Historias, cuentos, poesía, reflexiones y vida cotidiana
Por María Esther Espinosa Calderón
Periodista, ha colaborado en diversos medios, entre ellos el Uno más Uno, Mira, El Universal, Etcétera, ‘Triple Jornada’ del periódico La Jornada, y en la revista Fem.
Para la persona que más amo en la vida
Era una tarde de domingo del mes de enero cuando fuimos a dejar a mi suegra al Centro Médico. Íbamos mis dos hijos Víctor Hugo y Mario, mi marido y la tía Trini, incondicional como siempre.
Tere era una mujer buena, sencilla, noble, a pesar de los golpes de la vida, su carácter seguía siendo amable; de repente se caía, pero se volvía a levantar. Buena madre, como suegra cualquier mujer me envidiaría.
Nos despedimos, le dio la bendición a mis hijos, me dijo que los cuidara mucho “porque son pedacitos de mi carne, de mi corazón”, me repitió lo mucho que me quería, que lo recordara siempre y que cuidara mucho a su “grandote”, como le decía a mi marido, “por si ya no salgo de ésta”. Hacía ocho días apenas que había abandonado el hospital, mientras le daban fecha para realizarle un cateterismo. Ese Año Nuevo lo había pasado en el hospital en compañía de mi marido y de Alejandro mi cuñado.
El 20 de enero, un día antes del programado para la operación, estábamos con ella, la “Negrita”, como le dicen a una prima de mi marido y yo riéndonos y contando anécdotas. Nos platicó su sueño de la noche anterior. Estaba nerviosa, con ese nerviosismo natural que se tiene antes de una intervención quirúrgica; independientemente de eso sonreía, estaba contenta.
Por la mañana, al despedirse Mario de ella, le contó que sus tres hermanos habían ido a visitarla, que fue algo muy agradable, que hacía mucho que no sentía esa paz. Que al poco rato llegó su papá, que los cinco pasaron un momento muy ameno, que no se preocupara por ella, que se fuera tranquilo a trabajar, que ella estaría bien.
Entre el sueño y la realidad
-Qué bueno que viniste hija -le dijo Tere a Caty cuando la vio llegar-. Ven siéntate, hace muchos años que no nos vemos y hay tantas y tantas novedades que quisiera contarte, todas, una por una, sin omitir detalle alguno.
Tere no sabía por dónde empezar: sí, por el hijo de Caty que ya estaba a punto de cumplir la mayoría de edad; o comentarle algo de su única sobrina, que se había ido a vivir Estados Unidos, de los primos o de los hermanos. No podía jerarquizar los acontecimientos, todos eran importantes. Estaba feliz, la abrazaba y besaba quería sentirla como hacía tanto tiempo que no lo hacía.
Le acariciaba el pelo, le tocaba las mejillas, quería quedarse con esa imagen de su niña consentida, aquella que un día se fue sin que ella pudiera hacer nada por detenerla. En eso estaba cuando llegó Beto su hijo mayor, su corazón no cabía de gusto, tenía más años de no verlo.
Estaba feliz: “No creas que me había olvidado de ti; tu imagen está tan fresca en mi mente como el día que partiste”, comentó Tere viendo fijamente a Beto como queriendo que nada ni nadie los separara en ese instante. “Sólo falta ver entrar por esa puerta a Víctor, que se fue antes que ustedes. Tengo tantas ganas de volver a verlo”. De repente sintió cómo algo indescriptible le iba invadiendo su cuerpo, al voltear, su felicidad no tenía límites, ahí estaba su otro hijo, ese que partió hacía tanto tiempo y al que después de más de 20 años lo volvía a ver. Se sorprendió cuando escuchó que él le decía con gran cariño y ternura ¡al fin te vuelvo a ver mamá!, no podía creerlo, Víctor le hablaba y escuchaba, se preguntaba si eso era un milagro, porque cuando se fue no lo hacía.
-Aquí estoy mamá, para no separarme más de ti- le dijo Víctor a su madre. Sorprendida Tere volteó y con lágrimas en los ojos lo interrogó: ¿Desde cuándo hablas?, tenía tanto que no escuchaba tu voz.
-Desde hace mucho madre, desde hace mucho. Casi desde que me fui. Escucho a mis hermanos y converso con ellos. Nosotros también los hemos extrañado. No sabes la tristeza que nos daba su sufrimiento, pero no podíamos hacer nada por estar con ustedes.
Caty le cuenta a su mamá que había visto a su papá, pero no habían podido conversar mucho porque no se lo permitieron, tenía que pasar algún tiempo para poder estar todos juntos. Se encontraba muy bien sólo extrañando a sus otros dos hermanos.
Los cuatro estaban felices, recordando todas las cosas buenas y no tan buenas que vivieron cuando compartían el tiempo y el espacio.
A Tere se la hacía imposible que estuviera con tres de sus cinco hijos. Los recuerdos se agolpaban, cada uno interrumpía al otro para preguntar o para saber de la familia, del país, de la política: ¿qué si el hijo de Caty era feliz, que si estudiaba, que si tenía novia, qué cómo lo trataban los abuelos que lo criaron?
Caty dijo con profunda tristeza: “Lo único que me llevé de Darío, mi hijo, fue ese beso que le di adormecida en el quirófano, a su rostro nuevo sin siquiera tocar su pequeño cuerpecito. Lo tengo grabado en mi mente como si hubiera sido ayer”.
Tere les contó que hacía tres meses su papá había ido en su busca, pero a ella la había dejado sola y ella sin él no concebía la vida, habían sido 54 años juntos, él era su brújula, sin él se perdería en la inmensidad del mundo, de la soledad. “me mal acostumbró siempre”, dijo en tono de tristeza.
Sin Beto, Tere se sentía como un barco a la deriva; sola, triste, extrañaba su presencia, su olor, su sabor. Sólo él la comprendía, sólo él sabía de sus temores, de sus miedos, de sus alegrías, de sus tristezas. Solo él sabía de su dolor, de ese dolor que desde la partida de su hijo Víctor le laceraba el alma, le oprimía el corazón; sólo él sabía de la tristeza que causa la ausencia de un “pedazo de su carne” como les decía a sus hijos.
Con él vivió, alegrías y sinsabores, momentos dulces, momentos amargos, carencias y abundancia. El hombro de Don Roberto le sirvió de apoyo cuando sintió que desfallecía, cuando la negligencia médica de unos seudodoctores le arrebataron la vida de Beto, su hijo mayor, justo en la flor de la juventud. Sólo él le pudo dar consuelo, ahí estaban uno junto al otro dándose ánimo, apoyándose hombro con hombro.
Un año más tarde ahí estaban juntos otra vez, consolándose mutuamente cuando por otro error médico, dejaron morir poco después del parto a Caty, su hija menor. La vida les cobraba una factura que no debían, les hacía una jugarreta más, que no merecían. Su único delito era quererse y amar a sus hijos.
Dicen que no hay peor dolor que la pérdida de un hijo, que no existe un nombre para designar a una madre que ha perdido a su descendiente. Para un marido o esposa está el apelativo de viudo o viuda, para los hijos que se quedan sin los padres, está la de huérfano.
No se cómo pudieron sobrevivir a tanto dolor, posiblemente por los otros dos hijos que le quedaban, sin embargo, nadie ni nada llenaba el vacío que sus hijos habían dejado.
Para Tere la partida de Don Roberto fue como una traición, era como dejarla sola en medio de la inmensidad, ya no estaba su hombro para apoyarla, su cama estaba fría y vacía, su alma también. Era mucho el sufrimiento para un corazón tan débil como el de ella. Milagrosamente había soportado la partida de sus tres hijos, la de él no podría. Sentía que se ahogaba, ya no le importaba estar al tanto del acontecer diario, no le importaba llenar los crucigramas, ni ver el fútbol, porque todo eso la remitía a la vida compartida por más de 54 años con él.
El poco brillo que le quedaba en los ojos se fue apagando día a día, su esbeltez se hacía más pronunciada, su mirada se torno más triste, sus labios ya no volvieron a sonreír.
Tenían un pacto de amor y de muerte, que cuando uno partiera el otro lo haría enseguida. Ese pacto se cumplió en tres meses y 20 días. Aunque ella se resistía, estaba contra la espada y la pared. Quería partir para ver a sus hijos, pero no quería dejar a Mario y Alejandro quienes estaban presentes y sufrían junto con ella.
Pasó la Navidad más triste de su vida, el Año Nuevo lo recibió en el hospital. Su corazón estaba cansado, sin embargo, volvió a latir, trató de recuperarse y se animó no por ella sino por sus hijos. Decía: “Si me hacen el cateterismo puedo vivir más o morirme ahí, si no de todos modos me voy a morir, pues vale la pena correr el riesgo, por los muchachos. Pondré todo de mi parte para que mi corazón responda”.
Extrañaba mañana, tarde y noche a su “media naranja”. Sólo él sabía cómo iba su corte de pelo, de qué color teñirlo, sólo él sabía lo que hacía falta en la casa, lo que ella requería, pero esta vez, su mayor necesidad era él.
Se quedaba sola con su soledad, en la inmensidad de la pequeña estancia. Le faltaba el aire, le faltaba la esperanza, le faltaba todo. Sus sentimientos iban de la vida a la muerte. Se fue al hospital con la esperanza de regresar con los que aquí dejaba, pero también en el fondo del alma, con la esperanza de alcanzar a los que se habían adelantado.
Estaba tranquila, platicando y vacilando, con miedo, con ese miedo tan natural a lo desconocido, a lo que pueda suceder en un futuro, a ese miedo que se tiene cuando se está en un hospital, pero a la vez con cierta tranquilidad, que le daba el saber que ya no sufriría en este mundo, que le dio primero la felicidad de sus cinco hijos y luego la tristeza de quitarle a tres y al amor de su vida. Al único hombre que ella amó hasta la muerte. Por eso partió, para reencontrarse con él y con sus hijos en la eternidad.
Ese 20 de enero, en la mañana le comentó a Mario su hijo que había soñado con sus hermanos, que había estado platicando con ellos, que los había puesto al tanto de los últimos acontecimientos; que fueron llegando poco a poco, que primero Caty, quien le había preguntado por su hijo y luego Beto, después Víctor y al final “tu papá. Creo hijo, que vinieron por mí”. “No mamá, ellos vinieron a cuidarte, para que mañana todo salga bien”. Le dijo Mario, a lo que Tere contestó: “No hijo, yo siento que Beto y Víctor vinieron por tu papá, por mí vienen los cuatro”.
Efectivamente, ese día vinieron los cuatro a llevársela con ellos, ya no habrá más duelos no superados, ni más llantos, ni más recuerdos, ni más temores, ni más sufrimientos. Se fue con una sonrisa en sus labios y sus ojos llenos de reencuentro.
Una historia de dolor
Después de vivir junto a mis suegros y mi marido esa historia de dolor por la pérdida temprana de sus seres queridos, pienso que en el momento que Tere describió el sueño de la noche anterior a su muerte, cuando recibió la visita de sus tres hijos y la de su marido fue así como pasó.
Como toda madre que pierde a una parte de su ser, nunca se recuperó, nunca superó los duelos, porque fue uno tras otro, jóvenes, en la plenitud de la vida. Cuando pensaba que su corazón empezaba a recuperarse la vida le hacía otra jugarreta.
Viví con mi marido el dolor de perder a sus hermanos cuando apenas éramos amigos, y luego de casados a sus padres en tres meses 20 días, por mi parte a mi padre a los ocho días de Tere, era como un rosario de pérdidas, un rosario de dolor, pero nunca comparable al dolor de una madre.
Tere decía que si ya era mucho el sufrimiento por no ver a sus dos hijos, cuando muere Caty fue la hecatombe. Se preguntaba “¿Por qué a mí, por qué la vida se ensaña de esa manera conmigo?”. Nunca encontró la respuesta como no la ha encontrado mi marido.
Fuente: http://www.mujeresnet.info/2010/01/que-bueno-que-viniste-hija.html