martes 24 de agosto de 2010

Silvana Melo (APE)

No hay país que uno conozca donde los niños crezcan pisando suelo tan inseguro. Donde la tierra se les quite a los pies y se venda como en almacén. Donde la letra de las leyes sea apenas una cortina que se recoge un rato para firmar tres papeles y después se vuelve a desplegar, bello ornamento para una verdad que la empuja al galponcito de atrás.

Los wichis acechados por su muerte blanca, los tobas flacos de hueso en sobrepiel, los mapuches solos, de rostro hermético y estoico puestos de a puñaditos en la Patagonia eterna y vacía. A todos se les mueve el suelo en los pies. Y un día el niño tiene que levantar su naranjo y embolsarlo y la niña enrollar su sembradito y echarlo al hombro porque esa tierra ya no es más su tierra. Y habrá que irse de allí a vivir bajo otro cielo. A morir de otras hambres.

Esas tierras -sus tierras por historia y por trabajo y por siembra y por sangre con que se regó- son ahora de nombres gringos y apellidos impronunciables. El piso donde pisan los pibes, sobre el que crecen y se enraízan, ése por el que corre el agua pura, surgen los alimentos para millones y se puede levantar un techo para frenar la helada de las noches. El 20 por ciento del suelo del país fue vendido y el país se achicó. Rodeado de tranqueras y alambrados que cortan el camino por donde antes se iba a la montaña, al lago, al valle que era propio.

“La cordillera, los bosques nativos, el acuífero guaraní y los ríos más caudalosos del país siguen acechados por el proceso de extranjerización de tierras y están afectados por una legislación que es considerada una de las más débiles del mundo en materia de protección de los recursos naturales. No hay país en el mundo con una legislación tan flexible como la argentina. En Japón, EEUU, Canadá, por mencionar algunos países, los extranjeros no pueden comprar tierras y menos si estas cuentan con recursos naturales”, dice el ingeniero agrónomo Raúl B. Steffanazzi de la Universidad Nacional de La Pampa.

La tierra que lo tiene todo, en la que el niño deja la huella de su pie desnudo, en contacto directo con su propio origen, la tierra que es suya por herencia ancestral, ya no es su parcelita en el mundo, el lugar donde nació y morirá algún día y los hijos de sus hijos lo in-humarán en el mismo humus donde él sembró su primera semilla cuando la hierba era más alta que su altura. Ya no es. En “Tierras S.A.: Crónicas de un país rematado” Klipphan y Enz, documentan que en la Argentina se vendieron 16.900.000 Ha y otras 13 millones están en venta. Sumadas son 30.000.000 millones. Como si se juntaran Inglaterra y Portugal y se los vendiera en paquete con cinta roja.

El país grande, extenso, predestinado a no cumplir su pre-destino, con tierra suficiente como para que los niños siembren su comida, se escapen de sus marcadores y corran de área a área hasta el gol inexorable, dejen su huella en la tierra seca, se pinchen de pajabrava, chapoteen en los esteros, se amarronen en los pantanos. Ese país se achica, se estrecha, se estremece de ofertas baratas, se alambra, se entranquera. Tiene 174 millones de hectáreas. Cerca de 20 de cada cien fueron o serán enajenadas, especialmente en el mostrador de los años 90. Con caminos cerrados, pueblos desalojados y productores sin suelo. Dicen Andrés Klipphan y Daniel Enz que “en Santiago del Estero y Chaco la hectárea cuesta lo mismo que una hamburguesa”.

Ni los wichis ni los mapuches suelen comer hamburguesas. Tampoco miran televisión por las noches. Ni saben que hay personajes de plástico que sólo viven en el cuadrado de luz que se apaga y no existen más. Sueños vergonzantes de los que no conocen la sensación de amanecer descalzo y tocar la tierra con los pies para empezar el día.

Un día aparecieron en Apipé, disfrazados de empresarios canadienses, para decirles que debían desalojar el pueblo porque habían comprado las tierras. Ya no les pertenecían. Había que irse, a vivir y a morir en otro lado. Sin poder cargarse la casita en los bolsillos ni los sembrados al hombro. El espanto los sacudió aunque no la sorpresa. No era la primera amenaza de desalojo: varios compradores potenciales habían pasado por allí. Ahora, sin embargo, parecía concretarse. El hombre grotesco de sombrero y bigote los expulsaba de allí.

Les alargó la angustia hasta que se sacó el bigote y les sonrió y les dijo que era una broma y aparecieron las cámaras y el programa que ellos jamás habían visto subió a los 38 puntos por su llanto desesperado y les regalaron un bote como pago de la angustia en vivo para todo el país.

El niño que ya no puede correr al horizonte, el niño que crece con el futuro alambrado no sabe que 900 mil hectáreas de la Patagonia de las aguas en reserva y el suelo rico y misterioso está en manos de Benetton, que un tal Tompkins -nombre que su lengua jamás podría pronunciar- se quedó con una parte de los esteros del Iberá, que se compraron lagos, ríos y fronteras y caminos que él caminaba y ahora si la pelota pasa el alambre ya no es suya, no lo será nunca más y el camino se corta a los pies como se cortan los porvenires a veces, tan abruptamente, tan con las tijeras de los que pueden, tan con final que golpea la nariz y el dedo gordo del pie como una muralla a los sueños.

Fuente: Argenpress

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