limón. Y así continuó. Y seguía feliz. Su primo se aburría ‘Ya nos vamos, ya no tienes plata nada más que para los pasajes. Ni un helado te pudiste comprar, enano malcriado’.
Un tiempo pasó cuando regresó al Centro nuevamente. Se sorprendió. Otra vez la misma señora en la misma esquina, en la misma situación. Se desprendió de sus padres y se le acercó. “Señora ¿qué le pasó? ¿Por qué sigue acá?”. La señora le respondió, “colabórame por favor hijito”. “Pero ya le di la otra vez”. No lo reconoció. Una mano lo cogió del brazo. “Vamos, oye”. Lo obligaron a continuar.
Ella no era la única, al seguir vi a todos los demás en los mismos lugares. Se sintió inútil, todo había sido un fracaso. La señora no dejó de pedir “limosnita”. Inútil el sol cincuenta que le facilitó.
Le preguntó a su papá “¿Pá‘, por qué la señora me pide más?”. “Porque es floja” respondió colérico.
No es cierto (esa respuesta es el escape de “los adultos”), debe haber algo, algo, algo. Un motivo. Pero qué, qué. Pensaba.
Alguna vez le había explicado al presidente que la política es así: el gobierno es un asunto de gobernar o no gobernar, presidente, de ganar o de perder, nadie empata en la política, ¿me entiende?, empatar es perder, o uno gana mucho o pierde, y ahora escúcheme bien, si no ganamos, si no gobernamos, entonces estamos jodidos para siempre, estamos perdidos para siempre, estamos fritos, yo sé, hágame caso, esto es una guerra, o sea es el arte de la guerra, acá no hay cojudeces, tenemos que quedarnos porque si no, fíjese, le hablaba mirándolo de frente, haciendo el intento de desmoronar los anteojos, abrir la piel. La cara del presidente lo asimilaba sin moverse, era una trinchera: dos o tres arrugas nuevas, el vago temblor en los párpados, el muro de la boca. Ya sabemos quién es quién, los celulares, los micrófonos, los teléfonos, los archivos. Tenemos que quedarnos.
Sí, tenemos que quedarnos, doctor, pero hasta cuándo cree usted. Hasta que podamos, presidente. Confíe en mí, ¿y después?, después vendrá otro y otro, yo sé lo de todos, y siempre va a haber alguien conocido, uno de los nuestros, no se preocupe. Eso he aprendido de Abimael, que es un genio del mal pero un genio, señor presidente: que tenemos ojos y oídos en todas partes. ¿Eso aprendiste? Ya sabías eso, Vladi. Eso ya sabías. Mil ojos, mil oídos. Sonríe, le mira la corbata. ¿Me estás filmando ahorita, Vladi?»
En Grandes Miradas de Alonso Cueto.
Un rastro de lunares concluye en sus labios. Busca fingir una inexpresión siempre, la mayor parte, en vano. La piel reseca en su nariz es el cómplice ideal del puente plastificado de sus anteojos: el objetivo, la realidad. Tras las lunas rectangulares, el par de ojos perdidos no cae en la trampa; se relaja en las formas y siluetas que lo roza, logra abstraerse.
En su mente, sólo quiere recordar. Por estos últimos meses, se ha acostumbrado a vivir en selectos fotogramas de su pasado. Todas las veces vistas desde una tercera persona; él es un actor. Esas palabras, esa postura, esa mueca. Se ve, te ve. ‘Qué estúpido’ ‘Cómo hiciste esto’, las voces han aumentado en cantidad. Critican.
Al fin sus labios se ensanchan para mostrar los frenillos. Cierra los ojos mientras sonríe, un cuasi reflejo de algún ‘buen’ instante recordado.
Los pasos lentos continúan. Las sombras deformadas aparecen y desaparecen delante de él, las considera bellas.
Cerca, un recuerdo más. Momentos, rostros, voces; nuevamente la escena teatral. Espera un regalo, algo feliz, otra sonrisa.
Y créelo, todo esto le gusta.
En Pudor de Santiago Roncagliolo.
Leer más– Los errores no importan. En la imperfección está lo perfecto, así es el Arte.
Y no, el rojo no era por la sangre muerta de las carreteras Panamericanas. Ni el blanco era por la cocaína confiscada en los vuelos internacionales.
Era, sin bromas, algo más sensacional. Algo que no veía hace mucho en la prensa escrita. Un sentimiento nacional de apoyo a las selecciones deportivas peruanas…
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Los cuatro niños le miraron. Sabían que les iban a preguntar sobre esto en algún momento, aquella noche. Uno de los más habladores contestó.
– Yo estaba en la fiesta de la Siomara. Ahí estábamos un montón de gente cuando comenzó. Salimos corriendo como locos. Felizmente la casita de la Siomara no se cayó, pero sí se rajó –movía las manos tratando de regalar imaginación-. Afuera no se veía nada, todo estaba oscuro y la gente seguía corriendo. Cuando regresé a mi casa, una pared había aplastado a mis patitos.
– Qué piña la Siomara –replicó una niña a su lado-. Justito en su cumpleaños pasa todo esto.
Entonces tomó la palabra Javiercito.
– Yo me había quedado dormido. Estaba viendo ‘La hora Warner’ y me quedé dormido –cuando el resto escuchó ‘La hora Warner’ empezó una tenue cortina de cuchicheos sobre los personajes favoritos-. No me había dado cuenta del comienzo del terremoto. Me desperté por el grito de mi mamá. Todo se movía y salí corriendo a oscuras, mi mamá ya estaba afuera de la casa. Bien feo ah, todo se movía feo, los árboles, el suelo. Afuera, mi mamá me gritó más y lloró porque se había caído una parte de la casa. La abuela nunca salió en el terremoto. Al final nos metimos para ver si estaba bien, sólo estaba dormida nomás. No le cayó nada.
– Una señora murió –dijo otro niño-. Una vecina. Ya había salido del terremoto. Cuando regresó para sacar sus cosas, ¡Plash! le cayó el techo en la cabeza.
– Qué feo ¿no? –volvió Javiercito-, y tú… ¿qué hacías?
Le tocaba el turno de compartir su experiencia.
– Yo estaba en la computadora esa noche. De la nada comenzó todo y ¡Pufff! salí volando instantáneamente a la puerta. Gritaba ¡Stocky!, llamaba a mi perro y me seguía. Cuando bajé al primer piso, el terremoto continuaba y mi pá‘ no había bajado todavía. Mientras lo esperaba me había quedado boquiabierto por la vereda. Se movía así –hizo ondas tras ondas con sus brazos- y yo estaba inmóvil sorprendidísimo. Luego miraba alrededor. El poste más cercano se tambaleaba de un lado a otro y había gente a sus pies. Gritábamos ‘No sean locos; salgan de ahí ¡se puede caer!’. Luego una vecina empezó a correr de esquina a esquina rezando el ‘Padre nuestro’ en voz alta. Eso nos hizo sentir mal. Por ahí se escuchaba ‘Fin del mundo’… en verdad, sí lo parecía –una niña afirmó que la Sra Carmela también dijo lo mismo en su momento-. En el cielo se prendían y apagaban luces, parecían rayos lejanos. Pensé, ¿relámpagos en Lima?, esto anda mal, muy mal. Y al fin, el terremoto terminó.
Las caritas dibujaron interrogantes sobre el origen del fenómeno, las luces en el cielo. No halló una manera científica-didáctica de explicar el suceso. Prefirió continuar.
– Lo peor fue cuando terminó. No sabíamos dónde era el epicentro y temíamos a que se saliera el mar. A mi má‘ se le vinieron estas predicciones medias dudosas de Santa Rosa de Lima, decía que el mar saldría en cualquier momento e iba a inundar todo hasta el centro de Lima –prefirió no profundizar estas teorías-. Igual, era mejor prevenir que lamentar. Así que toda la noche [con nuestras maletas hechas] estuvimos pendientes del mar por la tele‘ para ir corriendo al centro de Lima en el primer taxi.
– En Pisco el mar se salió también –dijo Javiercito-. Mi tío me dijo que toda la plaza al lado del mar estaba llena de agua y las casas de por ahí inundadas.
– Cierto –aportó el mayor de edad-. Cuando fui por primera vez a Pisco encontré algas en las ventanas de las casas al costado del mar. Claro, el mar ya había cedido.
– ¿Sí? ¿era verdad entonces? -Javiercito y el asombro-. A su…
En silencio, cada niño recordó escenas de aquella noche. Los gritos de desesperación en las sombras. La primera vigilia.
– Ciertamente chicos, de un modo u otro, a todos nos ha sacudido horrible ese terremoto. Por eso estamos acá.
Luego de otro pequeño mutis, la infancia los hizo retornar a ‘La hora Warner’ para no darle más vueltas a la catástrofe. Ya otro día llegará el momento en el que vuelvan a tocar ese tema una vez más. Empezaron con pato Lucas.
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