Siete distorsiones que amenazan la sinodalidad

7:00 p.m. | 25 set 25 (DDF/WPI).- El cardenal Víctor Manuel Fernández, prefecto del Dicasterio para la Doctrina de la Fe, explicó siete falsas versiones en las que puede caer la sinodalidad: desde un clero o jerarquía que simula participación -sin ceder- y el formalismo metodológico excesivo hasta la pretensión de democratizar la doctrina, y más. Frente a estas distorsiones, defendió su auténtico rostro: un camino compartido donde clérigos y laicos se enriquecen mutuamente, se da espacio a todas las voces y carismas del Pueblo de Dios y todo gira en torno a la misión de anunciar el Evangelio.

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El cardenal Víctor Manuel “Tucho” Fernández, prefecto del Dicasterio para la Doctrina de la Fe, se dirigió a los nuevos obispos que participan en el curso anual de formación para obispos recién nombrados (conocido coloquialmente como la “Escuela de Obispos”), en el Colegio Pontificio de San Pablo, en Roma, el sábado 6 de septiembre de 2025. En su intervención, el cardenal subrayó la necesidad de una sinodalidad “auténtica” en la Iglesia. Al mismo tiempo, advirtió contra lo que describió como caricaturas de la sinodalidad: propuestas que, en lugar de fortalecer la evangelización, corren el riesgo de distorsionar su verdadero sentido y debilitar la vitalidad de la Iglesia. “Estas propuestas darían vuelta a la verdadera sinodalidad”, advirtió el prefecto.


Sinodalidad: Por qué no, y por qué sí

Algunos habían esperado que nuestro nuevo Papa no pusiera la misma intensidad en este asunto de la sinodalidad. En cambio, el papa León ha expresado un fuerte deseo de continuar por el camino de la sinodalidad. Por ejemplo: “La sinodalidad se convierte en una mentalidad, en el corazón, en los procesos de toma de decisiones y en los modos de actuar” (Discurso a la Conferencia Episcopal Italiana, 17 de junio de 2025). “Deseo asegurar mi intención de proseguir el compromiso del papa Francisco en la promoción del carácter sinodal de la Iglesia católica y en el desarrollo de formas nuevas y concretas para una sinodalidad cada vez más intensa en el ámbito ecuménico” (Discurso a los representantes de otras Iglesias y Comunidades eclesiales, y de otras religiones, 19 de mayo de 2025).

Pero, ¿cuándo surgió por primera vez este enfoque particular? La cuestión de la sinodalidad cobró fuerza a partir de Evangelii gaudium, aunque el papa Francisco mencionó el tema solo muy brevemente allí. Volvamos, por tanto, a Evangelii gaudium. Vale la pena señalar que el mismo papa León, en su mencionado discurso a los obispos italianos, afirmó: “Se necesita un renovado celo en el anuncio y la transmisión de la fe. Se trata de poner a Jesucristo en el centro y, siguiendo el camino indicado por Evangelii gaudium, ayudar a las personas a vivir una relación personal con Él, a descubrir la alegría del Evangelio”.

Y hablando al Colegio de Cardenales el 10 de mayo, se refirió a “la vía que desde hace ya decenios la Iglesia universal está recorriendo tras las huellas del Concilio Vaticano II. El papa Francisco ha recordado y actualizado magistralmente su contenido en la Exhortación apostólica Evangelii gaudium, de la que me gustaría destacar algunas notas fundamentales: el regreso al primado de Cristo en el anuncio (cf. n. 11); la conversión misionera de toda la comunidad cristiana (cf. n. 9); el crecimiento en la colegialidad y en sinodalidad (cf. n. 33)”.

Sin embargo, en realidad, en Evangelii gaudium el papa Francisco dijo poco sobre la sinodalidad. Se limitó a señalar que podemos aprender de nuestros hermanos y hermanas de Oriente “su experiencia de la sinodalidad” (n. 246). Conviene precisar que, en ese caso, se refería específicamente a la sinodalidad en sentido estricto, es decir, entre obispos. Aun así, esta brevísima mención de la sinodalidad dio lugar a diversas iniciativas orientadas a una reforma sinodal de toda la Iglesia.

Es cierto que muchos laicos acogieron con entusiasmo la propuesta de la sinodalidad como un camino de participación, de “caminar juntos”, en el que el laicado tendría una voz más fuerte. Pero entre no pocos sacerdotes surgieron dudas, preguntas, indiferencia e incluso rechazo hacia la propuesta de la sinodalidad. Algunos grupos ven malas intenciones detrás de este proceso sinodal y lo rechazan de manera categórica. Por ello, es importante separar la cizaña del trigo. Y para hacerlo, es mejor comenzar tomando en serio las críticas y sospechas. Por esta razón, ahora veremos primero por qué se puede decir “no” a la sinodalidad —por qué es comprensible que algunos la rechacen— y luego consideraremos por qué decimos “sí” a la sinodalidad, uniéndonos al firme “sí” que nuestro papa León ha vuelto a proclamar.

 

Lo que NO es sinodalidad

Con el tiempo, ha surgido controversia en torno al tema de la sinodalidad, porque existen ciertas propuestas que, en realidad, no representan lo que la Iglesia necesita verdaderamente para tener mayor vitalidad y una fuerza evangelizadora más sólida. Eso es lo que está en juego. Veamos, entonces, estas propuestas que distorsionan la auténtica sinodalidad. Destacaré siete de ellas:


1) Sinodalidad doctrinal

Muchos han pensado que la sinodalidad pretende ofrecer una especie de mecanismo rápido para cambiar la doctrina moral y sacramental de la Iglesia. Es cierto que algunos grupos dan esa impresión e intentan persuadir a otros de que su opinión representa a la mayoría de los católicos. Sin embargo, muy a menudo estas minorías se obsesionan con algún asunto que nada tiene que ver con las grandes preocupaciones y necesidades urgentes de la mayoría de los fieles. En realidad, este peligro está ausente en la mayoría de diócesis del mundo. Generalmente, la sinodalidad incluye el deseo de una mayor participación que brinda nueva vitalidad a las comunidades.

No se trata de escuchar a todos para llevar a cabo una revisión democrática de la doctrina y de la moral, como ha ocurrido en algunos grupos anglicanos. Si prestamos atención a los signos de los tiempos, debemos reconocer el crecimiento de grupos que no esperan debilidad ni confusión, que no quieren una versión “light” de la Iglesia. Aun cuando la Iglesia cambia ciertas cosas, la expectativa es, por lo general, que esos cambios no sean fruto de los caprichos de unos pocos, sino de una reflexión seria y sólida. A esta forma distorsionada de sinodalidad, que busca una remodelación democrática de la doctrina, debemos decir no. No es más que la exigencia de unos pocos grupos minoritarios movidos por ideología.


2) La sinodalidad como democracia elitista

Otra forma de malentender la sinodalidad, relacionada con la anterior, es intentar sustituir la monarquía clerical por una oligarquía laical. En algunos lugares, grupos de laicos quieren imponer sus inclinaciones y preferencias al resto de los fieles. Si el sacerdote o el obispo no hacen lo que ellos desean, afirman que el clero está en contra de la sinodalidad. Pasan por alto que existen muchos otros laicos que no comparten sus opiniones. La comunión que el ministro ordenado debe salvaguardar no se logra entregando la autoridad a una facción (una parte del Pueblo de Dios). Eso no garantizaría la verdadera comunión y terminaría por destruir la sinodalidad.


3) La sinodalidad como brazo de la jerarquía

Veamos ahora el extremo opuesto. Hemos avanzado mucho en la comprensión del valor propio de cada carisma y ministerio, y hoy ya no se dice que los laicos son simplemente “los brazos” de la jerarquía. Sin embargo, esta idea reaparece de manera sutil. Lo que se ofrece es una especie de seudoparticipación: en realidad, se espera que las personas hagan lo que la jerarquía indica. Se realizan consultas, creando la impresión de apertura, pero en la práctica todo se orienta a los intereses del obispo o de ciertos sacerdotes. Ellos mismos organizan las consultas, interpretan los resultados y luego difunden un “resumen” que no los perjudica y deja las cosas como están.

La situación empeora porque en algunos lugares los laicos no confían en sí mismos y prefieren dejar la decisión al sacerdote: “Mejor decida usted, padre, usted sabe más”. Con sano realismo, entonces, conviene comenzar buscando personas de distintos grupos, con creatividad, iniciativa y audacia —aunque puedan generarnos dificultades—. Solo así puede surgir un clima de auténtica participación.


4) La sinodalidad endogámica

Existe también un tipo de sinodalidad en el que no participa un solo grupo de laicos, sino varios movimientos y representantes de distintos sectores. Sin embargo, todos ellos pertenecen a estructuras eclesiales, es decir, no representan al Pueblo de Dios en su conjunto, ni a aquellos otros laicos comprometidos en la vida pública pero no activos en comunidades eclesiales. Esta forma de sinodalidad tiene buenas intenciones, pero no refleja el sensus del pueblo ni las grandes tendencias de la sociedad en general. Es una sinodalidad que no está inculturada ni abierta hacia afuera, una sinodalidad que no ha aprendido a entablar diálogo con el mundo.


5) La sinodalidad metodológica

Pasemos ahora a la siguiente distorsión de la sinodalidad, que es metodológica. Ocurre cuando la sinodalidad se reduce a un método. Incluso encuestas muy extensas no pueden, por sí solas, alcanzar al gran Pueblo de Dios. No se puede imaginar que un cuestionario baste para captar el sensus fidelium (el sentir de los fieles). La verdadera cuestión es: ¿cómo crear canales de escucha y participación que sean acogidos por todo el Pueblo de Dios, o al menos por círculos mucho más amplios? Esto necesariamente va mucho más allá de las preferencias expresadas en una encuesta y requiere una renovada pastoral popular. Exige apertura, cercanía, presencia pastoral en las bases y mucho más.

Solo así la sinodalidad dejará de ser una mera “estructura” para convertirse en una “cultura”. Sin embargo, hay un modo de entender la sinodalidad que termina reduciéndola a un simple artificio metodológico, sobrecargado de reuniones y subreuniones, planillas, análisis, esquemas y discusiones interminables en las que la mayoría no tiene interés en participar. La situación empeora cuando se sacraliza una determinada metodología, como si fuera la única forma de ser sinodal. Y ya Santo Tomás de Aquino, en su Treatise on the New Law, aconsejaba no multiplicar normas que terminen complicando innecesariamente la vida de los fieles.


6) Sinodalidad como carga inútil, un simple adorno

Existe otro tipo de sinodalidad que en realidad no cumple ninguna función: aquella que se realiza simplemente “para cumplir con una obligación”. Se hace un esfuerzo mínimo solo para poder mencionarlo en el informe de las visitas ad limina. A veces esto no significa que se haga poco —puede haber bastante actividad, prolongada en el tiempo—, pero sin decisiones concretas que transmitan un sentido de avance o de mejora en la práctica pastoral real. Al inicio puede dar una impresión de fraternidad y diálogo, pero al final no cambia nada. Cansa a los sacerdotes y corre el riesgo de decepcionar a los laicos. Por eso algunos prefieren asambleas breves antes que sínodos prolongados, pues sienten que les resta tiempo de la pastoral ordinaria, dejándolos exhaustos sin producir mejoras concretas.

Es cierto que muchos pastores hoy prestan poca atención a las “jornadas” o iniciativas promovidas por la Santa Sede o por las conferencias episcopales. Se sienten desbordados por peticiones formales que se acumulan y les quitan tiempo de una agenda pastoral ya saturada. En esas circunstancias, difícilmente darán importancia a propuestas sinodales que consumen tiempo y energía, sin ofrecer resultados efectivos que impulsen la evangelización.


7) Homogeneización universal

Finalmente, otra forma distorsionada de la sinodalidad es el intento de imponer un único modelo universal que ignore las diferencias locales. El papa Francisco dijo en una ocasión, respondiendo al cardenal Burke, que convertir determinada metodología sinodal en una “norma y cauce obligatorio para todos” equivaldría solo a “congelar” el camino sinodal, ignorando las características propias de las Iglesias particulares y la diversidad de riquezas de la Iglesia universal. Dado que la auténtica sinodalidad exige respeto a las Iglesias locales, su ejercicio debería implicar muy poco impuesto desde arriba, y mucha libertad para que cada lugar descubra sus propios caminos de sinodalidad.

Pero se requiere cautela: no se trata de reemplazar la centralización romana por otras formas más locales de centralización, que también pueden volverse opresivas. Incluso las conferencias episcopales corren el riesgo de convertirse en estructuras grandes y pesadas que determinen en exceso la vida de las Iglesias locales, imponiéndoles una manera específica de llevar a cabo la sinodalidad. Tal riesgo no corresponde a la estructura esencial de la Iglesia querida por Jesucristo.

Si se aborda la sinodalidad desde cualquiera de estas siete formas, está claro que debemos decir “no”. Quienes perciben la sinodalidad como una de estas caricaturas reaccionan negativamente o simplemente la ignoran —y esto es comprensible. A veces debemos reconocer que su respuesta no es un rechazo ideológico, sino una reacción razonable ante algo que no es auténtica sinodalidad. Ahora pasemos a considerar qué SÍ es un camino de sinodalidad.

Lo que SÍ es sinodalidad

¿Existe otra manera de entender la sinodalidad que realmente nos ayude y ponga en marcha una Iglesia más viva y evangelizadora? Sin duda. Un camino “sinodal” significa, ante todo, que todos los miembros de la Iglesia se comprometan en la evangelización, para formar una comunión participativa. No se trata simplemente de organizar encuentros fraternos, sino de que todos participen y aporten, de modo que una diócesis pueda dar fruto en su misión. Nadie negaría el valor de esta propuesta. Pero una cosa es reconocer su valor y otra muy distinta ponerla en práctica plenamente.

El papa Francisco lo explicó en su respuesta a las dubia del cardenal Burke: “La Iglesia es ‘misterio de comunión misionera’, pero esta comunión no es sólo afectiva o etérea, sino que necesariamente implica participación real: que no sólo la jerarquía sino todo el Pueblo de Dios de distintas maneras y en diversos niveles pueda hacer oír su voz y sentirse parte en el camino de la Iglesia. En este sentido sí podemos decir que la sinodalidad, como estilo y dinamismo, es una dimensión esencial de la vida de la Iglesia”.

El acento de este pasaje está en la participación de todo el Pueblo de Dios. En resumen, es necesario trabajar para que todos se sientan no solo receptores, sino también protagonistas en la Iglesia, con capacidad de hacer oír su voz. No se trata de crear una élite laical, una especie de oligarquía, sino de descubrir los muchos modos en que la Iglesia puede vivirse auténticamente como pueblo. Puede sonar utópico, pero estamos llamados a buscar caminos para que todo el Pueblo de Dios, en distintos niveles, participe en el gobierno de la Iglesia. Y no solo en el gobierno: también en el esfuerzo por alcanzar una comprensión más plena de sí misma.

No debemos entender la sinodalidad únicamente como un método para organizar un sínodo o una estructura pastoral. Eso forma parte de ella, sí, pero sobre todo es un modo de ser y de actuar que debería caracterizar a toda la Iglesia: desde la capilla más apartada hasta la Iglesia universal. Significa caminar juntos, dar lugar a todos para que, de diferentes maneras, cada uno pueda aportar y todos tengan voz en las grandes cuestiones de la Iglesia, escuchándose mutuamente.

San Juan Crisóstomo decía que “Sínodo es el nombre de la Iglesia”: un camino que hacemos juntos. La Iglesia, entonces, debe ser como un coro, en el que los miembros se relacionan en armonía y orden, unidos por un amor que supera las diferencias.

Hay una forma especial de sinodalidad que se expresa en las asambleas diocesanas, y hay también una sinodalidad cotidiana, que cada persona vive con su propio carisma y su tiempo al servicio de la misión de la Iglesia, reconociendo siempre que los demás también tienen derecho a contribuir, y escuchándolos. Es una dinámica de escucha y de acompañamiento, que no solo debería marcar la vida de la diócesis en su conjunto, sino de cada comunidad. De hecho, algunas parroquias tienen la saludable costumbre de reunirse periódicamente en asamblea —invitando incluso a quienes no suelen participar en la misa— para reflexionar juntos sobre cómo se desarrolla la misión en su barrio.

Esta sinodalidad se ilumina, se alimenta y se fortalece con el anuncio del kerigma, el núcleo del Evangelio, que despierta una experiencia intensa del amor de Cristo vivo y que, en definitiva, genera nuevos procesos. Es inevitable preguntarnos cómo este anuncio misionero puede impregnar nuestro trabajo sinodal, porque uno de los grandes desafíos de un sínodo es precisamente situar todo dentro de ese marco decididamente “misionero”. De lo contrario, corre el riesgo de parecer la simple imposición de un gran programa técnico —estéril, insípido o ideológico— y terminar siendo una forma abstracta, sin sustancia misionera, en una Iglesia que ya no crece. El kerigma hace posible la conversión, o la revitalización de creyentes inactivos, y con ello el crecimiento de la Iglesia. Sin kerigma, la sinodalidad no será misionera, sino que se convertirá en el refugio de un grupo encerrado en sí mismo, sin frescura ni energía nueva.

Por qué la sinodalidad puede enriquecer el ministerio ordenado (extracto)

La sinodalidad no disminuye la intensidad del ministerio sacerdotal o episcopal, sino que lo fortalece. El sacerdote tiene una función única e indelegable: presidir la Eucaristía. Pero hay muchas otras tareas que no dependen de su ordenación, y que pueden ser asumidas por laicos y laicas. Cuando se reconocen y promueven esos carismas diversos, el ministro ordenado se enriquece y su servicio adquiere un contexto más fecundo y dinámico.

La verdadera sinodalidad es la decisión de ejercer el ministerio en el corazón de comunidades vivas, participativas y creativas. En este entorno, cada carisma puede florecer y aportar, incluso en medio de tensiones, porque todos son dones del Espíritu. Así, el sacerdote no queda aislado, sino que comparte con un pueblo que le ofrece múltiples inspiraciones para crecer en su misión. El ministerio ordenado corre el riesgo de empobrecerse cuando se encierra en prácticas rutinarias y limitadas, centradas en pequeños grupos. Entonces pierde frescura, fecundidad y alegría, y la autoridad se debilita porque se reduce a una función jerárquica, privada de su dimensión de paternidad, pastoreo y evangelización. En cambio, la vida sinodal mantiene al pastor abierto, desafiado y acompañado.

La Eucaristía misma cobra mayor fruto cuando es celebrada en comunidades que viven la sinodalidad. El sacerdote no solo proclama la Palabra y preside el sacramento, sino que prepara a los fieles para acoger con mayor hondura esa acción transformadora. Así, la asamblea eucarística se convierte en un verdadero signo de comunión y de vida, sostenida por la participación de todos y por el dinamismo del discernimiento comunitario. Desde esta perspectiva, la sinodalidad es un don y un signo de los tiempos que el ministerio ordenado no debe percibir como una carga, sino como un horizonte luminoso. Enriquecer la vida comunitaria con la participación madura de los laicos es siempre un estímulo para el sacerdote y el obispo, ayudándoles a salir de estrecheces pastorales y a desplegar un ministerio más amplio, gozoso y fecundo.

En síntesis, las características de un verdadero “ministerio sacerdotal sinodal”, centrado en lo esencial y abierto a otros carismas, podrían ser las siguientes:

1) Una vida totalmente dedicada al ministerio, con el sabor de una actividad preparada y realizada con serenidad, de un modo humano y humanizante, puesto que hay otros que se encargan de muchas tareas que el sacerdote no necesariamente tiene que asumir.
2) Una mayor disposición a vivir una espiritualidad de la acción, sin apartarse de ella: una espiritualidad que consiste en contemplar con alegría la obra de Dios y su belleza en el mismo ejercicio del ministerio.
3) El desarrollo de actitudes más auténticas y significativas de caridad fraterna (pastoral): ofreciendo una acogida cordial, cercana, abierta, amistosa y sin prisas, donde las personas se sientan profundamente tomadas en serio.
4) Una experiencia más comunitaria de la actividad evangelizadora, menos solitaria e individualista, liberada del peso aplastante de tener que hacerlo todo solo.
5) Un mayor enriquecimiento y gozo gracias al florecimiento de los carismas de los demás y a una vida comunitaria variada y fecunda que nutre también al sacerdote como cristiano.
6) La desaparición de las constantes excusas sobre la falta de tiempo que a veces justifican un pobre desempeño de sus funciones específicas (la celebración de la Eucaristía, el sacramento de la Reconciliación y la Unción de los Enfermos), las cuales, en cambio, serían realizadas con profundidad, serenidad y fecundidad.

Renovación misionera para llegar a los que se sienten excluídos (extracto)

La sinodalidad auténtica exige una verdadera “conversión sinodal” en la jerarquía y en las estructuras, pero su fin último es la misión. Si no es misionera, pierde su esencia. Todo debe ponerse al servicio de llevar a cada vida humana el anuncio central del Evangelio, lo que implica repensar objetivos, estructuras, estilos y métodos de evangelización en cada comunidad. Por ello, es necesario relegar a un segundo plano lo que no contribuya directamente al primer anuncio. La clave está en la cercanía misericordiosa: el anuncio cara a cara, persona a persona, antes que las reuniones, debates o formalismos. De este modo se evita que la parroquia se vuelva una estructura inútil o un grupo cerrado de pocos elegidos.

Los principales destinatarios de esta cercanía son “los que están lejos de Cristo”: no solo quienes nunca lo han conocido, sino también quienes se han alejado de la fe, ya no se sienten parte de la Iglesia ni viven su fe con alegría. Las periferias son, precisamente, los lugares donde habitan estas personas, y hacia allí debe orientarse la acción pastoral.

La misión, siempre impregnada de misericordia, requiere paciencia y comprensión. No todo se alcanza de inmediato: las personas crecen lentamente, paso a paso. Por eso, un pequeño avance en medio de limitaciones puede ser más valioso para Dios que una vida aparentemente ordenada pero sin lucha interior. Quien solo puede dar un poco no debe ser despreciado, sino acogido en la comunidad. Todos están llamados a crecer en la fe, aunque cada uno lo haga a su ritmo. Los más maduros han de aprender a detenerse, escuchar y acompañar a quienes se quedan atrás. Así, una Iglesia sinodal y misionera no actúa como juez implacable, sino que abre espacio para todos, ensanchando la tienda de la Iglesia en vez de reducirla a pequeños grupos de poder.

Misión de todos (extractos)

La sinodalidad no se trata solo de llegar a todos, sino de hacerlo con todos. La proclamación del Evangelio no puede ser tarea de unos pocos ni limitarse a un único estilo. Se necesitan agentes diversos, con distintos carismas y formas de ser, que sean misioneros aun con sus limitaciones. La misión misma los hará crecer y buscar mejor formación. Como recuerda el papa Francisco: “En virtud del Bautismo recibido, cada miembro del Pueblo de Dios se ha convertido en discípulo misionero” (Evangelii gaudium 120).

En esta dinámica aparece la diversidad de carismas. Para cada necesidad de evangelización, el Espíritu Santo derrama un don particular, incluso cuando resulta incómodo o difícil de encuadrar. Son dones que permiten llevar a determinados grupos de personas “la pastoral habitual que realizan las parroquias y los movimientos” (Christus vivit 230). De ahí que la obsesión por convertir todo en norma, rito o reglamento contradiga el libre dinamismo del Espíritu.

Francisco cita como ejemplo la “pastoral popular juvenil”, que estimula en los jóvenes “esos liderazgos naturales y esos carismas que el Espíritu Santo ya ha sembrado entre ellos. Se trata ante todo de no ponerles tantos obstáculos, normas, controles y marcos obligatorios a esos jóvenes creyentes que son líderes naturales en los barrios y en diversos ambientes” (Christus vivit 230). Ante ellos, el papel de la autoridad sacerdotal es claro: “Sólo hay que acompañarlos y estimularlos, confiando un poco más en la genialidad del Espíritu Santo que actúa como quiere” (ibid.). Ellos son capaces de inventar “una pastoral popular juvenil que abra puertas y ofrezca espacio a todos y a cada uno con sus dudas, sus traumas, sus problemas y su búsqueda de identidad, sus errores, su historia, sus experiencias del pecado y todas sus dificultades” (Christus vivit 234).

Estos carismas también se expresan en la presencia laical en medio del mundo, ámbito propio de su vocación. Están llamados a comprometerse en la política, las instituciones y las organizaciones sociales donde el Reino de Dios debe hacerse visible. Asimismo, encuentran un lugar privilegiado en las periferias de la misma Iglesia, en un compromiso misionero cada vez más audaz y valiente.

Por eso, este amplio abanico de agentes en la evangelización constituye la esencia de la verdadera sinodalidad: caminar juntos. Pero este proceso exige una conversión real del ministerio sacerdotal y del conjunto de la Iglesia. Tal conversión requiere tiempo: tiempo para una formación práctica, tiempo para el ejercicio de los carismas laicales y para crecer en ellos. Y, como advierte el texto, si no comenzamos, nunca llegaremos.

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