Consumo responsable

Hablar de consumo responsable es plantear el problema del hiperconsumo de las sociedades “desarrolladas” y de los grupos poderosos de cualquier sociedad, que sigue creciendo como si las capacidades de la Tierra fueran infinitas (Daly, 1997; Brown y Mitchell, 1998; Folch, 1998; García, 1999). Baste señalar que los 20 países más ricos del mundo han consumido en este siglo más naturaleza, es decir, más materia prima y recursos energéticos no renovables, que toda la humanidad a lo largo de su historia y prehistoria (Vilches y Gil, 2003).
¿Consumo responsable? No imposible
Como se señaló en la Cumbre de Johannesburgo, en 2002: “El 15% de la población mundial que vive en los países de altos ingresos es responsable del 56% del consumo total del mundo, mientras que el 40% más pobre, en los países de bajos ingresos, es responsable solamente del 11% del consumo”. Y mientras el consumo del “Norte” sigue creciendo, “el consumo del hogar africano medio –se añade en el mismo informe- es un 20% inferior al de hace 25 años”

Si se evalúa todo lo que un día usamos los ciudadanos de países desarrollados en nuestras casas (electricidad, calefacción, agua, electrodomésticos, muebles, ropa, etc., etc.) y los recursos utilizados en transporte, salud, protección, ocio… el resultado muestra cantidades ingentes. En estos países, con una cuarta parte de la población mundial, consumimos entre el 50 y el 90% de los recursos de la Tierra y generamos las dos terceras partes de las emisiones de dióxido de carbono. Sus fábricas, vehículos, sistemas de calefacción… originan la mayoría de desperdicios tóxicos del mundo, las tres cuartas partes de los óxidos que causan la lluvia ácida; sus centrales nucleares más del 95% de los residuos radiactivos del mundo. Un habitante de estos países consume, por término medio, tres veces más cantidad de agua, diez veces más de energía, por ejemplo, que uno de un país pobre. Y este elevado consumo se traduce en consecuencias gravísimas para el medio ambiente de todos, incluido el de los países más pobres, que apenas consumen.

Particular incidencia tiene en este elevado consumo y sus consecuencias ambientales el modelo alimentario que se ha generalizado en los países desarrollados (Bovet et al., 2008). Un modelo caracterizado, entre otros, por:

una agricultura intensiva que utiliza grandes cantidades de abonos y pesticidas y recurre al transporte por avión de productos fuera de estación, con la consiguiente contaminación y degradación del suelo cultivable;
la inversión de la relación vegetal/animal en las fuentes de proteínas, con fuerte caída del consumo de cereales y leguminosas y correspondiente aumento del consumo de carnes, productos lácteos, grasas y azúcares. Se trata de una opción de muy baja eficiencia porque, como ha señalado Jeremy Rifkin, hay que producir 900 kilos de comida para obtener 1 kilo de carne (¡), a lo que hay que añadir que se necesitan 16 000 litros de agua. En definitiva, el consumo de energía es muy elevado, de modo la industria de la carne es responsable de más emisiones de CO2 que la totalidad del transporte.
la refinación de numerosos productos (azúcares, aceites…), con la consiguiente pérdida de componentes esenciales como vitaminas, fibras, minerales, con graves consecuencias para la salud.
Estamos, además, con estas prácticas, sobreexplotando y agotando recursos tan esenciales como el agua (ver Agotamiento de recursos y Nueva cultura del agua) que van a repercutir sobre la vida de las generaciones futuras. Las aguas subterráneas, cuya renovación puede necesitar miles de años, están siendo literalmente tomadas por asalto y esta sobreexplotación se traduce en un descenso acelerado de la capa freática, lo que provoca filtraciones del agua del mar y hundimientos del terreno (Bovet, 2008, pp. 26-27 y 52-53). Como afirma la Comisión Mundial del Medio Ambiente y del Desarrollo (1988), “estamos tomando prestado capital del medio ambiente de las futuras generaciones sin intención ni perspectiva de reembolso”.

El informe de la Royal Society, del año 2000, “Hacia un consumo sostenible” señaló, entre otras cosas, que las actuales tendencias del consumo son insostenibles y que existe la necesidad de contener y reducir dicho consumo, empezando por los países ricos, por lo que se requiere introducir profundos cambios en los estilos de vida de la mayor parte de los países de mayor desarrollo (Sen, 2007, p. 58). Del mismo modo se afirmaba que: “Para preservar el bienestar humano en el largo plazo, la gente necesita moverse hacia nuevas formas de satisfacer las necesidades humanas, adoptar patrones de consumo y producción que mantengan los sistemas de soporte de vida de la Tierra y salvaguardar los recursos requeridos por futuras generaciones. Pero si las tendencias presentes en el crecimiento de población, consumo de energía y materiales, y degradación ambiental persisten, muchas necesidades humanas no serán satisfechas y el número de hambrientos y pobres aumentará”.

Es preciso, pues, comprender que el milagro del actual consumo en nuestro “Norte” responde a comportamientos depredadores, con la utilización por parte de muy pocas generaciones, en muy pocos países, de tantos recursos como los usados por el resto de la humanidad presente y pasada a lo largo de toda la historia y prehistoria… y que eso no puede continuar. Hay que poner fin a la presión, guiada por la búsqueda de beneficios particulares a corto plazo, para estimular el consumo: una publicidad agresiva (calificativo que, curiosamente, no es nada peyorativo en el mundo de los publicitarios) se dedica a crear necesidades o a estimular modas efímeras, reduciendo la durabilidad de los productos y promocionando productos de alto impacto ecológico por su elevado consumo energético o efectos contaminantes. El paradigma del confort es el producto desechable que lanzamos despreocupadamente… ignorando las posibilidades de las 3R: reducir, reutilizar y reciclar (ver Educación para la sostenibilidad).

El automóvil es, sin duda, el símbolo más visible del consumismo del “Primer Mundo”. De un consumismo “sostenido” porque todo se orienta a promover su frecuente sustitución por el “último modelo” con nuevas prestaciones. Sin olvidar que los coches son los responsables de un 15% de emisiones mundiales de dióxido de carbono y un porcentaje aún mayor de contaminación de aire local, de lluvia ácida o de contaminación acústica. Se trata, además, de uno de los principales consumidores de metales y plásticos, petróleo… mientras la bicicleta o el transporte público, con un mucho menor impacto ambiental, no se potencian lo que se debería como formas de movilidad sostenible, excepto en algunos países como Holanda en los que la cultura de los desplazamientos en bicicleta es una opción voluntaria para muchísima gente. Una auténtica cultura nacional a la que van sumándose las nuevas generaciones y que los más mayores mantienen con apego y satisfacción. Algo a destacar y a promover, porque el poseedor de un automóvil en una megaciudad experimenta una creciente frustración por la tensión que provocan los embotellamientos, las dificultades de aparcamiento… amén de los elevados costes de compra y mantenimiento.

Del mismo modo, el modelo alimentario de los países desarrollados, aparentemente tan satisfactorio, además de sus consecuencias negativas para el medio ambiente, se está traduciendo en serios problemas de salud (obesidad, enfermedades cardiovasculares…). Será necesario proceder a un cambio radical del modelo alimentario, reduciendo el consumo de carnes y de productos refinados para recuperar la salud y sentar las bases de una alimentación sostenible.

Se afirma que los seres humanos estamos dominados por la pleonexia, es decir, por el deseo de poseer más de lo necesario (Bovet et al., 2008, pp 48-49), pero en realidad, la asociación entre “más consumo” y “vida mejor” se rompe estrepitosamente en el caso de la alimentación, del automóvil y en muchos otros. Como escriben Almenar, Bono y García (1998) en un documentado estudio sobre la insostenibilidad del crecimiento, la satisfacción inmediata que produce el consumo “es adictiva, pero ya es incapaz de ocultar sus efectos de frustración duradera, su incapacidad para incrementar la satisfacción. La cultura del ‘más es mejor’ se sustenta en su propia inercia y en la extrema dificultad por escapar a ella, pero tiene ya más de condena que de promesa”.

Esto es lo que parece mostrar el Índice de felicidad, introducido por el centro de investigación New Economics Foundation (Nef). El estudio está basado en los niveles de consumo, expectativa de vida y felicidad, en vez de medidas de riqueza económica nacional como el PIB y parece mostrar que la satisfacción no está conectada con un alto consumo.

Pero no se trata, claro está, de demonizar todo consumo sin matizaciones. La escritora sudafricana Nadine Gordmier, Premio Nobel de literatura, que ha actuado de embajadora de buena voluntad del Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo (PNUD), puntualiza: “El consumo es necesario para el desarrollo humano cuando amplia la capacidad de la gente y mejora su vida, sin menoscabo de la vida de los demás”. Y añade: “Mientras para nosotros, los consumidores descontrolados, es necesario consumir menos, para más de 1000 millones de las personas más pobres del mundo aumentar su consumo es cuestión de vida o muerte y un derecho básico” (Gordmier, 1999).

Pensemos, además, en otra importante cuestión como es el hecho de que el descenso del consumo provoca recesión, caída del empleo, miseria para más seres humanos. ¿Cómo obviar estos efectos indeseables? La misma Nadine Gordimer rechaza este antagonismo y señala que “al frenar el consumo no necesariamente se ha de causar el cierre de industrias y comercios, si la facultad de transformarse en consumidores se hace extensiva a todos los habitantes del planeta”.

Hay que reconocer que para gran parte de la humanidad -y, en particular, para la cuarta parte que pasa literalmente hambre- el verdadero problema consiste en aumentar el consumo. Incluso si sólo pensamos en las necesidades más básicas, hace falta consumir más a escala planetaria. Por eso la CMMAD hablaba de la necesidad de “avivar el crecimiento” en amplias zonas del planeta. Tropezamos ahí con una tremenda contradicción: el aumento de la esperanza de vida de los seres humanos y la posibilidad de que esa vida sea rica en satisfacciones supone consumo, supone crecimiento económico… y nuestro planeta no da más de sí (Worldwatch Institute, 2004).

Por otra parte, la suposición de que los problemas de la humanidad se resolverían únicamente con menos consumo de ese 20% que viven en los países desarrollados (o que forma parte de las minorías ricas que hay en cualquier país) es demasiado simplista. Naturalmente que ciertos consumos, como ya hemos señalado, deben reducirse, pero son más las cosas a las que no podemos ni debemos renunciar y que deben universalizarse: educación, vivienda y nutrición adecuada, cultura…

La solución al crecimiento insostenible no puede consistir en que todos vivamos en una renuncia absoluta: comida muy frugal, viviendas muy modestas, ausencia de desplazamientos, de prensa, etc., etc. Ello, además, no modificaría suficientemente un hecho tremendo que algunos estudios han puesto en evidencia: cerca del 40% de la producción fotosintética primaria de los ecosistemas terrestres es usado por la especie humana cada año para, fundamentalmente, comer, obtener madera y leña, etc. Incluso la más drástica reducción del consumo del 20% rico de los seres humanos no resuelve este problema, que amenaza muy seriamente a la biodiversidad.

En conclusión, es preciso evitar el consumo de productos que dañan al medio ambiente por su alto impacto ambiental, es preciso ejercer un consumo más responsable, alejado de la publicidad agresiva que nos empuja a adquirir productos inútiles… Es preciso, además, ajustar ese consumo a las reglas del comercio justo, que implica producir y comprar productos con garantía de que han sido obtenidos con procedimientos sostenibles, respetuosos con el medio y con las personas… Pero aunque todo esto es necesario, no es suficiente para sentar las bases de un futuro sostenible. Es necesario también abordar otros problemas relacionados como el crecimiento realmente explosivo que ha experimentado en muy pocas décadas el número de seres humanos (ver crecimiento demográfico).

Referencias bibliográficas en este resumen

BOVET, P., REKACEWICZ, P, SINAÏ, A. y VIDAL, A. (Eds.) (2008). Atlas Medioambiental de Le Monde Diplomatique, París: Cybermonde.
BROWN, L. R. y MITCHELL, J. (1998). La construcción de una nueva economía. En Brown, L. R., Flavin, C. y French, H. (Eds.), La situación del mundo 1998. Barcelona: Ed. Icaria.
COMISIÓN MUNDIAL DEL MEDIO AMBIENTE Y DEL DESARROLLO (1988). Nuestro Futuro Común. Madrid: Alianza.
DALY, H. (1997). Criterios operativos para el desarrollo sostenible. En Daly, H. y Schutze, C. Crisis ecológica y sociedad. Valencia: Ed. Germania.
FOLCH, R. (1998). Ambiente, emoción y ética. Barcelona: Ed. Ariel.
GARCÍA, E. (1999). El trampolín Fáustico: ciencia mito y poder en el desarrollo sostenible. Valencia: Ediciones Tilde.
GORDMIER, N. (1999). Hacia una sociedad con valor añadido. El País, domingo 21 de febrero, páginas 15-16.
SEN, A. y KLIKS BERG, B. (2007). Primero la gente, Barcelona: Deusto.
VILCHES, A. y GIL, D. (2003). Construyamos un futuro sostenible. Diálogos de supervivencia. Madrid: Cambridge University Presss. Capítulo 8.
WORLDWATCH INSTITUTE (2004). State of the World 2004. Special Focus: The Consumer Society. New York: W.W. Norton.

Fuente: http://www.oei.es/decada/accion08.htmMercado justo

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