viernes 25 de junio de 2010
Edgar Borges (Desde España. Especial para ARGENPRESS CULTURAL)
En Después de todo, la eternidad (Editorial Manuscritos), Fausto Antonio Ramírez nos revela, con pulso de artesano, muchos de los prejuicios que invaden la sexualidad del hombre. También se podría decir que Ramírez desmonta la pared masculina y nos invita a transitar un espacio (la selva social) donde razón y deseo no comparten la misma cama. Lo que de joven Ismael descubre al abrir la puerta de la habitación de sus padres: Aquella era la primera vez que veía en vivo y en directo cómo los adultos se las arreglaban para fornicar. La imagen de mi padre desnudo sobre aquella mujer, de la que nunca más volví a saber nada, me venía constantemente a la cabeza. Era como si fuese transportado a una edad primitiva, donde la animalidad no sabía de pudores ni vergüenzas. De lo que no tenía ninguna duda, era que la búsqueda del placer sexual no tenía fronteras ni balizas, ni sabía de moral o principios para poder ser retenida, no era la rabia inmediata que le empujaba a despreciar al padre traidor (de una madre aparentemente inocente), sino el vértigo a lo desconocido. ¿Acaso no será Ismael el padre de un futuro abismo?
Fausto Antonio Ramírez asume un tema difícil por los resultados a los que se exponía. Socialmente se considera débil sólo lo femenino; por lo tanto, nunca será tarea fácil dibujar la fragilidad amatoria (y sexual) del varón desde la perspectiva de un narrador que cuenta su aprendizaje involuntario, en primera persona, desnudo, sin otro guía que no sea su instinto animal. Y será mucho lo que tendrá que construir, pero también lo que habrá que dinamitar. Después de todo, la eternidad es un espejo de esa otra masculinidad, la inocente, la que cada uno de nosotros le esconde al mundo por ser demasiado bella para ser vendida como fuerte. Fausto Antonio Ramírez, cual arquitecto de proyectos complejos, sale airoso de su reto de dibujar, con sangre, el universo de la selva masculina.
Fuente: Aregenpress