Un invaluable aporte del arte y la arquitectura religiosa

1:00 p.m. | 4 dic 20 (RM).- Hoy en día, cuando entramos a un templo, no nos damos cuenta de que tanto la arquitectura como las imágenes que tenemos frente a nosotros nos están hablando del misterio de nuestra fe. Un artículo de la revista Mensaje explora los primeros siglos del cristianismo para describir cómo el arte sirvió para difundir sus transformaciones: la evolución de sus lugares de reunión (liturgia), la diversidad en la doctrina y los cambios en la percepción de la figura de Cristo. Esos y otros cambios se dieron en gran medida porque el cristianismo pasó de ser perseguido a ser protegido por los emperadores. Compartimos una invitación a valorar la rica tradición simbólica que acompaña al arte cristiano.

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La legalización del cristianismo con los edictos de Nicomedia (311) y Milán (313) supuso el inicio de una verdadera revolución en la historia de la Iglesia. Con ellos, no solo el estatus jurídico de los creyentes cambió, sino que también lo hizo su vida cotidiana, pues por primera vez pudieron (y tuvieron) que construir templos para celebrar el culto. Tras el quiebre definitivo con el mundo judío, las comunidades cristianas comenzaron a reunirse en las casas de algunos nobles que se habían convertido a la nueva fe. En la medida en que dichas comunidades iban creciendo y ya no hubo que permanecer en el anonimato, surgió la necesidad de adaptar o construir edificios pensados especialmente para una función litúrgica.

La Basílica Constantiniana

Los antiguos romanos tenían un edificio civil llamado basilica, nombre que provenía del griego basiliké, que significa “regia” o “real”. De allí que una basílica fuese la “casa real” o, en el caso del mundo romano, un lugar en el que se dictaba la justicia. Y fue precisamente esta estructura la que se convertiría en el primer modelo de la Iglesia cristiana. La basílica romana era un espacio en el que transcurría la vida cotidiana. Junto con funcionar como un tribunal, también se utilizaba como un pequeño mercado, lo que lo volvía un edificio perfecto para uno de los aspectos más queridos por la civilización clásica: el encuentro con los amigos y vecinos.

Nótese bien. Por una parte, el propio concepto de basílica evocaba la casa del rey (¿y quién era el verdadero Rey, sino Dios?) y, por el otro, era un espacio diseñado para el encuentro con los demás. Su empleo como lugar religioso resolvía además un grave problema, y es que los templos paganos no estaban hechos para acoger a una gran cantidad de fieles. Muy por el contrario, normalmente estos solo contenían la estatua del dios tutelar, pues en el mundo antiguo tanto los sacrificios como las procesiones se realizaban fuera del templo.

El hecho de tener el altar en el exterior obedecía a una finalidad práctica y es que la grasa del animal sacrificado era quemada, lo que generaba una enorme columna de humo que ascendía al cielo, el hogar de los dioses. Hacer algo así en un espacio cerrado habría sido contraproducente. No obstante, cuando los cristianos levantaron sus propios templos, las iglesias decidieron que el altar estaría en el interior. Y esto, ¿por qué? En primer lugar, porque los cristianos querían recalcar que en su persona Cristo había abolido la distinción entre el espacio sagrado y el espacio profano.

Para los cristianos, la vida, la muerte y la resurrección de Jesús eran el testimonio tangible de que esa distancia entre Dios y los hombres había sido abolida para siempre. Dios, en Jesús, se había encarnado, se había hecho parte de la historia. Su sacrificio, su pasión, había tenido lugar en la historia, en nuestra historia, en el espacio de nuestra vida cotidiana. La liturgia cristiana no es otra cosa que la reactualización de esa vida, muerte y resurrección. De allí el significado profundo que tenía introducir el altar, el lugar del sacrificio de Cristo, en un espacio concreto de la vida cotidiana del siglo IV, como era la basílica. Y todo esto no es sino una mínima parte de la enorme riqueza teológica detrás de la construcción de las primeras iglesias cristianas, riqueza que no se limitó únicamente a la dimensión arquitectónica.

Nuevos motivos artísticos

La protección que Constantino y sus sucesores brindaron al cristianismo supuso también la transformación del arte que las comunidades habían estado produciendo hasta ese momento. El fin de las persecuciones favoreció el crecimiento de la veneración a las reliquias de los mártires, los cuales comenzaron a ser representados en compañía de Cristo, los apóstoles y otros santos.

Sin embargo, la más significativa de estas transformaciones fue la que afectó a la propia imagen de Jesús. En la medida en que los emperadores patrocinaban el cristianismo, la figura de Cristo fue rodeada cada vez más frecuentemente de una serie de atributos “imperiales” que reflejaban la nueva posición que la Iglesia estaba adquiriendo al interior del mundo romano. Durante el siglo V, por ejemplo, cobró relevancia la representación de la traditio legis, es decir, la representación de Cristo entregando su ley, el Evangelio, a los apóstoles Pedro y Pablo, y que en ocasiones podía confundirse con la largitio pacis, la entrega de un rescripto o cédula real en el que se garantizaba la paz de la Iglesia.

Por otro lado, no debe olvidarse que, pese a que el edicto de Milán supuso el cese de las persecuciones, el mundo cristiano estaba muy lejos de la unidad. Hacia el año 260 había nacido en Libia un sacerdote llamado Arrio que, al despuntar el siglo IV, proclamaba que el Hijo de Dios había sido creado y que, por lo tanto, era de una naturaleza diferente e inferior a la del Padre. El arrianismo, como se conoció a esta doctrina, alcanzó una gran difusión y fue la variante cristiana a la que adhirieron en un principio la mayoría de los pueblos germánicos convertidos a la fe. De allí que el arte ortodoxo (del griego orthodoxía, opinión correcta) enfatizara la majestad y el poder de Cristo.

Numerosos padres de la Iglesia, entre los que destacaron Atanasio de Alejandría en Oriente y Ambrosio de Milán en Occidente, escribieron varios e importantes tratados con el objetivo de refutar estas ideas. Sin embargo, el arte se prestaba mucho mejor para llegar a las grandes masas del imperio. Como sostiene Juan Plazaola, en el tránsito del siglo IV al V se fue perdiendo el interés por mostrar a Cristo en su faceta de salvador misericordioso y, en cambio, fue creciendo el de resaltar el misterio de su Persona. En consonancia, ya no fue el destino personal del creyente el que absorbió la atención de los artistas, sino su apego a una rigurosa cristología. Así, por ejemplo, del Buen Pastor que andaba en busca del alma del difunto se pasó a la representación de Cristo como el Cordero sacrificado por la remisión de los pecados de toda la humanidad.

Contemplar con ojos nuevos

Hoy en día, cuando entramos en una iglesia, no nos damos cuenta de que tanto la arquitectura como las imágenes que tenemos frente a nosotros nos están hablando del misterio de nuestra fe. Por distintas circunstancias históricas hemos perdido el conocimiento de la rica tradición simbólica que acompaña al arte cristiano; arte que no se agota en las grandes catedrales europeas, en las catacumbas de Roma o en las basílicas del siglo IV. Es por eso que, antes de concluir este artículo, quisiera invitarte, querido lector, a que cuando tengas la oportunidad contemples con ojos nuevos tu parroquia, las iglesias del centro de tu ciudad, tu catedral y cada uno de los grandes santuarios que tengas cerca, pues, te lo aseguro, por mucho que los conozcas, encontrarás algo nuevo.

Fuente:

Extracto del artículo “Riqueza teológica en el arte y la arquitectura religiosa” de Patricio Jiménez, publicado en la revista Mensaje (Edición Mayo 2020).

 

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