Figuras de fe

8:00 p m| 3 may 18 (TF/BV).- Algunos personajes del Nuevo Testamento pueden ser una fuente de aliento para personas que pueden estar cuestionando su fe, que se perciben cerca de cuestionarla, o que sientan que la oración ya no les ofrece la experiencia que solía ser. Lo que se lee sobre Nicodemo, Bartimeo y María Magdalena nos permite observar que la experiencia de la fe no es algo estático, sino más bien puede crecer, decaer o se transforma, y el Espíritu es aquella luz de fe que no se apaga en nuestro interior. Reflexión de Tom Shufflebotham SJ, publicada en Thinking Faith.

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Nicodemo aparece algunas veces en el Evangelio de Juan. Da la impresión que hubiera salido desanimado de una conversación nocturna con Jesús (capítulo 3): su incipiente fe había demostrado ser muy cautelosa, restringida, mezquina. Cuando intenta (capítulos 7 y 12), tímidamente, pero con terquedad, argumentar algo sobre Jesús, recibe una respuesta cortante de los fariseos, y, al parecer, también del evangelista.

Sin embargo, después de la crucifixión (capítulo 19) él está allí, y trae especias para el entierro de Jesús. Si bien todo parece ser oscuridad y derrota, él no habla mucho; solo hace su obra de misericordia, y esa no es una muestra insignificante de fe. Y su nombre estará asociado para siempre con el Jesucristo que murió y resucitó.

Luego, Bartimeo, el mendigo ciego de Jericó (Marcos 10: 46-52). Jesús alaba su fe y lo sana. Pero observemos lo último que dice de él: “siguió a Jesús por el camino”. Este camino parece ser: (a) a donde vaya Jesús; (b) Jerusalén, ya que Jesús de hecho va allí para enfrentar las consecuencias de vivir una vida de tal integridad; y (c) como los primeros cristianos no tenían palabras para “cristianismo”, hablaron de “este camino”. Podemos adivinar que Bartimeo, sin saber nada sobre Jesús, el Hijo de David, excepto que acababa de cambiar su vida, ahora sigue el camino con la misma fe que Jesús acaba de elogiar.

Que no podamos aprobar un examen de nuestra fe no significa que tengamos falta de fe: significa que tenemos los cimientos de la fe. Pero por el momento es suficiente para Bartimeo “tener vida a través de su nombre” (Jesús). El desarrollo de la fe y el conocimiento preciso llegarán más tarde.

También María Magdalena. Como la encontramos en Juan 20, ella está de pie junto a la tumba vacía en busca de un cadáver. “Se han llevado a mi Señor y no sé dónde lo han puesto”. Cuán a menudo estas mismas palabras parecen describir nuestra experiencia vacilante de fe u oración. Sin embargo, su lealtad conduce al regocijo de reconocerlo, y luego se convierte en “apóstol de los apóstoles”, llevando la llama de la fe a los rescoldos en los corazones de “los hermanos”, Pedro y los demás.

Muy significativa es la experiencia del carcelero en Hechos 16. Al igual que nosotros, tal vez, lo primero en lo que piensa es en su realidad. Tiene su trabajo y reputación; tiene sus llaves y sus prisioneros; tiene sus jefes, los magistrados, y de ellos recibió órdenes con respecto a Pablo y Silas: “Vigilarlos muy de cerca. Recibido el encargo, los metió en el último calabozo y les sujetó los pies al cepo”. Dejar que estos cristianos escapen sería más importante que su trabajo, o su vida, como lo deja en claro la narración.

Entonces, de repente, en medio de la noche, un terremoto sacudió la prisión hasta sus cimientos. Todas las puertas se abrieron y las cadenas de todos los prisioneros se soltaron.

Fuera lo que fuera esa “cercana vigilancia”, no había sido lo suficientemente cerca; de todos modos, había estado dormido. “Al ver las puertas abiertas, empuñó la espada para matarse, creyendo que se habían escapado los presos. Pero Pablo le gritó muy fuerte: -¡No te hagas daño, que estamos todos aquí! El carcelero pidió luz, y temblando, corrió adentro y se echó a los pies de Pablo y Silas. Los sacó afuera y les dijo: -Señores, ¿qué tengo que hacer para salvarme?”

Esto es música para los oídos de Pablo y Silas. “Cree en el Señor Jesús y te salvarás, tú con tu familia”. Después el carcelero lavó sus heridas (en los discípulos estaba cuidando el cuerpo del Señor tan fielmente como lo hizo Nicodemo) y él y su familia fueron bautizados. “Después los llevó a su casa, les ofreció una comida y festejó con toda la casa el haber creído en Dios”.

En este hermoso relato, el cristianismo vivido brilla como una joya: la conversión; la predicación; el cuidado de heridas; el bautismo; la comida; la celebración. El Señor resucitado vive entre estos Filipenses. Algunos años después, Pablo les escribía: “Todo lo considero pérdida comparado con el superior conocimiento del Mesías Jesús, mi Señor; por el cual doy todo por perdido y lo considero basura con tal de ganarme al Mesías y estar unido a él… ¡Oh!, conocerle a él y el poder de su resurrección, y la participación en sus sufrimientos; configurarme con su muerte” (Filipenses 3: 8-10). Uno puede imaginarse cómo el carcelero y su familia debieron emocionarse al escuchar las palabras del que fue su prisionero; y cómo habrá recordado su vida y ocupación tan tranquila y segura… hasta que el piso tembló y le dio un vuelco a todo eso.

La experiencia del carcelero es un paradigma de cómo puede evolucionar la fe. Tenía su vida y sus cosas seguras, pero ahora todo lo firme parece desmoronarse. El piso y las estructuras ceden, y hay confusión en la oscuridad. Luego se hace evidente que todo el desmoronamiento es el preludio de la aparición de algo mucho más valioso.

Y así es a menudo con nuestra fe. Para muchos parece derrumbarse (tal vez de manera súbita, quizás muy lentamente, casi imperceptiblemente): parece como si Dios hubiera desaparecido. Pero esa ruptura tiene que suceder para que algo más verdadero, enriquecedor y valioso, pueda emerger desde un nivel más profundo. Nuestra fe ha cambiado, o mejor dicho, se ha transformado, para que pueda crecer y mantenerse fiel a sí misma. Y esto se debe a que la fe es una relación personal con Dios, que es infinito y que está infinitamente más allá de nuestro alcance… y sin embargo con nosotros: en Dios vivimos, nos movemos y existimos, como recordó San Pablo a los atenienses.

La oración es la expresión de nuestra relación de fe con Dios a través de Cristo. Lo que es verdad de fe es verdad de oración. La oración debe desmoronarse ya que la fe debe desmoronarse. Esto puede pasar gracias a una especie de “terremoto”, o puede suceder con los años en plazos que apenas se notan. Si nos comunicamos con nuestros padres (o cualquier otra persona) a la edad de 26 o 46 años exactamente como lo hicimos a los 6 años, algo estaría muy mal. Significaría que no crecimos, no nos desarrollamos.

“Me preocupa que mi fe haya desaparecido”. Si se hubiera ido, no estarías preocupado por eso. “Pero desearía, realmente desearía poder orar como solía hacerlo”. Si realmente lo deseas, entonces la oración ocurre dentro de ti (el Espíritu Santo habita y ora en tu interior; mira cómo lo dice San Pablo en Romanos 8). Puede que no se sienta como una oración: te invitan a crecer en la fe. Intenta orar, sin miedo ni preocupación, y estarás orando. Como San Agustín insistía, “tu deseo es tu oración”.

 

Fuente:

Traducción libre del texto “Figures of faith” publicado en el portal Thinking Faith / Pintura de Matthias Stom

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