Dom, 26/09/2010 – 05:00
Por Rocío Silva Santisteban
Pero resulta que el asesino descuartizó el cadáver y lo fue regando por la ciudad de Lima: en el río Rímac, en un descampado, en distritos tan lejanos como Ate y Surco. Eso llamó la atención de algunos medios que se refocilaron en los detalles macabros. La opinión pública entonces le dio mayor atención a este caso. Los médicos legistas, luego de analizar los restos trozados del cadáver, dieron con la identidad de la víctima: Bárbara Mamani Gamarra, de 31 años, puneña, trabajadora del hogar. La policía había sospechado de la pareja de la víctima, un hombre de 22 años llamado Aurelio Baltazar Ureta, a quien capturaron. Luego de dos días de interrogatorio confesó: él la había matado por celos. Unos celos locos. Unos celos machos.
La prensa pregunta a los médicos legistas sobre las condiciones mentales del asesino y los médicos, sin dudarlo, sugirieron algún tipo de patología. Los medios y los médicos, aun cuando no haya evidencias de inimputabilidad penal, pretenden desconocer ciertas características de la masculinidad en nuestro país cuando alegan “patologías” a conductas que se han vuelto regulares, usuales y repetitivas. ¡Si los crímenes a mujeres realizados por varones de su entorno se vuelven cosa de todos los días, ¿por qué se puede imputar que los asesinos tienen conductas totalmente inusuales e incluso patológicas?!
Lamentablemente no es así. El feminicidio –porque homicidio no es– se ha convertido en una de las formas de muerte por violencia más frecuente en nuestro país. No se puede excusar o racionalizar estos crímenes por la celopatía masculina ni por inseguridad de varón. Se trata, como lo ha sostenido Jeannette Llaja, directora de DEMUS, de que muchos hombres tienen un afán de control de la sexualidad de las mujeres en una sociedad fuertemente machista que permite estas conductas porque, permanentemente, las justifica. Esto se ha dado con los “descargos” de los asesinos: “ella me sacaba la vuelta”, “ella se veía con otro”, “ella me iba a dejar”. Los policías, a su vez, siempre sospechan de las víctimas como si se tratara de la azuzadora de su propio asesinato. Este conjunto de características articulan un feminicidio, que es en buena cuenta un asesinato por misoginia.
Y misoginia, recuérdese, no es solo odio a las mujeres, sino, sobre todo, desprecio. Se trata de esa conducta de hombres y, ¡¡oh sí!!, también mujeres que ningunean a la mujer en tanto tal y con ella todo lo considerado como femenino. El feminicidio es una “práctica” que tiene como “teoría” al machismo. Para parar los feminicidios no solo se debe tener consideraciones de orden normativo o penal sino preventivo, y esto implica, sobre todo, plantear políticas públicas que puedan menguar las aspiraciones machistas de muchos peruanos y peruanas. No solo es una cuestión de la escuela: los medios tienen un gran rol en la sordidez de este machismo que cada vez más se vuelve, paradójicamente, tenaz, arborescente y más y más primitivo. En el Perú tres mujeres mueren al mes en manos de sus parejas, ¿acaso estamos esperando que mueran tres al día para parar esta lacra?
La República