Luis Martín-Cabrera
Rebelión

He leído con curiosidad y asombro la cantidad de reseñas y artículos –la mayoría de ellos hiperbólicamente positivos– que han aparecido en Rebelión sobre la película Avatar. Una buena parte del debate gira en torno a la posibilidad de que la película sea una fábula anticapitalista en defensa de la humanidad y el medioambiente. Desde un punto de vista estrictamente marxista, hay que decir que ninguna película sometida a las normas de producción, distribución y consumo de un estudio de Hollywood puede ser realmente anticapitalista. Tanto los medios de producción, como la circulación y distribución de las películas están en manos de unos cuantos estudios que se lucran con la exhibición y producción de las películas. Y si en algunos casos es posible para algún director de éxito como Sodemberg hacer una película sobre El Ché, el control de la distribución ya se encarga de que la película circule sólo en cines alternativos o en todo caso en los cines de las grandes ciudades, pero no en las grandes zonas rurales del centro de los Estados Unidos (algo que pasa sistemáticamente con las películas de Michael Moore). Zonas éstas, por cierto, de mayoría republicana.

Sin embargo, creo que sería errado pensar que todas las películas de Hollywood responden a un mismo formato estético o a una misma preocupación ideológica. Por más que las películas de Hollywood estén sometidas a férreas normas de producción y distribución, el circuito que une creadores, productores, y espectadores nunca es cerrado ni unidireccional, existen creadores insumisos y espectadores heterodoxos capaces de producir interpretaciones alternativas a las dominantes. Si afirmamos que todas las películas hechas en Hollywood representan sólo y exclusivamente una visión capitalista y pro norteamericana del mundo, estaremos ignorando casi todo lo que hemos aprendido de las concepciones de la cultura que han articulado pensadores como Antonio Gramsci o Raymond Williams. No toda producción de Hollywood responde a los valores hegemónicos –algunas muestras claras en mi opinión serían El Padrino o The Matrix – y, sobre todo, no todas las interpretaciones de una película coinciden con las intenciones del director o los productores.

Por eso, aunque debemos tener en cuenta los límites impuestos por la producción y distribución capitalista de las películas, es necesario también discutir sus propuestas, los modos en que construyen y atacan la realidad. Y es aquí donde discrepo con la mayoría de las interpretaciones sobre Avatar . En mi opinión Avatar responde a una demanda del mercado –la necesidad de una representación cultural anticolonial, anticapitalista y pro medioambiental–, pero lo hace ayudándose de los formatos narrativos más convencionales de Hollywood y, en última instancia, reproduciendo la misma mirada colonial que trata de criticar. Me explico. Los estadounidenses ocupan el planeta Pandora, porque en éste se halla un mineral de incalculable valor económico cuyo mayor filón se encuentra debajo del árbol de la vida de los Na’vi. La coalición norteamericana esta compuesta por militares, empresarios y científicos. Y aquí es donde empiezan los primeros problemas. Mientras que el Coronel Quaritch y el empresario aparecen como personajes perversos y sádicos, la doctora Grace Augustine, el personaje de Sigourney Weaver, aparece como la típica científica genuinamente interesada en las riquezas naturales de Pandora e incómoda con las maniobras mercantiles y coloniales de militares y empresarios. Si bien es cierto que una parte del complejo militar industrial de los Estados Unidos está basado en la alianza de estos tres sectores, es rigurosamente falso que los científicos participen a regañadientes en este triunvirato. Las universidades norteamericanas –y la doctora Augustine luce una camiseta de Stanford, una de las más elitistas– tienen miles de contratos extremadamente lucrativos con la industria militar que se aceptan sin cuestionamientos. El establishment de la ciencia en Estados unidos no es víctima de la industria militar, es su cómplice.

Inexactitudes históricas tal vez, pero vayamos a la trama. La trama de avatar usa uno de los ganchos narrativos más convencionales del género: el romance intercultural. Como ha mostrado la crítica feminista y los estudios queer, un porcentaje muy elevado de las películas de Hollywood se apoyan en esta matriz heterosexista que coloca a la mujer en una posición de subordinación y refuerza la normatividad de la heterosexualidad. En este caso, Jake Sully, un ex marine parapléjico acepta formar parte de un experimento, se transforma virtualmente en un Na’vi y conoce a una indígena de la que se enamora tras superar sus prejuicios culturales y su arrogancia colonial. Lo hemos visto otras veces. Chico busca chica, pero pertenecen a distintas clases sociales, a distintas etnicidades, tienen personalidades diferentes, etc. El espectador se engancha a la trama con la esperanza y la seguridad de que habrá final feliz, se superarán las diferencias y se consumará la unión heterosexual. ¿En qué se diferencia Avatar de Pretty Woman o de Mi gran boda griega?

Algunos dirán que utiliza la convención para construir un mensaje anticolonial. En efecto, Avatar sigue el esquema de algunas crónicas coloniales como Los Naufragios de Alvar Nuñez Cabeza de Vaca, la historia de un soldado español que se pierde en la Florida y se hace curandero o, como han señalado acertadamente José Miguel Company y Manuel Talens, la historia de Gonzalo Guerrero, el español que se queda a vivir con los indígenas y rechaza el proyecto imperial español. Pero cabe preguntarse si Avatar rompe con la mirada imperial o reproduce la fábula del antropólogo occidental “going primitive”. Hay una escena siniestra y estremecedora que para mí resuelve está cuestión. Cuando Sully es finalmente aceptado por los Na’vi para organizar la resistencia frente a los invasores estadounidenses, todas las tribus Na’vi se reúnen alrededor del árbol de la sabiduría. Sully aparece al lado de Neitziri, su amante Na’vi ocupando la posición que antes ocupaban sus padres, líderes de la comunidad Na’vi. La diferencia es que ahora están en una especie de pedestal con todos los Na’vi en una posición de sumisión abajo, esperando a recibir instrucciones de Sully. En mi opinión, está escena pone en juego una concepción de la soberanía política que es en toda su extensión occidental e imperial. En primer lugar, la liberación viene de afuera, es el ex marine blanco el que finalmente ayuda a los Na’vi –cuyos actores, por cierto, son mayoritariamente afroamericanos—a liberarse de la opresión colonial. El modelo de organización cultural responde a una concepción de la soberanía monárquica: Sully es el nuevo heredero del trono tras unirse con Neitziri. Esta representación visual del poder tiene más que ver con filmes con Apocalipto que con las formas de organización comunal indígena que tan brillantemente describió José Carlos Mariatégui, en sus Siete ensayos de interpretación de la realidad peruana .

La película culmina está lógica colonial, hipermasculina, heterosexista y blanca en el combate final, también predecible entre el marine sádico y perverso y Sully, el marine bueno y comprometido con la causa indígena. Como nos ha enseñado Gayatri Spivak, hay que sospechar siempre de aquella lógica que nos presenta a hombres blancos salvando a mujeres de color de los hombres de color. No puede haber dialéctica emancipadora en una confrontación entre dos militares blancos norteamericanos. Habrá segunda y tercera parte de Avatar, mientras tanto concentrémonos en la lucha por la defensa del medioambiente y la lucha contra el capitalismo y el colonialismo.

Luis Martín-Cabrera es profesor de Literatura en la Universidad de California, San Diego.

Rebelión ha publicado este artículo a petición expresa del autor, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.

Fuente: Rebelión.org

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