Algunos gurús de la era digital achacan todas las dificultades que existen en el mundo real a un inepto entorno tecnológico, cuando a veces son esfuerzos deliberados por promover la justicia, la equidad o la cohesión social

20 ABR 2013 – 00:00 CET

RAQUEL MARÍN

El pasado verano, Momentum, una agencia multinacional de marketing, puso en marcha una ingeniosa campaña para Coca-Cola en España: instaló 18 máquinas expendedoras “inteligentes” que bajaban el precio de las bebidas frías en los días de calor. Una bebida comprada a 25 grados centígrados te costaría 2 euros. Si la temperatura superase los 30 grados solo tendrías que pagar 1 euro.

Pero no nos apresuremos a celebrar esa política de precios dinámica, basada en los sensores, como una prueba de que la ciudad inteligente aún pueda albergar una dimensión humana. A pesar de todo su supuesto humanismo, el experimento era claramente un truco publicitario: ¿Qué negocio digno de tal nombre sería lo suficientemente tonto como para bajar los precios de las bebidas cuando hace más calor? Un negocio que quiera perdurar instalaría sensores para hacer exactamente lo contrario. Y, aparte de dar rienda suelta a su vandalismo, los consumidores no podrían hacer gran cosa para manifestar su protesta: a la máquina, a diferencia de algunos comerciales de carne y hueso, no le afectarían las quejas malhumoradas.

Sin embargo, hay algo que Momentum entendió bien: la proliferación de sensores baratos ha hecho de la política de precios dinámica —cuando el precio puede ajustarse en tiempo real sin intervención alguna del operador humano— una opción tentadora. Y mientras algunos sensores intentan determinar factores ambientales como la temperatura exterior, otros pueden concentrarse en aprender más sobre los propios compradores: ¿Son jóvenes? ¿Cómo suelen vestirse? ¿Están en Facebook?

Contestar a la última pregunta aún puede constituir un desafío, pero a las dos primeras hoy ya puede responderse. En 2011, Intel y Kraft se asociaron para lanzar los quioscos iSample, los cuales se basaban en un sensor óptico para determinar la edad y el sexo de los compradores y decidir qué productos servirles. Inicialmente la máquina se utilizó para comercializar Temptations, un postre a base de gelatina que se anunciaba como “la primera gelatina solo para adultos”, de manera que, al detectar a un niño, la máquina le pedía que se apartase. En Japón hay una máquina expendedora similar, que se basa en la tecnología del reconocimiento facial para recomendar diferentes bebidas a diferentes consumidores: a los hombres menores de cincuenta años se les recomiendan bebidas de café enlatadas, mientras que a las mujeres veinteañeras se les recomienda té.

Proliferan los sensores: hay máquinas expendedoras que ofrecen productos
según el perfil
del usuario

Ahora los sensores se utilizan primordialmente para ayudar a automatizar decisiones sencillas y binarias, como la de no vender alcohol a nadie que aparente tener menos de 18 años, pero no se tardará mucho en capacitarlos para intervenciones más complejas: una vez que nuestra cara puede asociarse a nuestro perfil en una red social, todo tipo de manipulaciones entran en escena. Descuentos, por ejemplo.

Teóricamente, al menos, pareciera que hay mucho que celebrar: los sensores contribuirán a la consecución de una mayor eficiencia. Max Levchin, director de tecnología de Paypal y destacado inversor tecnológico, reivindicó ese mundo obsesionado por la eficiencia en la relevante conferencia del DLD (Digital Life Design) del pasado enero. Para Levchin, la proliferación de sensores y la portabilidad de nuestra identidad significan que el mundo digital finalmente puede llegar a ser mucho más eficiente que su analógico predecesor.

“El mundo de las cosas reales es muy ineficiente: los recursos infrautilizados abundan, como también abundan las compañías que intentan racionalizar su uso”. Pero hoy, “gracias a la digitalización de los datos analógicos y a su administración en una lista centralizada”, ha surgido toda una generación de nuevas empresas que ofrecen “nuevos y sorprendentes rendimientos”, desde la popular Uber —que pone en conexión a pasajeros y conductores— hasta la no menos popular Airbnb —que pone en conexión a propietarios e inquilinos que quieren alquilar viviendas para estancias cortas.

Veamos el caso de Uber. Antes, cuando se pedía un taxi por teléfono, a uno lo trataban como a todos los demás. No tenías ni idea de qué puesto ocupabas en la cola. Enfadarte y colgar el teléfono suponía tener que empezar de nuevo encontrarte al final de la lista. Mediante este sistema tonto, sostiene Levchin, “incluso si estuvieras dispuesto a pagar cien veces más que cualquiera que esté por delante de ti en la cola, nunca conseguirás expresar esa demanda. El dato existe solo en formato analógico y se mueve a velocidades solo analógicas”. Uber es diferente: tus datos llegan en formato digital, sabes exactamente cuándo están disponibles los recursos y cuánto tiempo tienes que esperar. Y, eventualmente, si estás dispuesto a pagar más que los demás, podrías obtener un mejor servicio.

Levchin lleva esta lógica al extremo, anticipando con impaciencia “listas de espera con precios dinámicos para confesores y terapeutas”, y prometiendo que seremos capaces de poner en alquiler el poder de computación de nuestros cerebros para resolver tareas diversas mientras dormimos. Pero hay algo extraño en su ejemplo de Uber: ¿Por qué es tan buena idea tratar a alguien que es amigo de Bill Gates en Facebook de un modo diferente a alguien que no está siquiera en Facebook?

Las insuficiencias son
precisamente el precio
que pagamos para evitar
la discriminación

La verdadera razón para que se dé un trato igualitario en el caso de los taxis analógicos y tontos no tiene nada que ver con la ausencia de unos buenos sensores: es el resultado lógico de las regulaciones de ese servicio como “transporte público”. La no discriminación es parte esencial de esa regulación: se supone que vas a pagar la misma tarifa por tu viaje con independencia de si eres negro, blanco, homosexual o multimillonario.

Quizá existan buenas razones para abandonar ese principio. Pero el simple hecho de que ahora dispongamos de una mejor tecnología para despojarnos de las ineficiencias del sistema no es una de ellas: la ineficiencia es precisamente el precio que hemos convenido pagar por la no discriminación. Comparar la muy regulada industria del taxi con los retoños de la escasamente regulada “economía compartida”, como es el caso de Uber, —y hacerlo solamente con criterios de eficiencia— es trucar la baraja a favor de Uber. La industria del taxi se hizo para ser ineficiente.

O fijémonos en Airbnb, que Levchin también invoca de pasada. El argumento en favor de Airbnb es bien conocido: incorpora muchas más unidades de alojamiento a un mercado muy rígido. Pero ¿qué decir de sus costes? Al permitir que los propietarios conviertan sus apartamentos en hoteles permanentes, Airbnb podría estar socavando el espíritu comunitario de esos barrios y tal vez incluso estar violando la reglamentación de alquileres. (Por no hablar del hecho de que no parece que Airbnb ni los propietarios que recurren a ella paguen todos los impuestos que se les exige a los hoteles; se estima que solo en San Francisco su deuda tributaria anual podría elevarse a 1,8 millones de dólares).

Las regulaciones vigentes de alquileres pueden ser tremendamente ineficientes, pero su ineficiencia es deliberada, no accidental: se ponen en práctica para privilegiar la dimensión social de una política de vivienda por encima de su dimensión económica. Si no queremos esas regulaciones, debemos oponernos sobre bases políticas y sociales, y no solo aduciendo que gracias a los smartphones y a las redes sociales podemos crear nuevos y más eficientes mercados que convengan a los arrendadores y a sus inquilinos temporales.

Lo que resulta más interesante —e inquietante— de la línea de razonamiento de Levchin es que todas las ineficiencias del mundo analógico se presentan como el fruto de un inepto entorno tecnológico, y no de esfuerzos deliberados por promover la justicia, la equidad, la cohesión comunitaria o algún otro valor por el estilo.

Mientras tanto, no te quejes si la inteligente máquina expendedora decide que no eres la persona adecuada para disfrutar de la última botella de Coca-Cola que queda; después de todo, un sediento Bill Gates puede estar a la vuelta de la esquina.

Evgeny Morozov es profesor visitante en la Universidad de Stanford y profesor en la New America Foundation.
Traducción de Juan Ramón Azaola.
© 2013 New York Times News Service.

 

Fuente: elpaís

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