El sueño indestructible de un mundo mejor
Alain Gresh
Le Monde diplomatique
Traducido para Rebelión por Caty R.
El fondo del aire es rojo (1). Durante dos decenios, desde las sierras de América Latina a los arrozales de Asia, pasando por las montañas del norte de África, el mismo huracán parecía llevarse el viejo orden colonial y la dominación económica del Norte. En 1956, con una carcajada épica, el presidente egipcio Gamal Abdel Nasser anunciaba la nacionalización de la Compañía del Canal de Suez. En Los Aures (montes del este del Atlas, N. de T.), los independentistas argelinos se levantaban para acabar con el estatuto de «departamento francés» impuesto a Argelia. Después de su triunfo en La Habana, Ernesto Che Guevara, el «guerrillero heroico», partía hacia otros combates antiimperialistas, del Congo a Bolivia. En Indochina, el pueblo vietnamita resistía a los bombardeos masivos del «bastión del mundo libre». En las lejanas montañas de Dhofar de la península Arábiga, los insurgentes liberaban a las tribus y a las mujeres de una opresión milenaria bajo la bandera del marxismo-leninismo.
En el mismo corazón de Europa y Estados Unidos, estudiantes y obreros se rebelaban contra el viejo mundo en nombre de un socialismo renovado. Reunidos en 1973 en Argel, los líderes de los países no alineados anunciaban su voluntad de instaurar un «nuevo orden económico internacional» basado en la recuperación de sus riquezas naturales, y los Estados petroleros daban ejemplo con la nacionalización del oro negro. «The times they are A-changin» (Los tiempos están cambiando), cantaba Bob Dylan…
La percepción de las elecciones como un instrumento de dominación
Apuntalados por el apoyo de la URSS, esos movimientos, muy diferentes entre sí, también denunciaban la burocratización del poder en Moscú, su escasa militancia o su elección de la «coexistencia pacífica» con Washington que asimilaban a la defensa del statu quo. Sin embargo, más allá de su diversidad, todos se proclamaban revolucionarios. Querían derrocar el viejo orden social, interno e internacional, por todos los medios, incluida la violencia armada o el golpe de Estado. Se despreciaban las «democracias burguesas» y las elecciones se percibían como una herramienta de dominación de los opresores.
Nadie ha expresado mejor la esencia de esa época que Jean-Paul Sartre. En su famoso prólogo de 1961 (2) del libro de Frantz Fanon Los condenados de la tierra, escribía que la violencia del colonizado «No es una absurda tempestad ni la resurrección de instintos salvajes, ni siquiera un efecto del resentimiento: es el propio hombre que se recompone (…). El colonizado se cura de la neurosis colonial expulsando al colono por las armas». Y el filósofo añadía que ese «hijo de la violencia» saca «en ella a cada momento su humanidad: nosotros nos hicimos hombres a su costa, él se hace hombre a costa nuestra. Otro hombre mejor».
Veinte, treinta años después, ese discurso se volvió inaudible, la más mínima esperanza de un cambio del orden social se resumía como una voluntad totalitaria, el ideal de igualdad se identificaba con el archipiélago Gulag. Por todas partes asistimos al triunfo del dinero y el individualismo. Estamos «condenados a vivir, según la expresión del historiador francés François Furet, en el mundo en el que vivimos», a no soñar más con los Lendemains qui chantent («mañanas que cantan», título de la autobiografía de Gabriel Péri, héroe de la resistencia francesa fusilado por los alemanes, N. de T.). Y si nos asalta la mala conciencia por la miseria que persiste, podemos unirnos a los paladines del humanitarismo dispuestos a aliviar a las víctimas de las catástrofes, de las guerras, de las dictaduras, como las señoras caritativas de antaño que consolaban a los pobres manteniéndolos siempre al resguardo de la propaganda de los «rojos». Los Médicos sin Fronteras han reemplazado a las Brigadas Internacionales, la caridad ha sustituido a la solidaridad. En cuanto a la utilización de la violencia, está totalmente desacreditada, reducida al terrorismo; sólo la violencia estatal de Occidente conserva su legitimidad.
¿Cómo es posible que semejante revolución –mejor dicho, contrarrevolución- haya sido posible en un lapso de tiempo tan corto? Han contribuido varios factores. Lejos de salir totalmente debilitado por su derrota en Indochina, Estados Unidos consiguió una recuperación tanto más espectacular porque la Unión Soviética se hundía en un interminable estancamiento político, cultural e ideológico, del que da testimonio, en 1968, el aplastamiento de «La Primavera de Praga» y de la esperanza de «un socialismo con rostro humano». Con una batalla en todos los frentes, Washington consiguió imponer un orden económico difundido por las instituciones financieras mundiales, desacreditar el «modelo socialista», agotar a la URSS en los dudosos combates en Afganistán o en la carrera armamentista, y asegurarse la colaboración de las nuevas élites surgidas de la lucha anticolonial.
Pero esta contrarrevolución también nació de un desencanto proporcional a las esperanzas mesiánicas del nacimiento del «hombre nuevo» que Sartre había deseado. Ciertamente Fanon, entre otros, había dado la voz de alarma sobre el riesgo de la usurpación de la revolución y denunció a los que cubrían sus pieles negras con máscaras blancas. Pero la realidad superó sus peores pesadillas. Las élites que se habían declarado dentro del «socialismo científico», desde Etiopía a Angola pasando por Congo Brazzaville, se reclasificaron sin remordimientos junto al orden liberal y capitalista. Por todas partes se crearon nuevas clases, a veces tan rapaces como los antiguos colonos.
En el terreno político, el descrédito de la «democracia burguesa» desembocó en una democracia que de popular sólo tenía el nombre y cuya única «justificación» era el probado carácter dictatorial de los países aliados de Occidente, desde Indonesia al Zaire. La larga lucha armada no sólo no desembocó en la derrota del enemigo –y de sus numerosos aliados de los sectores coloniales cultos-. Además contribuyó a silenciar todas las voces disidentes: cualquier crítica se asimilaba a la traición en tiempos de guerra.
En Argelia, el Frente de Liberación Nacional (FLN) procedió a la eliminación no sólo de las fuerzas exteriores, sino también de todos los opositores internos, incluso de la organización. Esos métodos autoritarios se prolongaron mucho más allá de la independencia. En América Latina, la instauración de salvajes dictaduras militares en los años 70 demostró que la «democracia burguesa» y las «libertades formales» también tenían algunas ventajas, lo que ya sospechaban los pueblos de la Europa del Este.
La desaparición de la URSS y el «campo socialista», el triunfo del liberalismo, la dominación exclusiva del Norte sobre el orden internacional, el recurso a las elecciones más o menos libres, desde Europa del Este a América Latina pasando por África, parecían inaugurar una nueva era. Los Objetivos del Milenio para el Desarrollo, adoptados por las Naciones Unidas en el año 2000, manifestaban una promesa de reducción de la pobreza, de ampliación del acceso a la educación y la sanidad, de igualdad de los sexos.
En ese contexto nuevo, las fuerzas revolucionarias debieron revisar sus discursos, sus estrategias y sus prácticas. Puesto que la mitología de la lucha armada («Crear dos, tres… numerosos Vietnam», lanzó el Che Guevara) revelaba también un romanticismo abstracto. Sólo después de múltiples debates internos, el Partido de los Trabajadores vietnamitas en Hanoi decidió, a finales de 1963, responder por la vía militar, en el sur del país, a la escalada estadounidense, consciente del precio que debería pagar su pueblo por aquella elección (3).
Al reflexionar sobre la experiencia pasada, Nelson Mandela aceptó entablar un diálogo con el poder en Sudáfrica y favorecer un compromiso que garantizase suficientemente los derechos de los blancos para evitar el éxodo que habían conocido Angola, Mozambique e igualmente, aunque en condiciones muy distintas, Argelia –y también para responder a las exigencias de las potencias occidentales que acaparaban totalmente el escenario económico a principios de los años 90-. Ese acuerdo tenía un precio: la lucha contra las profundas desigualdades sociales, que afectan en primer lugar a los negros, pasó a un segundo plano.
El subcomandante Marcos, en Chiapas, criticó la apología de la «violencia revolucionaria» que había dominado en los años 70: «Nosotros no queremos imponer nuestras soluciones por la fuerza, queremos la creación de un espacio democrático. Contemplamos las luchas armadas no en el sentido clásico de las guerrillas anteriores, es decir, como única vía y única verdad todopoderosa alrededor de la cual todo se organiza. Lo que es decisivo en una guerra no es el enfrentamiento militar sino la política que está en juego en ese enfrentamiento. No fuimos a la guerra para matar o que nos maten. Fuimos a la guerra para que nos escuchen (4)». Pero la revolución zapatista todavía sigue más en un estado potencial que de realidad.
Por otra parte, las luchas armadas se extinguieron con el fin de la Guerra Fría, bien sea en Centroamérica o en Irlanda del Norte. Incluso en Palestina, los Acuerdos de Oslo de 1993 parecían abrir por fin el camino de la paz. Permanecieron algunos residuos en Sri Lanka o en el País Vasco español, «modelos» muy poco atractivos para la mayoría de las fuerzas revolucionarias.
Sin embargo, todas las ilusiones sobre el «fin de la historia», la extinción de las desigualdades y la miseria, el nuevo orden mundial internacional, se borraron ante el fracaso de los políticos liberales y las aventuradas estrategias de Estados Unidos. La afirmación de China y la India en el escenario internacional abrió márgenes de maniobra a los países del Sur. De nuevo se plantea el problema del «cambio» del orden social interno y del orden político internacional, incluso si éste ya no lleva el nombre de «socialismo científico», sino una mezcla explosiva de esperanzas milenarias, de afirmaciones de nacionalismos culturales y políticos, de un nacionalismo cultural y político, de igualitarismo basado en las tradiciones indígenas o religiosas.
El descrédito golpea a la violencia armada
América Latina, que ha padecido durante muchos años la «medicina» liberal, ha inaugurado esta nueva etapa con la llegada al poder de movimientos decididos a transformar profundamente la situación y dar pan a los más pobres y a los excluidos, en primer lugar a los indios. Y el enfrentamiento directo con los poderes establecidos se hace respetando el veredicto de las urnas. La violencia armada ya no está en el orden del día.
En Oriente Próximo se trata menos del cuestionamiento del orden social que de la intervención militar extranjera, en primer lugar la de Washington. La lucha armada, que a menudo se lleva a cabo en nombre del Islam, bien sea por Hamás o por Hezbolá, y ampliamente apoyada por las opiniones públicas, tiene éxito. En cambio Al Qaeda, red internacional sin implantación local, sólo debe su relativa popularidad a su capacidad de «llevar el golpe» a Estados Unidos. En Asia, finalmente, la protesta por las desigualdades se combina, a veces de manera contradictoria, con una capacidad de los gobernantes de movilizar a sus opiniones en torno a la defensa de una soberanía escarnecida durante mucho tiempo y a un nuevo cuestionamiento del orden internacional.
Más allá de la diversidad de las situaciones, está claro que el período de «estabilidad» que prevaleció durante los 90 y principios de los años 2000 se acaba. Es difícil saber hacia qué revoluciones nos dirigimos; pero, a pesar de todo, el sueño de un mundo mejor, un sueño tan antiguo como la humanidad, pero cuyos contornos son profundamente diferentes a los de los años 60, está de vuelta…
(1) Chris Marker, Le fond de l’air est rouge, documental, 240 minutos, 1977.
(2) Revisión de Jean-Paul Sartre, Situations V. Colonialisme et néo-colonialisme, Gallimard, París, 1964.
(3) William J. Duiker, Ho Chi Minh A Life, Hyperion, Nueva York, 2001, especialmente la página 534 y siguientes.
(4) «Entrevista a Marcos» por los enviados de La Jornada, 4-7 de febrero de 1994. http://palabra.ezln.org.mx/
Texto original en francés:
http://www.monde-diplomatique.fr/2009/05/GRESH/17059
Fuente: http://www.rebelion.org/noticia.php?id=89147