Javier Lizarzaburu
BBC Mundo, Lima
“Hay que blanquear la sangre”, me repetía mi abuela.
Uno de los recuerdos que tengo de mi abuela Otilia tiene que ver con una frase que solía repetir: “hay que blanquear la sangre”. No sé a qué edad debí empezar a escuchar esto, pero sí me doy cuenta de que cuando me percaté en lo raro de la frase, ya era tan habitual que nunca le pregunté qué quería decir.
Supongo que a un nivel sí lo sabía. Como suele pasar con muchos de los mensajes familiares, nunca es necesario explicarlos. Solo repetirlos hasta que ese pequeño y potente mecanismo llamado el inconsciente, lo descifre por uno y los deje ahí, guardados, latentes, activados.
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Mi abuela era una señora blanca, de ojos azules y, todos creíamos, hija de un elegante y muy inteligente ingeniero inglés.
La pequeña leyenda familiar repetía que cuando ella me vio al nacer no quiso cargarme. “¡Un sanmartín!”, dicen que gritó, en referencia a nuestro santo mulato. Cierto o no, el asunto es que esos mensajes siempre encuentran su camino a ese cajón secreto, o medio secreto.
¿Quién diablos soy?
Con el tiempo, me convertí en su nieto preferido y nadie en la familia cuestionaba eso. El amor mutuo era sólido y había superado cualquier barrera de raza. Pero los mensajes seguían tejiendo historias.
Llegó un momento en que lo de blanquear la sangre lo entendí: de casarme, tendría que hacerlo con una mujer blanca. Algo raro, porque hasta entonces yo pensaba que era tan blanco como la abuela.
Y dudo que ella fuera consciente de esto, pero resulta que durante la Colonia una de las instituciones más sólidas eran los llamados Estatutos de Limpieza de Sangre. Esto venía de la época de judíos y musulmanes conversos en la España del siglo XV.
Era un mecanismo que obligaba a aquellos candidatos a funcionarios de la corona a probar que descendían de un linaje de cristianos.
Voces latinoamericanas
“El mestizaje es sólo combinación de lo superior con lo inferior, y por ello mismo, inferior. Mestizar es reducir, contaminar. Por ello, culturas supuestamente inferiores (…), serán simplemente barridas y sus hombres exterminados o acorralados. Y lo que no puede ser barrido, por su volumen y densidad, como en la América, Asia, África, será simplemente puesto abajo, en un lugar que imposibilite contaminación o asimilación alguna. Y lo que se incorporará a la civilización, no serán los hombres como tales, sino como parte de la tierra, la flora y la fauna”
Leopoldo Zea, filósofo mexicano y pensador del Latinoamericanismo
Al llegar a América, esta institución se transformó. Con tanto cruce de razas, y dado que el rey tenía que enviar representantes de la más alta aristocracia a estas tierras lejanas, se decidió desde el principio dejar en claro quién era quien.
Hacia el siglo XVIII el sistema había evolucionado, y los hijos de blancos con gente de otra raza se consideraban hijos con sangre manchada. Sangre sucia.
En esa época, los que querían ingresar a la administración virreinal tenían que poder probar que eran descendientes de españoles (blancos) por los cuatro costados. Hay otra versión de los estatutos de limpieza de sangre que señala que se tenía que probar también no ser hijo de uniones ilegítimas (algo que tocaré en una próxima nota).
De este modo, la sociedad colonial, mucho más diversa que la europea, terminó separándose en un sistema de castas donde todos los privilegios se reservaban para los “blancos”.
Según el historiador español Luis Navarro García, se trataba de “una sociedad ideológicamente blanca, pero minoritaria numéricamente”. Y no deja de sorprenderme cómo esa ideología llegó hasta nuestros días. Conceptos duros que nos dejó el pasado, y de los que poco a poco nos vamos sacudiendo.
clic Lea la primera entrega: ¿Quién diablos soy?
Un proyecto de la revista estadounidense National Geographic busca las rutas que siguieron nuestros ancestros desde que salieron de África hace 60.000 años, a través de muestras del ADN de voluntarios.
El periodista peruano Javier Lizarzaburu es uno de ellos y durante dos semanas nos estará contado su experiencia.