Month: abril 2010

El regalo

«-¿Qué estabas haciendo? -me preguntó Rosario.
Salía con una camiseta larga, sin nada debajo, con la sonrisa que se dibuja después de un sexo sabroso.
-Leyendo -le mentía.
Ella salía a fumarse un cigarrillo porque a Emilio no le gustaba que le fumaran en el cuarto. Yo no entendía cómo se le podía prohibir algo a Rosario después de hacerle el amor.
-¿Leyendo? -me volvió a preguntar-. ¿Y qué estás leyendo?
Yo la dejaba que fumara en mi cuarto. Nunca me pidió permiso pero yo la dejaba. Por la puerta entre abierta veía a Emilio, todavía desnudo, echado en la cama, saboreándose los últimos destemples del sexo.
Ella se sentaba en la mía, únicamente con su camisetica, se recostaba en la pared, subía los pies y los cruzaba y soltaba muy despacio las bocanadas de humo, todavía con goticas de sudor sobre los labios.
Me hacía cualquier pregunta tonta que yo a veces ni le contestaba porque sabía que no me oiría. No siempre hablaba. La mayoría de las veces se fumaba su cigarrillo en silencio y después se iba para la ducha.
Y yo siempre, después de verla salir, buscaba el sitio de la sábana donde se había sentado para encontrar el regalo inmenso que siempre me dejaba: una manchita húmeda que pegaba a mi nariz, a mi boca, para saber a qué sabía Rosario por dentro.»

En Rosario Tijeras de Jorge Franco. Leer más

Derrape ‘H’

En la sala de recursos electrónicos de “H” (cuarto piso) todas las noches se escuchan derrapes provenientes de la avenida Riva Agüero. Son los sonidos de las frenadas en seco las que sorprenden a los internautas. Los hacen imaginar escena desastrosas y emitir exclamaciones como “¡Auch!”, “Chesu‘, ya se mataron”.

Algo que no va a cambiar fácilmente. Estoy seguro que mañana en la noche escucharemos el mismo sonido cada tanto de minutos. Leer más

Ufología

Ayer perdí a mi hermano mayor, se lo llevaron unos extraterrestres. Se lo llevaron lejos de la tierra, a una odisea de circular éxtasis y al aparente placer de distorsionadas constelaciones.

Sí, ayer perdí a mi hermano mayor, se lo llevaron unos extraterrestres. Leer más

See you soon, Stocky

Dotado de una extraña personalidad, a veces indiferente, a veces apasionado, le gustaba la independencia. Le encantaba dormir casi todo el día, o al menos sus ojos -que se igualaban a dos ranuras horizontales- así lo aparentaban. Muchas veces, el sol que entraba por la puerta lo acariciaba dejando al descubierto su fascinación por el calor matutino.

Todo el tiempo, me gustaba acercarme a él así, en el suelo, y tirarme a su lado. Pensar como él, que no existe el tiempo. Y sentir esos rayos de relajamiento. Lo abrazaba en el suelo. Me respondía con un gruñido, sabía que significaba “Peter, no molestes… déjame dormir”. Pero no me importaba, yo lo abrazaba y así quería que terminara el día, en un momento congelado en el suelo.

Era alérgico a él, lo descubrí a las semanas que lo traje. Pero no me importaba, podía aguantar unas ronchitas en los brazos con tal de cargarlo y pasar mis manos entre sus rollos desiguales.

Recuerdo sus suspiros, los imito cuando algo no sale mal ¿O él imitaba los míos? No es importante saberlo. La perfecta combinación entre ronquidos y sueños -con sus respectivas movidas de patas- era su mejor amigo.

Aunque sabía que era diferente a los demás, nunca se consideró un perro. Nunca jugó con otros perros más que el perro de mi tía -al que igualmente, a veces no soportaba-. Sólo se sentaba en la calle al lado de mi abuelo y tomaba más sol.

Una noche, luego de haber estado lejos unas horas y sin preveer lo que ocurriría en la mañana, llegué a la casa y mis tías estaban en la puerta. Muy raro, pensé, algo habrá pasado. Me acerqué y me dijeron que Stocky había muerto. “Naaaa”, imposible, negué creerlo, me estaban haciendo una broma, cómo se iba a morir un animal tan cuidadoso.

“En serio”, confirmaban la noticia. “Bueno… de algo tenía que morir ¿no?” fui duro. No quería mostrarme, no quería que me vieran bajo. Mucho menos quería que realmente sintieran lo que sentía. Qué les importa al fin. Me miraron los ojos como si quisieran sacarme lágrimas para desahogarme. Pero no lo lograron.

“Está en la veterinaria, lo están alistando para el entierro”. En el jardín Michael estaba cavando un hueco lo suficientemente grande para su robusto cuerpo. Fui a la veterinaria y lo encontré tendido en la mesa de metal.

Estaba dormido, yo creí. Lo toqué, aún estaba tibio, tan tibio como siempre. Tan tibio como cuando lo dejé esa mañana. Pasé mis manos entre sus rollos y lo sacudí para que despertara. Le decía, “Stocky despierta, no seas tonto, despierta”. No lo hizo, en vez, mis lágrimas cayeron sobre su cuerpo. No había nadie más que él y yo en esa sala. En el fondo, así lo quería, durmiendo como le gustaba.

Cuando llegó alguien, que no recuerdo bien, lo tuve que cargar para llevarlo al entierro. Pesaba, siempre había ensayado cargarlo por última vez pero nunca pensé que sería tan horrible. Sus ojitos estaban cerrados, y su cuerpo aún emanaba ese olor fuerte característico de él.

Lo dejé en el hueco, ahí echado. Sabía que a él le gustaba estirar las piernitas de cerdo para dormir. El hueco no era lo suficientemente largo como para enterrarlo estirado, le encogimos las patitas y entró perfecto.

Empezaron a echarle cal y tierra. Cada montículo de arena sobre su cuerpo era como un golpe en el estómago, insoportable. Y ya sabía que nunca iba volver a verlo moviendo su espiralada cola o escuchar su ladrido jamás. Quizás, tal vez no acá.

Sé que ese jardín era uno de sus lugares preferidos, y ahora, el mío también. Leer más

Arrocillo

Lado A

En un bus de Lima a Tacna, una pareja de otra nacionalidad viajaba en los asientos números 29 y 30. Los jóvenes, ansiosos por el almuerzo -y en vista que ya se empezaba a comer en los asientos delanteros del bus-, llamaron a la señorita azafata.

La azafata, como se encontraba sirviendo los otros platos, no podía atenderlos inmediatamente, por lo que les rogó le regalen “un ratito” para ir con ellos.

La joven pareja bautizó como “miss Perú” a la azafata en sarcasmo a la fealdad física de la misma. “¿Qué tiene esta… miss Perú? ¿Nos quiere dejar sin almuerzo?”, risas cómplices.

Al fin llegó la azafata a sus asientos, sin conocimiento de sus burlas. “Disculpa, qué hay de almuerzo”, la entonación chilena de la joven se notó. “Tenemos arroz blanco con pollo al horno” respondió la azafata. “¿No hay almuerzo vegetariano?” se preocupó la muchacha. “Lo sentimos, este pasaje no incluye almuerzo vegetariano” le recordó la azafata.

Dado que parecía quedarse sin almuerzo, la muchacha preguntó “¿y de postre?”. La azafata respondió “Arroz con leche”. El hartazgo venció, “¿¡qué!? En serio ¿qué le pasa a este país? todo lo comen con arroz. Arroz con pollo, arroz con leche, arroz con mariscos, arroz con pato. ¡No entiendo!”, no hubo mesura alguna. Para cuando acabó tal objeción ya había retumbado en los demás oídos alrededor.

Su novio comprendió la exaltación y un descuido insensato en sus palabras. Por lo que decidió susurrarle ligeras advertencias en vista a la desaprobación de los otros pasajeros, que por cierto, eran peruanos.

Haciendo “oídos sordos”, la señorita azafata continuó repartiendo los almuerzos a los que faltaban. En sus mejías, el color rojo encendido aún tiritaba de cierta indignación.

En su turno, la joven aceptó el almuerzo con un gesto de repulsión y castigo, generada quizás por la insistencia de su pareja. Almorzó. Cuidó mucho en no probar el pollo, no así, devoró todo el arroz.

 

 

Lado B

En un bus de Arica a Santiago, un grupo de señoras peruanas –que, eran de la misma familia-, viajaba en los asientos 21, 22, 25 y 26. Estas señoras, de unos 30 a 40 años promedio insistían en la cena. Así, llamaron al terramozo.

“¿Joven, a qué hora sirve la comida?”, preguntó la más “criolla”. “Dentro de unos minutos señora”, respondió cordialmente el terramozo. “Huy, es que estoy con un haaambre” bromeaba la señora, su prima le regalaba una risita cómplice. El muchacho no respondió al chiste.

Antes de dejar al joven volver a su asiento de copiloto, la señora le preguntó “¿Y qué hay de cena?”. Le respondió “Bueno, en verdad, el refrigerio consiste en un alfajor, un refresco y un emparedado”. Hubo un pequeño mutis y un consecuente aire de estafa.

“¿Qué cosa? ¿Dónde está mi mazamorra morada, mi arroz con leche…, mi arroz zambito?” le exigió la señora. Los demás pasajeros pretendieron no intervenir, la consideraron imprudente. “¿Perdón?”, rió respetuosamente el chileno. “Nada joven, usted no tiene la culpa”, lo disculpó la señora.

Una vez el joven rumbo a su asiento, la señora le increpó a su vecina sobre la comida. “Con razón que los chilenos están tan flacos, si los tienen a punta de alfajores. Pobres. ¡No qué va! Conmigo no. A mí, me traen mi arroz con leche bien calentito si no nada”. Su prima, cómplice, le daba la razón con gestos.

Esa noche, la señora aceptó su refrigerio. Cuando acabó el alfajor y el emparedado, aún pensaba en el arroz con leche. Leer más