Gaudium et Spes y la nueva relación Iglesia – mundo
Ambas visiones eclesiológicas –la de Gaudium et Spes y la de Lumen Gentium– tendrían un efecto revolucionario. Pues ellas han obligado a establecer, hacia dentro y hacia fuera de la Iglesia, vínculos de horizontalidad y de diálogo. Tan radical ha debido ser el giro, que resulta comprensible que los católicos y no pocos en la jerarquía y el clero, en 50 años, hayan tenido enormes dificultades para aceptarlo. Tras un primer impulso en la línea de la comunión con la humanidad, con los otros credos, con los demás cristianos, y entre los mismos los católicos, se acentuó la reacción contraria, más vertical, más doctrinaria, menos tolerante.
Este replanteo eclesiológico fue gatillado por el propósito pastoral del Concilio. Habiendo querido el Vaticano II llegar con el Evangelio a todos los seres humanos sin exclusión, el cambio en la concepción de la relación Iglesia – mundo fue condición indispensable. Juan XXIII planteó el desafío como “aggiornamento”. La Iglesia debía actualizar su enseñanza en orden a hacerla comprensible a las nuevas generaciones. El Concilio se hizo cargo de la petición del “Papa bueno”: no emitió condena alguna en contra del mundo moderno. Por el contrario, orientó sus trabajos en la dirección opuesta, la de abrirse a la época con simpatía, como quien quiere conocerla y aprender de ella.
En vista a cumplir con su misión pastoral, la Iglesia conciliar quiso hacer suyos “los gozos y las esperanzas, las tristezas y las angustias” de los contemporáneos (GS 1); valoró los esfuerzos de la modernidad por el progreso; apreció toda expresión religiosa auténtica; se hizo responsable, en lo que pudo corresponderle, del fenómeno del ateísmo; y puso a la caridad como única condición absoluta de salvación. Todo esto, procurando siempre discernir qué sí y qué no podría ser un verdadero avance en humanidad. Llegó incluso a relativizar la importancia del cristianismo como religión, con tal de empalmar con el único objetivo que consideró igualmente obligatorio para todos: la elevación de la humanidad. Así lo planteó Pablo VI. El hombre, no la Iglesia, debía constituir la meta del Concilio. La convicción de fondo consistió en creer que el crecimiento del reino puede distinguirse, pero no separarse, el progreso temporal.
Este replanteo de la relación Iglesia – mundo en términos de Iglesia “en” el mundo, supuso el desarrollo en el siglo XX de algunas conclusiones teológicas muy significativas. Primero, creer que Dios ha querido y realizado en Cristo la salvación de todos los hombres (1 Tim 2, 4-6). El Concilio tuvo la audacia inaudita de reconocer una verdad de fe que relativizaría hasta sus raíces, la hasta entonces segura, superioridad del cristianismo. Así, obligó a la Iglesia a repensar por completo las vías de su misión a los no cristianos. El misterio del hombre, para Gaudium et Spes, se entiende a la luz del misterio de Cristo; sin embargo, el Concilio no identificó sin más a Cristo con el cristianismo. Subrayó, en cambio, que Dios salva a la humanidad por caminos que la Iglesia puede desconocer (GS 22). Segundo, y en virtud de lo anterior, el Vaticano II entendió que el Espíritu Santo actúa en la entera historia humana. Esta, en toda su profanidad, está preñada de Dios y, por tanto, debe reconocerse en los esfuerzos de la humanidad por superarse una fuente de conocimiento de quién es Dios y de cómo Dios va orientando la historia hacia Sí. El Concilio reconoció a la historia humana un estatuto teológico.
En Gaudium et Spes la Iglesia, para cumplir con su propósito, recurrió a un método teológico que hasta entonces no había sido suficientemente afinado ni reconocido pero que, dada la exigencia pastoral que el Concilio se daba a sí mismo, era inevitable desarrollar. En vez de ir directamente a juzgar la realidad histórica con su doctrina, la Iglesia conciliar asumió esta realidad histórica como propia, la dejó expresarse en ella misma y quiso discernirla con el acervo de la Tradición. Al primero se le ha llamado método deductivo. A este último, inductivo. Si en virtud del primero la Iglesia ha podido enseñar, gracias a este otro ha debido aprender. Gracias a este, la Iglesia emprendió el camino del “diálogo de la salvación” con todos quienes buscan sinceramente la verdad y, en particular, cuando lo hacen con el auxilio de las ciencias.
Ha sido esta nueva relación Iglesia – mundo y este nuevo modo de aproximarse a las realidades de las respectivas iglesias continentales, lo que está llevando al surgimiento de una Iglesia Católica verdaderamente universal. Hasta ahora se ha conocido un cristianismo judeo-cristiano, breve en su existencia, y un cristianismo greco-romano-germánico, vigente por varios siglos. Lo que despunta -según Karl Rahner- son varios cristianismos: asiático, africano, latinoamericano, etc., los cuales han de configurarse de acuerdo a las culturas locales y a sus propios acontecimientos.
Gaudium et Spes tuvo, a este respecto, una enorme importancia para América Latina. Nuestra Iglesia, gracias al método de Gaudium e Spes, no aplicó simplemente los resultados del Concilio a su realidad, sino que continuó en concilio. La Iglesia latinoamericana escrutó sus propios signos de los tiempos y procuró recibir el Vaticano II a su manera, de acuerdo a sus necesidades.
¿Qué resultó? En cincuenta años la Iglesia latinoamericana ha hecho una experiencia espiritual y colectiva extraordinaria de Dios, desconocida hasta ahora, consistente en la práctica de la opción de Dios por los pobres. La relación Dios-pobres en el cristianismo remonta, por cierto, al Antiguo Testamento y llega con Jesús a su máxima expresión (2 Cor 8, 9). Pero solo en América Latina ha alcanzado las dimensiones místicas y teológicas como para configurar su misión e identidad eclesial.
En virtud de esta opción, nuestra Iglesia se encamina a su adultez. Hasta ahora los católicos latinoamericanos hemos dependido de la Iglesia europea prácticamente en todo: cultura, teología, clero y religiosos, nombramiento de autoridades y financiamiento. La Teología de la liberación latinoamericana, por su parte, representa bien la mayoría de edad de una Iglesia que comienza a pensar por sí misma.
¿En qué estamos? Estamos en crisis. Nuestra Iglesia, debilitada por los cambios epocales, las grietas estructurales y la distancia etaria con las nuevas generaciones, no logra transmitir la fe. ¿Hacia dónde vamos? Unos añoran una Iglesia que ofrezca seguridades. Otros prefieren continuar adelante con los cambios impulsados por el Vaticano II, interpretándolos en clave de “Iglesia de los pobres”.
Artículo de Jorge Costadoat, SJ en el blog “Cristo en construcción”.