Imaginemos la siguiente escena: un hombre, el cuerpo recubierto de tatuajes, irrumpe en el salón de una casa que no es la suya. Increpa al enemigo. Ladra órdenes. Lanza al enemigo contra una silla. Luego contra una pared. Se planta en medio de la habitación, las piernas separadas, los puños a punto de estallar, los músculos tensos, el rostro retorcido en un grito de ira. Los tendones de su cuello saltan impelidos por la intensidad de su aterradora actitud. Persigue al enemigo hasta la habitación vecina, bloquea su huida, lo agarra y zarandea, usa su propio cuerpo para acorralarlo y doblarlo contra un mueble. Grita más órdenes: el enemigo puede elegir entre acompañarlo al sótano para “una charla en privado” y recibir una auténtica paliza ahí mismo. Atenaza las manos alrededor del pescuezo del enemigo con intenciones de ahorcarlo. ¿Ahorcarlo? No, ahorcarla: “el enemigo” es una mujer.
El invasor no es un soldado estadounidense al frente de un ataque sorpresa contra una aldea afgana en medio de la noche; el enemigo tampoco es un anónimo afgano cabeza de familia. Este combatiente, este guerrero no es sino un muchacho de Ohio de nombre Shane. ¿Qué hace? Algo que tantos hombres encuentran estimulante: dominar a su novia con una fuerte dosis de violencia que consideramos inocua al llamarla “doméstica”.
Unos cuantos datos básicos nos permiten advertir que Shane es un depredador bastante habilidoso. ¿Por qué, si no, habría un hombre de 31 años posar su atención en una bonita joven de 19 y dos hijos, uno de 4 y una de 2, esta última igualmente bonita y posible blanco de ataque? ¿Qué novia más vulnerable podría haber encontrado, quién sino Maggie, una mujer aún adolescente, abandonada, que llevaba dos años criando sola a sus pequeños mientras su esposo combatía en Afganistán? La guerra había separado a la familia y dejado a Maggie sin respaldo financiero, sintiéndose más sola que nunca.
Si pensamos en la manera en que Shane agredió a Maggie veremos que bien podría tratarse de un soldado al frente de un ataque sorpresa dedicado a aterrorizar a una familia de civiles afganos a media noche para obtener información sobre algún peligroso talibán, real o imaginario. Hasta donde sabemos, el lejano esposo de Maggie, un soldado, podría estar haciendo exactamente lo mismo que Shane en el salón de un hogar afgano y no solo recibiría una paga… quizás se ganara una medalla. El comportamiento básico es bastante parecido: un abrumador despliegue de violencia que hace patente la superioridad de su fuerza. La táctica: conmoción y pavor. El objetivo: controlar el comportamiento, la vida misma del blanco designado. La mentalidad: la convicción de que se tiene el derecho de decidir el destino de una criatura subhumana. El lado oscuro: el miedo y la brutal ira de un perdedor asustado que impone su podredumbre a quien se le cruce.
En cuanto al enemigo designado, así como el excepcionalismo estadounidense afirma la superioridad de este país sobre todas las demás naciones y culturas en la Tierra, e incluso sobre las leyes que rigen las relaciones internacionales, la misoginia (en la que tanto abreva Estados Unidos últimamente, desde los campos de entrenamiento militar hasta la entrega de los Oscar o los ataques políticos frontales contra el derecho de las mujeres de controlar sus propios cuerpos) reafirma, incluso en tipos tan patéticos como Shane, la superioridad innata masculina sobre una especie de “objeto” al que es habitual dirigirse con toda clase de obscenidades.
La militarización de nuestra cultura, de por sí militarizada, se ha agravado desde el 11-S. La identidad oficial del país, tal como se representa en nuestro sistema político y en el estado de seguridad nacional al que estamos sometidos, es plenamente masculina, paranoica, bravucona, hermética, ambiciosa, agresiva y violenta. Los lectores familiarizados con el tema de la “violencia doméstica” reconocerán en estas palabras la típica descripción del golpeador estadounidense promedio que gusta de propinar palizas a su esposa: asustado, pero enojado y agresivo, y con la convicción de poseer el derecho absoluto de controlar ya sea a una mujer o a un pequeño y devastado país como Afganistán.
Atando cabos
En el siglo XIX John Stuart Mill consiguió atar los cabos entre la violencia “doméstica” y la violencia internacional. No usó el término “violencia doméstica”, absurdamente tibio y falto de carácter de género, sino “tortura de esposas” o “atrocidad”. Reconoció que la tortura y la atrocidad eran prácticamente lo mismo, independientemente del lugar donde ocurrieran… da igual si es Guantánamo en Cuba, la provincia Wardak en Afganistán o un dormitorio o sótano en Ohio. En un escrito de 1869 contra el sometimiento de las mujeres, Mill señala que el hábito de la tiranía y la “tortura de esposas” entre los varones ingleses estableció un patrón que marcaría el ejercicio de la política exterior. El tirano en el hogar se transforma en el tirano en la guerra. El hogar es el campo de entrenamiento para las grandes batallas libradas en el exterior.
Mill estaba convencido de que, en los albores de la historia, los hombres fuertes habían recurrido a la fuerza física para esclavizar a las mujeres y a la mayoría de los demás hombres. Sin embargo, le parecía que en el siglo XIX la “ley del más fuerte” había quedado atrás (al menos en Inglaterra) “como principio regulador de las relaciones internacionales”. Se había abolido la esclavitud y solo seguía practicándose en casa, aunque las mujeres no eran abiertamente esclavizadas, pero permanecían “sometidas” a sus esposos. Este sometimiento, decía Mill, era el último vestigio de la arcaica “ley del más fuerte” e inevitablemente habría de desaparecer conforme los hombres razonables reconocieran su carácter bárbaro e injusto. En cuanto a su propia época, escribió “ya nadie profesa” la ley del más fuerte y “en lo que respecta a la mayoría de las relaciones entre seres humanos, a nadie se le permite practicarla”.
Bueno, hasta los feministas se equivocan de vez en cuando. No es raro que las cosas cambien para empeorar: pocas veces la ley del más fuerte ha gozado de tanta popularidad como hoy en Estados Unidos. Todos los días algún congresista afirma que este es el país más importante del mundo porque tiene el mayor poderío militar de la historia, y hace varios períodos presidenciales que el mandatario en turno insiste en que el ejército estadounidense es “la fuerza de combate más sobresaliente en la historia del planeta”… aunque prácticamente nunca gane una guerra. En todo caso, pocos cuestionan ese primitivo parámetro, la ley del más fuerte, como medida de la menguante “civilización” estadounidense.
La guerra contra las mujeres
En términos generales, Mill tenía razón en algo: la tiranía dentro del país es el modelo de la tiranía ejercida en el exterior. Lo que tal vez no advirtió fue la perfecta reciprocidad de una relación que perpetúa la ley del más fuerte dentro y fuera de las fronteras.
El ejercicio de la tiranía y la violencia a gran escala allende las fronteras intensifica su incidencia dentro del país. A medida que la militarización estadounidense perdió la brújula a partir del 11-S, legitimó la violencia en contra de las mujeres en el territorio nacional, donde los republicanos obstruyeron la reautorización de la Ley de Violencia contra las Mujeres (originalmente aprobada en 1994) y las consecuencias que enfrentaron los famosos que agredieron públicamente a sus novias no fueron más allá de un diluvio de tweets solidarios de sus fans… también mujeres.
Las invasiones estadounidenses en el extranjero también han legitimado la violencia dentro del propio ejército. Se calcula que 19.000 mujeres soldado fueron sexualmente agredidas en 2011, y se desconoce cuántas han sido asesinadas por compañeros soldados que, en muchos casos, eran sus esposos o novios. Hay gran cantidad de documentación sobre la violencia infligida a las mujeres en el ejército, desde violaciones hasta asesinatos, pero la cadena de mando se ha encargado de encubrirla sistemáticamente.
Por otra parte, la violencia en contra de las civiles en el país no siempre se reporta o toma en cuenta en las estadísticas, de manera que su alcance real pasa inadvertido. Los hombres prefieren preservar la ficción histórica según la cual la violencia en el hogar es un asunto privado, debida y legalmente oculto detrás de una especie de “telón”. Así se mantienen la impunidad y la tiranía masculinas.
Las mujeres nos aferramos a una ficción que nos hemos creído: que hay más “equidad” de la que la realidad demuestra. En lugar de confrontar la violencia masculina, todavía optamos por culpar a las mujeres y las niñas que son víctimas de ella, como si se hubiesen colocado voluntariamente en esa situación. Si así fuera, ¿cómo explicar el disonante hecho de que al menos una de cada tres soldados estadounidenses sea sexualmente agredida por un “superior” masculino? Sin duda eso no es lo que las estadounidenses tienen en mente cuando se apuntan a la Fuerza Aérea o a la Infantería. De hecho, muchas adolescentes se apuntan de manera voluntaria al ejército justamente para escapar de la violencia y la agresión sexual que padecen en sus hogares o en las calles.
No se me malinterprete: los militares no son los únicos que aterrorizan a las mujeres ni lo hacen de manera excesivamente peculiar. La guerra generalizada contra las mujeres en Estados Unidos se ha intensificado en muchos frentes dentro de nuestras fronteras a la par que en el extranjero. Esas guerras en el exterior han costado miles de vidas civiles que no figuran en las estadísticas, muchas de las víctimas son mujeres y niños que han sufrido atrocidades que harían palidecer las batallas privadas de guerreros domésticos como Shane en Estados Unidos. Sin embargo, subestimar el poder del arsenal de los tipos como Shane en nuestro microcosmos estadounidense sería un error. Las estadísticas indican que el arma más comúnmente empleada para matar a una esposa es un revólver de posesión legal; por otra parte, si se trata de una novia, lo que realmente entusiasma a un hombre es matarla a golpes.
Unas 3.073 personas murieron por los ataques terroristas contra Estados Unidos el 11-S. Entre esa fecha y el 6 de junio de 2012 murieron 6.488 soldados estadounidenses en combate en Iraq y Afganistán, elevando el saldo de la guerra contra el terror dentro y fuera de las fronteras a 9.561 muertes de estadounidenses. En el mismo período, 11.766 mujeres fueron asesinadas en el país a manos de sus esposos o novios, militares o civiles. El hecho de esta cifra supere a la anterior es un indicador del alcance y la furia de la intensidad de la guerra contra ellas, una guerra que amenaza con prolongarse mucho más allá del momento en que la retorcida guerra contra el terror haya pasado a la historia.
El cuadro completo
Pensemos en Shane, parado en medio del anodino salón de una casa en Ohio, vociferando como un chiquillo caprichoso y demandante. Dicen que trataba de ser una buena persona y hacerse un futuro como cantante en una banda de rock cristiano; sin embargo, al igual que el soldado de combate en una guerra en el exterior que sigue el mismo patrón, recurre a la violencia para darle sentido a su vida y cumplir con su misión.
La única razón por la que sabemos de Shane es que el azar llevó a una fotógrafa a la escena en cuestión. Sara Naomi Lewkowicz decidió documentar la historia de Shane y su novia Maggie por solidaridad con su situación como ex convicto recientemente liberado, pero todavía preso del estigma que acompaña a quienes han pasado por la cárcel. Una noche Shane estaba en el salón zarandeando a Maggie y Lewkowicz hizo lo que cualquier buen fotógrafo de guerra como testigo de los hechos: no soltó el disparador de la cámara. Esa acción, por sí sola, funcionó como una especie de intervención y quizás salvó la vida de Maggie.
En medio del jaleo, Lewkowicz tuvo el valor de arrancar del bolsillo del pantalón de Shane el celular que un rato antes le había prestado. No se sabe si le pasó el teléfono a alguien más o ella misma marcó el 911. La policía arrestó a Shane y una sagaz oficial advirtió a Maggie: “Debes saber que él no va a parar. Nunca paran. Por lo general solo paran cuando te dejan muerta”.
Maggie actuó de manera inteligente. Rindió una declaración en la comisaría y Shane volvió a la cárcel. Las extraordinarias fotografías de Lewkowicz fueron publicadas en la sección Lightbox del sitio de la revista Time el 27 de febrero con el título “Photographer As Witness: A Portrait of Domestic Violence” ( La fotógrafa como testigo: un retrato de la violencia doméstica ).
Las imágenes son extraordinarias porque la fotógrafa es muy buena y porque el sujeto que capta su atención rara vez se cruza con una cámara. A diferencia de las fotografías de los corresponsales de guerra en Iraq y Afganistán, la tortura de esposas tiene mayormente lugar entre cuatro paredes, no es anunciada ni registrada. Las primeras fotografías de este tipo de tortura que aparecieron en Estados Unidos fueron las icónicas imágenes de Donna Ferrato, quien documentó la violencia ejercida contra las mujeres en su propio hogar.
Como Lewkowicz, Ferrato llegó a la tortura de esposas por azar: en 1980, mientras cumplía su labor como fotógrafa de una boda, vio cómo el feliz marido golpeaba a su flamante esposa. Sin embargo, los editores de fotografía son tan renuentes a revelar la realidad de la privacidad del hogar que aun cuando Ferrato se convirtió en fotógrafa de la revista Life en 1984 y decidió continuar con el mismo tema nadie, ni siquiera Life, quiso publicar las desconcertantes imágenes de su autoría.
En 1986, seis años después de haber visto por primera vez la agresión con sus propios, el Philadelphia Inquirer publicó algunas de sus fotografías sobre la violencia contra las mujeres; el trabajo le valió el Premio Robert F. Kennedy al Periodismo en 1987 “por una cobertura extraordinaria de los problemas que enfrentan las personas marginadas”. En 1991, Aperture, editorial de distinguidos libros de fotografía, hizo pública la reveladora obra de Ferrato con la edición de “Living with the Enemy” ( Viviendo con el enemigo ; tuve el honor de escribir la introducción). Desde entonces, sus fotografías han sido ampliamente reproducidas. Time usó una imagen de Ferrato en una portada de 1994, cuando el asesinato de Nicole Brown Simpson llamó brevemente la atención a lo que la revista denominó “una epidemia de violencia doméstica” y Lightbox presentó una pequeña retrospectiva del trabajo de la artista en el tema de violencia doméstica el 27 de junio de 2012.
Ferrato creó una fundación para ofrecer sus fotografías a grupos de mujeres de todo el país a fin de exponerlas en actos de recaudación de fondos para refugios y colectivos de servicios locales. Estas exposiciones también han ayudado a sensibilizar a la población estadounidense y sin duda han contribuido a la formulación de procedimientos policíacos menos misóginos, procedimientos capaces de devolver a sujetos como Shane a la cárcel.
En su día, las fotografías de Ferrato constituyeron pruebas incontrovertibles de la violencia que hay en nuestros hogares, una violencia rara vez reconocida y nunca antes vista a plena luz. No obstante, hasta el 27 de febrero pasado, cuando las imágenes de Sara Naomi Lewkowicz fueron publicadas en Lightbox apenas dos meses después de haber sido captadas gracias a la intermediación de Ferrato, solo contábamos con el trabajo de esta veterana artista. Hacía y hace falta mucho más, así que sobraban las razones para que la obra de Lewkowicz fuese aclamada por sus pares del gremio y por las mujeres del mundo.
Lejos de ello, la mayoría de los más de 1.700 comentarios en Lightbox reprochaban a Lewkowicz no haber soltado la cámara y ocuparse de sacar a la alterada hija de dos años de Maggie de la habitación o poner fin por sí misma a la agresión. (¿Hace falta aclarar que detener el combate no es competencia de los fotógrafos de guerra?)
Maggie, la víctima de este delito, también fue severamente criticada por los lectores: por salir con Shane, por no haber previsto que era un tipo violento, por “engañar” a un marido del que la separó la guerra en Afganistán… e, inexplicablemente, por ser la “responsable” de los hechos. En una reseña de los comentarios publicada por Columbia Journalism Review, Jina Moore concluye: “Hay algo en lo que parecen coincidir todas las críticas: el único adulto en la vivienda que no es responsable de la violencia es aquel que la ejerce”.
Solo paran cuando te dejan muerta
Parece que quienes observan estas fotografías (imágenes que reflejan con precisión la violencia que tantas mujeres padecen cotidianamente) encuentran fácil ignorar o incluso elogiar al iracundo hombre detrás de todo el asunto. De igual modo, muchísimas personas encuentran cómodo ignorar la violencia que, siguiendo órdenes, infligen masivamente los combatientes estadounidenses a mujeres y niños en zonas de guerra en el extranjero.
La invasión y la ocupación de Estados Unidos en Iraq causaron el desplazamiento de millones de personas por todo el país o su exilio forzado. Las cifras relativas a las violaciones y otras atrocidades son devastadoras; lo sé bien, pues entre 2008 y 2009 estuve en Siria, Jordania y Líbano, y conversé con muchas refugiadas iraquís. Además, las mujeres que se quedaron en Iraq hoy viven sometidas a un régimen islamista conservador con gran influencia del gobierno iraní. En el régimen anterior, secular, las iraquís eran consideradas las mujeres con vidas más progresistas en el mundo árabe; hoy afirman vivir como sus ancestras hace cien años.
En cuanto a Afganistán, mientras los estadounidenses se jactan de haber logrado que las mujeres volvieran al trabajo y las niñas a los colegios, no se habla de los miles de mujeres y niños desplazados dentro del país, muchos de ellos a campos provisionales en las afueras de Kabul, donde 17 pequeños murieron congelados en enero pasado. La ONU ha informado de 2.754 muertes de civiles y 4.805 civiles heridos como consecuencia de la guerra tan solo en 2012, en su mayoría mujeres y menores de edad. En un país sin Estado capaz de contar cadáveres, sin duda podemos suponer que las cifras no se corresponden con la realidad. Un funcionario de la ONU declaró: “La tragedia es que la mayoría de las mujeres y niñas afganas fueron asesinadas o resultaron heridas mientras realizaban sus actividades cotidianas”. Miles de mujeres en ciudades afganas han sido forzadas al denominado sexo de supervivencia, tal como sucedió con las iraquís que consiguieron huir en calidad de refugiadas hacia Beirut y especialmente Damasco.
Eso es lo que busca la violencia de los hombres contra las mujeres: convertirlas en “el enemigo”. La guerra misma es como un hombre tatuado y vociferante, plantado en medio de la habitación o en otro país, haciendo valer la ley del más fuerte. Es como presionar el botón “ reset ” de la historia, un botón que invariablemente garantiza que las mujeres se vean sometidas a los hombres de manera cada vez más terrible. Es una razón adicional, para cierto tipo de hombre, que hace de ir a la guerra algo tan disfrutable y divertido como torturar a la esposa en los entrañables viejos tiempos.
Ann Jones es historiadora, periodista, fotógrafa y columnista habitual de TomDispatch. Cronista de la violencia contra las mujeres en Estados Unidos, ha publicado varios libros sobre el tema, entre ellos la obra clásica feminista Women Who Kill (1980) y Next Time, She’ll Be Dead (2000). En 2002 viajó a Afganistán para trabajar con mujeres. Es autora de Kabul in Winter (2006) y War Is Not Over When It’s Over (2010).
Nota: las imágenes a las que hace referencia el artículo se pueden ver en este enlace:
http://lightbox.time.com/2013/
Fuente: http://www.tomdispatch.com/
Fuente: rebelior.org