Amor y reconocimiento: la violencia masculina y el sentido de nuestras relaciones

Escrito por Marco Derruí

miércoles, 22 de abril de 2009

En los últimos años se ha registrado una cadena de homicidios contra las mujeres. Una investigación del Consejo de Europa hecha pública en octubre de 2005 (que ha originado un interesante debate en el periódico Liberazione) ha revelado que la violencia del compañero, marido, novio o padres es la primera causa de muerte e invalidez permanente en las mujeres de 16 a 44 años en todo el mundo, también en Europa.
Por lo que respecta a los homicidios de pareja, en Italia, por ejemplo, últimamente se registran cerca de un centenar de casos al año. A veces son simplemente maridos que matan a sus mujeres o a sus compañeras por litigios de algún tipo aunque, muy a menudo, detrás de estos homicidios contra las mujeres suele estar por medio la experiencia de la separación, del rechazo, de la decisión por parte de la ex compañera de iniciar una nueva vida. Desde este punto de vista, en las crónicas periodísticas ninguno se ha arriesgado, hasta el momento, a subrayar que estamos frente a una nueva e ineludible “cuestión masculina” que, ciertamente, está todavía pendiente de entender en su significado social y relacional.
A la hora de hacer un análisis sobre esta violencia debemos evitar refugiarnos en simplificaciones automáticas, formas manidas, restos de mentalidad pasada, antiguos legados. Es verdad que en la cultura patriarcal la violencia hacia las mujeres siempre se ha dado, pero la violencia de hoy no parece ser el resultado de hombres que consideran a las mujeres seres inferiores a someter, como podía ser en el pasado. Estamos hablando de violencia cometida por personas de todo estrato social, en todos los países europeos.
En Italia, además, se puede apreciar que la mayor parte de los homicidios domésticos se producen en el norte, en particular en Lombardía, o bien en las regiones más ricas y desarrolladas.
En realidad creo que estamos asistiendo a una transformación de las formas y de los significados de esta violencia, que todo esto nos habla del cambio de vida de las mujeres, de los hombres y de las relaciones entre hombres y mujeres. Para comprender la realidad actual debemos comenzar por ver que hoy nos encontramos en una situación nueva caracterizada por lo que el sociólogo inglés Anthony Giddens llama “relaciones puras”. Por relaciones puras se entiende relaciones no dictadas por obligaciones sociales o económicas. En el pasado, las relaciones entre hombres y mujeres se construían sobre papeles, obligaciones sociales, valores religiosos, proyectos familiares, cálculos económicos, relaciones de poder y a veces
de coerción. No se puede decir que todo esto haya desaparecido completamente, pero ciertamente hoy (gracias a los cambios culturales, a las conquistas sociales de las mujeres y a una mayor autonomía económica y social) los vínculos entre hombres y mujeres, incluyendo los familiares, se fundan, en una medida mucho más relevante, en la capacidad de comunicación y comprensión recíproca, en las relaciones de intimidad, en la confianza y en el respeto, en la disponibilidad para el diálogo y en la adecuación recíproca, en el entendimiento emocional. En otras palabras, la relación de pareja no se da de una vez por todas, sino que es fruto de un diálogo y de una contratación, de un entendimiento y de una confianza que es constantemente reafirmada.
Pero volviendo a la cuestión de la violencia. En este momento la novedad es que al lado de una violencia más de tipo “tradicional” que golpea sobre todo a las mujeres en situación de marginalidad social, hoy registramos además una violencia que parece nacer, por el contrario, de la incapacidad por parte de los hombres para aceptar y acoger una autonomía y una libertad ya presente en la vida de muchas mujeres. La violencia masculina comienza a golpear hoy a la mujer que ya no acepta ser siempre el soporte de las necesidades del hombre. Golpea a la mujer que, con razón o sin ella, abre conflictos y cuestiona al hombre, a la mujer que decide dejar a su compañero, a la mujer que busca rehacer su vida sola o con otro, a la mujer que decide llevar adelante autónomamente su embarazo.
En cualquier caso, aunque sobre esa cuestión valdría la pena abrir un razonamiento aparte, también el apego de los hijos a las madres en la separación se convierte en un elemento de conflicto y de resentimiento hacia las mujeres.
Atendiendo a los datos ofrecidos en la investigación “El homicidio voluntario en Italia. Informe 2005”,1 realizado por EURES2 en colaboración con ANSA,3 los casos en los que el factor desencadenante del delito se habían debido a la decisión de separación por parte de la víctima supusieron en 2004 cerca del 31,6% de los homicidios en el espacio doméstico. Este problema concierne sobre todo a los hombres y sugiere, con bastante claridad, la realidad de una mayor fragilidad y dependencia psicológica, y de una menor autonomía, por parte de los hombres.
Por tanto, creo que el tipo de violencia que tenemos frente a nuestros ojos no es una simple reelaboración de la cultura y del poder patriarcales. Esta violencia no implica ningún rechazo a la igualdad entre los sexos, y mucho menos el prejuicio de considerar inferiores a las mujeres, al contrario, se puede lanzar la hipótesis de que señala la involuntaria admisión de la completa autonomía femenina, con un significado de inadecuación y dificultad por parte de los hombres. Esta violencia nos muestra la desesperación y la falta de reelaboración masculina frente a una libertad y una autonomía femenina, más que un poder masculino y una sumisión femenina. El delito señala, si acaso, la imposibilidad, la impracticabilidad de la sumisión femenina. Desde este punto de vista, los términos de la violencia hacia las mujeres han cambiado, están cambiando.
Llevando este razonamiento a la esfera de las relaciones, en este momento, en mi opinión, los hombres ejercen violencia sobre todo porque no aceptan la diferencia, o bien porque no aceptan la alteridad de la compañera. No aceptan que la mujer que tienen en frente no sea, simplemente, una continuación, un reflejo del propio deseo o de las propias necesidades. No aceptan que ella pueda elegir en relación con su propio deseo y que este no coincida con el de ellos, o con su idea de relación. En esta situación —y su consecuente sentido de “impotencia” hacia la autonomía y la libertad femenina— emerge toda la dependencia, la fragilidad y la inseguridad es–condida de los hombres. Todos estos aspectos no son todavía admisibles para muchos hombres, y con el recurso de la violencia se los niegan una vez más. Se podría decir que muchos hombres prefieren cancelar la alteridad antes que reconocerla y aceptar, con ello, la propia parcialidad, la propia vulnerabilidad, la propia impotencia. En este sentido, esta nueva forma de violencia masculina hacia las mujeres representa un intento de cancelar la diferencia y no la igualdad.
Lo que es difícil para los hombres, hoy, no es reconocer que las mujeres tienen igual dignidad o valor que los hombres; lo que es difícil es estar frente a una mujer y aceptar que ella es otra, distinta de nosotros. Así pues, en mi opinión, la relación verdadera puede nacer sólo en el momento en que cada hombre reconoce que la mujer que tiene delante no es su proyección o su objeto, y que ella puede ser diferente de él en muchas cosas, para bien y para mal. Sólo a partir de aquí puede comenzar una relación y un intercambio real y no violento. Por tanto, aceptar la libertad de diferir de la mujer, aceptar la propia parcialidad y limitación, así como aceptar una relación real son tres aspectos íntimamente relacionados. Desde ese punto de vista, esta violencia, de un modo o de otro, nos interpela a todos. No se trata de escurrir el bulto y distanciarse de una violencia que está fuera de nosotros,
que pertenece a “los otros”, a los “hombres violentos”, sino más bien sopesar realmente la posibilidad de que esté inscrita en la cultura común, porque la violencia, el delito, es solamente uno de los posibles desenlaces. El dato común a todos no es el episodio final de la violencia, sino lo que la precede: la concepción de la pareja, del amor, de la relación. Aquello que nos parece normal porque no se manifiesta bajo formas de violencia explícita y criminal, pero que, probablemente, está en el origen del problema.
Lo que nosotros, hombres, podemos hacer es comenzar a hablar de nuestras formas de relación, de cómo somos en las relaciones, de cómo construimos las relaciones, de cómo las negamos, de cómo tenemos miedo de ellas. Debemos preguntarnos en qué medida somos capaces de acoger la libertad y el libre deseo de las mujeres en nuestra relaciones y en nuestro modo de amar.
Creo que es preciso, por tanto, madurar todos más a la hora de interrogarnos sobre nuestras relaciones afectivas, hombres y mujeres juntos, pues, bajo mi punto de vista, el problema nace de que las personas tienden a vivir las relaciones de amor como “relaciones simbióticas”, en las que hay implícitamente una coincidencia del otro con sí, y de sí con sí. No está admitido “diferir”, ni fuera de sí ni consigo. La situación de simbiosis se da cuando dos seres viven una relación tan estrecha e integradora que cancela el sentimiento y la experiencia de la diferencia. La consecuencia de ello es una situación protectora y defensiva, a menudo también una sensación de seguridad mayor hacia la vida y el mundo. El precio, sin embargo, es la renuncia al conocimiento de la otra persona y de sí, el deterioro de partes importantes de ambos. Creo que Lea Melandri se refiere a este tipo de situaciones cuando habla de un “sueño de comunión”. En mi opinión, también estas relaciones simbióticas o de fusión pueden ser vistas como la reelaboración o la continuación de la relación prenatal e infantil del hijo con la madre. El otro sujeto es percibido como necesario para la propia nutrición y supervivencia.
Así, la otra persona no es apreciada en su autonomía, en su alteridad sino como apéndice de sí. El deseo de otros no existe si no como obligada prolongación del propio. En estos términos, la relación puede ser complementaria, cuando uno de los dos sujetos —en general la mujer— renuncia a sí para satisfacer al otro, o simétrica, cuando se produce una dinámica de conformismo recíproco. En ambos casos se registra, al menos hasta cierto punto, una situación de complicidad entre las dos partes. Cada uno está gratificado por la propia posición y por el papel que tiene en las discusiones con el otro. La percepción interior y emocional es la de estar satisfechos. No hay ni puede haber una percepción fuerte del negativo, de la fractura, de la herida, de la ausencia, de la carencia, del vacío. En esta ilusión de transparencia y de plenitud se pone en marcha la eliminación del misterio del otro/
de la otra. No se es consciente de la existencia del mundo interior de la persona que amamos, de posibles deseos, aspiraciones, necesidades autónomas y no sospechadas. Al mismo tiempo, esta falta de reconocimiento de la otra persona coincide también con la pérdida de una percepción real de sí mismos.
En estas condiciones, la experiencia del abandono, del fin de la relación, puede convertirse en algo perturbador e intolerable, porque al acabar la relación simbiótica puede hacerse añicos también el sentido de sí y el sentido de la realidad. En este punto, antes que reconocer la propia dependencia, y replantearse el propio sentido de sí y la propia idea de relación, prefieren refugiarse en la violencia.
El carácter no sólo de impotencia sino también la no aceptación de estas situaciones emerge en los numerosos casos conocidos de homicidio/suicidio, sobretodo entre los hombres. Estos casos muestran que no sólo hay rabia contra la propia ex pareja, sino también el desplome de una relación consigo mismos que, al mismo tiempo, supone admitir la incapacidad de salir de un cierto marco de sentido.
El año pasado, la Comunidad Diótima propuso como tema el trabajo del negativo, de la fuerza del negativo. Valdría la pena declinar este tema también en las experiencias de las relaciones afectivas entre hombres y mujeres. Si hay un aprendizaje en el amor, este pasa también por la aceptación e integración del negativo. Se aprende a conocer y a conocerse atravesando experiencias de cada género. Unas veces son encuentros, arrebatos, alegrías, dones, repartos, satisfacciones. Otras veces son, por el contrario, desilusiones, abandonos, traiciones, heridas, incomprensiones y misterios insondables. Según mi experiencia, también estas últimas vivencias dolorosas y negativas han sido pasajes fundamentales y constitutivos porque me han puesto en frente la experiencia del límite, de mi parcialidad, del reconocimiento de otras personas. Tales experiencias nos resquebrajan la ilusión de control sobre nuestra vida, sobre las relaciones, sobre las personas. Nos desmontan la excusa de poder disponer a placer de cada
cosa. Nos permiten disolver la imagen de una relación sin vacíos y sin distancia que nos habíamos construido. Nos obligan, en resumidas cuentas, a admitir un umbral de no comprensión, más allá del cual se debe aceptar a la otra persona por cómo se presenta o por cómo se niega a nosotros, sin buscar otras explicaciones.
Todas estas vivencias no son experiencias por sí mismas sino etapas de una maduración, necesarias para aprender a amar, para ser capaces de entrelazar el propio deseo con el de otra persona, sin ahogar ninguno de los dos.
Construir una civilización de las relaciones entre hombres y mujeres significa, entonces, aprender recíprocamente a coincidir y a separarse, a establecer acuerdos en la proximidad y en la distancia, porque ambas cosas — siempre y en cada momento— son, juntas, condiciones del amor.

Publicado en DUODA, Estudis de la Diferència Sexual núm 32-2007

Fuente: http://boletin.ahige.org/index.php?option=com_content&task=view&id=924&Itemid=1

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