Publicado el : 3 de noviembre 2009 – 10:47 de la mañana
| Por José Zepeda
Secuelas regionales de la crisis hondureña
En Honduras el golpe de Estado, pese a la eventual solución de la crisis, continúa siendo entendido por los partidarios del gobierno de facto como una acción legal.
Si sólo fuese una disculpa en el marco de la crisis política se podría entender, no compartir; pero cuando son los magistrados, parte del empresariado, muchos políticos, la jerarquía de la iglesia, los que brindan su respaldo al golpe, lo mínimo que puede decirse es que lo que falta en las honduras que existen en América Latina es auténtica convicción democrática. El déficit alcanza, por cierto, hasta las principales víctimas del golpe, poco cuidadosos con los acápites de la constitución nacional.
Han quedado atrás los prolongados períodos dictatoriales de la historia del siglo XX de la región, pero han dejado como lastre un modo de caminar, una cultura autoritaria que aflora en cualquier momento disfrazada de bienhechora, poco importa si es de izquierda o de derecha.
Pobre Honduras, uno de los tres países más desvalidos del continente americano, en donde los dueños del territorio, unas cuantas familias, propietarias de los bienes de producción y de la comunicación, mantienen a vastos sectores sociales en estadios históricos de señorío y vasallaje.
Los hondureños, después de privaciones centenarias, tienen derecho a un cambio que por lo menos les de techo, pan y silabario. Pero no será desconociendo la ley que se pueda avanzar. Las urgencias son de hoy pero la democracia discurre en la paciencia, en pactos de grandes mayorías para impulsar las transformaciones que el país necesita. Los golpe de suerte, la apuesta a la carrera, al salto histórico, siempre acaban por motivar alegrías efímeras y padecimientos prolongados. Es una pena que los vendedores de sueños conciten el entusiasmo popular aunque sean desagradables los despertares.
Lo que hemos aprendido de la lesión democrática hondureña es que junto a la confrontación entre partidarios y adversarios del presidente Manuel Zelaya, una controversia más profunda amenaza con dividir al continente en dos campos irreconciliables, y es la que tiene que ver con la concepción misma, con el valor que se le otorga a los principios democráticos.
Desde el siglo XIX hay quienes consideran al sistema democrático el principal aval del capitalismo, fuente de toda explotación y desigualdad. La alternativa fue para algunos la dictadura del proletariado. El socialismo real, desde 1917, mandó al traste al proletariado e instaló la dictadura del partido, en el que se aunaban los tres poderes, más las fuerzas armadas y, no en último lugar, el aparato represivo. Así, pusieron su empeño en la igualdad y proscribieron la libertad.
En suelo americano, la respuesta a los intentos de transformación fueron crueles dictaduras militares. Un sector de la izquierda latinoamericana aprendió durante los años 70 y 80 la lección de la historia y recuperó para sí el valor de la democracia como principio esencial para una vida en común basada en ideas e instituciones políticas plurales.
Otro sector político decidió o se vio en la necesidad de funcionar en democracia pero para hacer de ella un vehículo que permitiera avanzar en sus idearios transformadores. Cuando la democracia se torna un obstáculo para estas pretensiones, recurre a medidas ingeniosas o burdas para hacer de la legalidad un aliado de las ideas y no a las ideas aliadas de la legalidad.
El pensamiento conservador no se ha quedado atrás e implementa tácticas parecidas. Los extremos se encuentran en la modificación de las constituciones, en la alteración de los plazos presidenciales, en la persecución de la crítica, en la concentración del poder, en la satanización del opositor.
Todas estas “necesidades” son exhibidas como vitales para llevar al pueblo de la mano hacia un futuro esplendoroso. Es la misma tentación del bien que de tantos males ha anegado la historia. No hay dictadura ni autoritarismo que no estén inspiradas en la causa del bien. Para esta gente, la Carta Democrática hay que reivindicarla cuando beneficia al aliado, pero ignorarla cuando perjudica al amigo. Son democráticos de conveniencia, defensores de derechos humanos de ocasión. No quieren ciudadanos autónomos ni críticos, lo suyo es el apoyo incondicional, desprovisto de razones pero ahíto de consignas.
Estamos ante el riesgo de una involución democrática vestida de las galas para defender al pueblo. Los nuevos salvadores cierran espacios de diálogo, despotrican en contra de la izquierda moderada, compran lealtades, jibarizan la libertad de prensa, trafican con armas e influencias, confunden la sinceridad con el insulto, y tienen fe ciega en el caudillo de turno. En el fondo le temen a la libertad, a la responsabilidad propia.
¿Por qué tienen tanta popularidad los pregoneros de patrias más justas? Pueden intentarse variadas respuestas a esta pregunta capital, una de ellas es que tienen acogida porque durante demasiado tiempo, décadas, los políticos se han alejado de las aspiraciones elementales de las grandes mayorías. Los pobres no figuraban en su agenda. Hoy la periferia ha sido traída al centro, los indígenas están en el vértice. A esta inmensa mayoría, transitoriamente, no les importa si terminarán frustrados, lo único que saben es que, aunque sea en incipiente medida, han recuperado su dignidad de seres humanos.
Manuel Zelaya ha despertado estas reflexiones. No cabe duda que sería un paso alentador su retorno a la silla presidencial porque es el presidente elegido por el pueblo, pero sería una equivocación considerar que el apoyo universal que ha concitado es debido a la manera como ha ejercido el poder. La razón única del respaldo se asienta en la preservación democrática y el respeto a la ley, las cuales han servido para un barrido y un fregado en la famélica democracia hondureña.
La restitución presidencial puede ser una gran noticia, aunque el camino que conduce al cambio que sería deseable aún está cerrado por reparaciones.
Fuente: Radio Nderland