El filósofo inglés Jonathan Glover busca los porqués de la barbarie humana en la centuria pasada
El autor publica ‘Humanidad e inhumanidad. Una historia moral del siglo XX’
Prisioneros miran a través de una alambrada en el campo de concentración de Dachau en Alemania. / Ap
El siglo XX se caracterizó por el progreso científico, tecnológico y médico, entre otros, pero también por una inusitada crueldad que se tradujo en la pérdida de millones de vidas y una falta de libertad por culpa de numerosas dictaduras. Por eso, el filósofo inglés Jonathan Glover reflexiona en Humanidad e inhumanidad. Una historia moral del siglo XX (Cátedra) sobre por qué se han escrito capítulos tan oscuros en la biografía de la humanidad.
La debilidad moral de aquella época, argumenta Glover, fue un elemento clave a la hora de no frenar el auge del nazismo, el estalinismo o las dictaduras orientales. Entendida como un conjunto de valores y creencias que distinguen el bien del mal, la moral guía las acciones y, junto con la razón, nos distingue y aleja del comportamiento animal. Estas herramientas sientan las bases de una conducta que debería ayudar a combatir la barbarie, aunque durante esos 100 años no sirviera de mucho.
Los movimientos políticos de dicha época presumían de argumentar desde la lógica de la razón y se escudaban en interpretaciones interesadas de intelectuales como Friedrich Nietzsche o Martin Heidegger. “Tanto el leninismo, como el fascismo y nazismo se agarraron a pensadores como estructura legitimadora, pero no son autores de una política destructiva. Hubo una lectura sesgada. En realidad, se puede sacar citas de todo”, sostiene Eduardo Crespo (Granada, 1948), catedrático emérito en Psicología social de la Universidad Complutense de Madrid.
Un claro ejemplo de ello, sostiene Glover, fue la lectura que el régimen nazi de Hitler hizo de Nietzsche. Según los nazis, el intelectual apostaba por la supervivencia del más fuerte ignorando así a los más necesitados. Esta corriente de darwinismo social eliminó rápidamente la simpatía por los más desfavorecidos y diferentes: si sufrían o morían no se perdía nada, eran débiles e inservibles. “La empatía es un concepto clave descalificado en el hiperracionalista siglo XX, lo que ha supuesto una de las razones del tremendo desastre de aquella época. No es cuestión de vivir lo que el otro, pero sí de ponerme en su lugar y verlo desde su posición”, añade Crespo.
Con la obsesión por el racionalismo y la falta de sensibilidad, el valor de la vida humana se depreció hasta tal punto que algunas personas dejaron de ser consideradas como ciudadanas. Este fenómeno derivó en la creación de guetos, campos de concentración y gulags. “Esa deshumanización se traduce en un ‘tú no eres de los nuestros’ y, en su forma más radical, ‘tú no eres humano’. Es vital reclamar la dignidad de las relaciones interpersonales”.
Parte de esas tragedias se podrían haber evitado, apunta Glover, de no haber existido un alejamiento entre los responsables políticos y sus decisiones. “Quienes dirigen la política están muy lejos de los muertos”, critica en su libro el inglés. Esta distancia, presente actualmente en temas como el paro, las reformas laborales o desahucios, erosionan la empatía y no ponen freno a un sufrimiento evitable. “La cercanía favorece la empatía, aunque no necesariamente, porque cada día comemos con atentados en los telediarios. Solo nos emociona lo de Boston o Siria”, sopesa Crespo. La tecnología, concretamente, ha afianzado esa distancia gracias a la cual no se percibe el dolor y sufrimiento, facilitando así actuaciones salvajes a miles de kilómetros.
Pero nada de esto habría sucedido de haber contado con un pensamiento crítico potente y un cuestionamiento tanto de normas, como de acciones. “El pensamiento, aun siendo conservador, es incompatible con la dictadura porque es libre y plantea la ambigüedad de algunas cuestiones. La pérdida de intelectuales en Centroeuropa el siglo pasado es una tragedia de la que aún no nos hemos recuperado”, valora el catedrático de la UCM. La posibilidad de reflexionar permite desmontar discursos y falacias que, a su vez, ayudan a corroborar ideas. Estas, sepultadas la centuria pasada por la obediencia, hicieron aflorar numerosos grupos de investigación, entre los que se encuentra el conocido experimento de la obediencia de Milgram.
“El ser humano ha sobrevivido gracias a la cooperación, no a la competición”
Eduardo Crespo, catedrático emérito de psicología social en la Universidad Complutense
La sumisión llegaba de dos maneras: bien a través de una fe ciega —dispuesta a realizar ajustes de la realidad para aferrarse a una creencia— o gracias a la paralización por culpa del miedo. “El miedo hace difícil la reacción. La resistencia siempre la han formado minorías activas, que son quienes han generado cambios profundos: los homosexuales, los movimientos raciales o las mujeres”. Además, la obediencia se benefició de una fragmentación y división de la responsabilidad en la que, muchas personas haciendo poco, evitan ser, en realidad, responsables de un hecho más grande. Glover, encuentra un ejemplo en la bomba atómica. ¿De quién fue culpa, de los científicos, el presidente Harry Truman, sus asesores políticos o de quien la lanzó?
Si el siglo XXI hace los deberes y aprende de los errores, el futuro debería ser más optimista. Pero la ingente cantidad de dramas de la anterior centuria hace sospechar a Crespo que la sociedad se encuentra en un estado de indiferencia provocado por un agotamiento emocional. “Es la idea del hombre blasé del sociólogo alemán Georg Simmel: hay tanto y estamos tan sometidos al sufrimiento que nos saturamos y volvemos insensibles”.
El filósofo inglés sugiere que, en la línea del gobierno mundial que promovió Immanuel Kant, la humanidad se centre en la cooperación. “No es una cuestión de una moral ñoña de caridades, es el núcleo de la eficacia humana”, ríe Crespo ante una obviedad para él. “Es la única manera con la que el ser humano ha sobrevivido, no gracias a la competición”.
*Humanidad e inhumanidad: Una historia moral del siglo XX, de Jonathan Glover. Editorial: Cátedra. 561 páginas.
Fuente: elpaís