Tiempo de cambios: el primer punto de quiebre en el Vaticano II
Mis años de estudio en la Gregoriana me habían dejado con muchas preguntas sobre el futuro de la Iglesia. La enseñanza de los profesores estaba dedicada a la doctrina de la iglesia tal como se define en los concilios ecuménicos de los primeros siglos, cuando conceptos filosóficos griegos se utilizaron para condenar las herejías que dividían a los cristianos entre sí. Mi atracción por la recientemente publicada Biblia de Jerusalén me habían convencido de la necesidad de repensar el dogma de la Iglesia en términos bíblicos, y me llevó después de la ordenación a estudiar teología bíblica con los profesores sulpicianos en el Instituto Católico de París.
Quería descubrir de exégetas modernos, el origen histórico de la esperanza mesiánica de Israel. A los profesores del Instituto Católico les gustaba mi estudio de los salmos reales, pero durante la celebración de la aprobación de mi tesis doctoral, uno de ellos, el Padre André Feuillet, conversó personalmente conmigo para advertirme acerca de cómo publicar lo que había escrito para evitar una posible sanción desde Roma. No podía imaginar escribir algo lo suficientemente importante como para ser examinado por funcionarios del Vaticano. Yo sólo quería descubrir la verdad, por mi propio estudio, de lo que otros habían escrito. Como estudiante en Notre Dame había decidido a no dejar que las clases sean un obstáculo en mi educación. La verdad era algo que tenía que descubrir y pensar por mí mismo. Esto incluía verdades de la fe, porque veía a Jesús como un pensador independiente. Él habló por su propia autoridad y no cedió ante los escribas y fariseos.
Las movidas en el Vaticano
Roma desbordaba de emoción por el inicio del concilio. De mi parte no pude experimentar mucho de este sentimiento mientras enseñaba teología dogmática en Washington. A pesar de la exposición mediática de la imagen paternal del Papa Juan y su sabiduría, parecía dedicado a la restauración de formas tradicionales del Vaticano. Había sido con su encíclica Sapientia Veterum del anterior mes de febrero, que se había impuesto el uso del latín en la enseñanza de la filosofía y de teología en todos los seminarios mayores. Como todos, en mi facultad del seminario seguí estas directrices, abriendo una clase con algunas frases en Latín poco antes de revertirlo al Inglés. El Papa Juan también había propuesto devolver a los cardenales sus largas colas rojas en el vestuario, tal vez originalmente diseñados para cubrir la parte posterior de un caballo, pero que hacían ver a estos hombres adultos en el cónclave como novias de la realeza vestidas de rojo en la procesión de una boda. Estas “movidas” en el Vaticano me parecieron irrelevantes e incluso vergonzosas cuando me esforzaba por involucrar las mentes de los seminaristas en el misterio de la salvación tanto de la teología bíblica como de la Summa Theologica.
Pronto aviones cargados de obispos fueron llegando a Roma, incluyendo nuestros obispos de la “Holy Cross” de los países con misiones. Algunos obispos del norte de Europa llegaron acompañados por teólogos que llevaban tiempo siendo “observados” por funcionarios de la Santa Sede. Teólogos como Yves Congar, Jean Daniélou, Karl Rahner, Henri de Lubac y Edward Schillebeeckx. Fue inquietante escuchar a la gente diciendo que estos grandes eruditos estaban siendo llevado a Roma para ser condenados por el concilio, ya que sus escritos inspiraron gran parte de mi enseñanza. Resultaría, sin embargo, que era necesaria su presencia para escribir los documentos conciliares, ya que sólo ellos eran capaces de decir algo nuevo sobre la iglesia y su misión pastoral. Más tarde tuve ocasión de mencionar a Karl Rahner de que debe haber sido difícil para él estar bajo sospecha de Roma, y él respondió que se estaba bien con Roma mientras no dijeras algo nuevo.
A pesar de todo el suspenso por el inicio del concilio el día sábado 11 de octubre, me sentía aburrido esa mañana en la basílica viendo el extenso desfile de los prelados al entrar a la Iglesia. Todo parecía nada más que una versión ampliada de las típicas ceremonias pomposas en San Pedro que para mí eran más una cuestión de teatro que una ocasión de oración humilde en presencia de Dios. ¿Era esto lo que había querido decir el Papa Juan al mencionar que el concilio celebraría la unidad de la iglesia? Pero entonces el mismo Papa apareció en la entrada. La silla en la que iba se detuvo, y todos nos quedamos sin aliento al verlo descender de su posición y caminar solo por el largo pasillo hacia el altar. Me uní al aplauso ensordecedor que llenó San Pedro, y me di cuenta que era parte de un gran acontecimiento histórico.
Dos días después, el sábado 23 de octubre, las sesiones privadas de los prelados comenzó, pero lo que ocurrió cada día se dio a conocer en gran parte por nuestro locuaz Superior General P. Germain Lalande de nacionalidad francesa/canadiense. Me había hecho su perito oficial y me entregaba todos los documentos que se discutían y revisaban. Mi entusiasmo inicial se enfrió rápidamente después de la lectura de los documentos preparatorios conocidos como la schemata. Las secciones sobre dogma eran como leer nuestros texto de primer año sobre apologética escritas por Sebastian Tromp SJ, y de hecho luego me enteré de que las había compuesto en sus tiempos de secretario de la comisión teológica del cardenal Ottaviani. Los que trataban sobre la moral estaban salpicados con condenas, en lugar de haber sido inspirados por la Nueva Ley del Sermón de la Montaña, comenzando por las Bienaventuranzas.
Para los que conocemos al Padre Heston nos sorprendió que le encarguen la tarea de informar a la prensa en el concilio, porque siempre disfrutaba el revelar secretos del Vaticano. A medida que el concilio avanzó, sin embargo, era poco lo que se podía revelar, debido a las estrictas normas sobre el secreto ocasionadas por la desconfianza del Vaticano hacia la prensa. A lo sumo se podía mencionar el tema general que se iba a discutir cada día, y añadir que algunos prelados -sin mencionar nombres- habían estado a favor y qué tantos en contra. Los reporteros estaban desesperados por obtener una historia acerca de quién dijo qué, y las propias reglas les hizo sospechar que algo importante estaba siendo encubierto. Incluso muchos de los obispos se empezaron a sentir de esa manera, especialmente después que un prelado Europeo había declarado en el concilio que algunos temas en el esquema original de la liturgia, oficialmente aprobado para la discusión, no estaban incluídos en el texto que tenían en sus manos.
La lucha por el control
No sería hasta el otoño siguiente que al P. Heston y los otros en la oficina de prensa se les ocurrió producir un boletín diario con una lista de los oradores y resúmenes de lo que se había dicho. No hacía falta ser un genio para saber quién dijo qué. Pensamos que el P. Heston se aliaría con la minoría curial de los conservadores, quienes eran los que insistían en mantener todo en secreto, pero en ese otoño se dejó ver tan contento como muchos gracias a las “Cartas desde la Ciudad del Vaticano” de Xavier Rynne en “The New Yorker”, que buscaban revelar lo que realmente estaba pasando. El P. Heston podía percibir en qué dirección soplaba el viento. Ya en las primeras semanas se hizo evidente que un gran cambio se había producido en la mente de los prelados. Muchos de los obispos y teólogos de las afueras de Roma comenzaron a ver la prensa como un aliado en su tarea de renovar la Iglesia. Además, aquellos que no pueden seguir el Latín de los discursos -muchos de los cuales provenían de los Estados Unidos- fueron capaces de entender lo que se debatía en el concilio.
En su mayor parte, la jerarquía americana había llegado por obligación y sin una agenda propia. Nuestros obispos fueron utilizados según las instrucciones de las oficinas del Vaticano, pero después de la recepción de los textos para su votación, la mayoría reconoció la necesidad de volver a la escuela por tener estudiosos brindando conferencias sobre los temas de los que eran responsables. Pronto se comenzaron a notar las maniobras de la curia y la sutil violación del reglamento del concilio, junto con lo que parecía una táctica de engaño por parte de los dirigentes de la Curia romana y parte de la jerarquía italiana.
Un ejemplo de este engaño fue la forma en que el Cardenal Ottaviani había presentado el 14 de noviembre el primer esquema dogmático para ser discutido -el que era sobre las Fuentes de la Revelación. Él dijo que el Papa había aprobado el texto elaborado por su comisión teológica, por lo que los obispos tenían que estar de acuerdo con lo que decía. Este discurso no fue bien recibido por la mayoría de los prelados, especialmente después que otro cardenal se levantó para señalar que el Papa aprobó los trabajos de la comisión teológica como base para la discusión en la Asamblea, pero no era su intención que se aprueben necesariamente como una enseñanza del concilio. El resultado fue toda una semana de debate no sobre el contenido del esquema, sino sobre si debería ser discutido o no.
Un creciente número de prelados decían que el texto no era apropiado para el concilio que el Papa Juan había pensado, porque no era “pastoral”. En respuesta, Ottaviani y sus seguidores insistieron en que la correcta doctrina es la base para la aplicación pastoral por parte de los obispos y su sacerdotes cuando estén de vuelta en casa después de que el concilio termine. La actividad de un concilio ecuménico, dijo, es aclarar la enseñanza de la Iglesia al condenar la falsa doctrina como una herejía. Otros oradores, sin embargo, insistieron en que el Papa no quería que el concilio emitiera condenas en absoluto, sino más bien presentar la doctrina ya definida, y con eso buscar cómo renovar la vida espiritual de la Iglesia y atraer a la gente moderna hacia el amor de Dios revelado por Jesucristo. Como el Papa Juan dijo en su discurso de apertura del concilio, la doctrina es una cosa y la forma en que se presenta es otra. Desde nuestra perspectiva de 50 años después, podemos ver que este debate continúa, y los que se oponen al concilio a veces emplean como argumento que el Vaticano II no fue un concilio ecuménico válido porque no hizo lo que los concilios solían hacer, es decir, condenar la falsa enseñanza, sobre todo en la propia iglesia.
Una voz de cambio
Entonces una sorprendente voz del medio oeste habló por la jerarquía norteamericana: el cardenal Joseph Ritter de St. Louis, quien declaró sin rodeos que el esquema debía ser rechazado. Un cambio se produce en la dirección de la jerarquía norteamericana, especialmente después que prelados europeos se habían reído cuando el cardenal Francis Spellman había propuesto momentos antes mantener la misa en Latín, pero la traducción del breviario en la lengua vernácula. Dijeron que los estadounidenses querían que los sacerdotes oren en Inglés, pero los laicos en Latín.
La mayoría de los prelados estuvieron de acuerdo con el pedido del cardenal Ritter de rechazar el esquema, pero no sabían cómo se podría hacer. No había un reglamento para rechazar un esquema completo una vez que se había presentado para su discusión. Pero los presidentes del concilio recordaron que durante el debate de un mes sobre la liturgia, el Papa les había dado el poder de convocar a una votación para poner fin a cualquier discusión sobre un texto cuando los oradores solo repiten lo que ya se había dicho. Así que a las 10:30 horas del martes 20 de noviembre, los presidentes súbitamente convocaron a votación sobre la cuestión: ¿Debe interrumpirse la discusión? “Placet” era voto a favor, “non placet” voto en contra. Se armó una confusión debido a que usualmente votar “placet” indicaba la aprobación de un texto y “non placet” significaba el rechazo. Durante el clamor, las instrucciones tuvieron que ser repetidas de la silla de los presidentes en varias ocasiones y, finalmente, el Secretario Pericle Felici dijo a los padres que sí quiere decir que no, y no quiere decir que sí. De hecho quedaron dudas si al final todos votaron como querían. Una clara mayoría rechazó el esquema, 1.568 a 822, pero faltaron 105 votos para que alcanzaran la mayoría requerida, de dos tercios, para enviar el esquema de nuevo a la comisión teológica. Como resultado, Felici anunció que el debate continuaría según lo programado. Sin embargo, los altavoces se enfrentaban a los asientos vacíos porque los prelados, aún con la emoción de la votación, habían bajado a las barras de café bajo la Iglesia, uno llamado “Bar Abbas” y el “Bar Jonás” otro. (En una sesión posterior, cuando algunas mujeres religiosas llegaron como observadores oficiales, se añadió un tercero llamado “Bar Nun”).
Ciertamente humor se necesitaba en ese momento, sobre todo para los prelados que veían su concilio sumido en la crisis. Enviar el esquema de nuevo a la comisión teológica para una reescritura haría que los conservadores se pusieran aún más tercos en su afirmación de que el concilio debe emitir condenas, especialmente en relación a las tendencias en los estudios de las Escrituras que seguían el modelo de los estudiosos protestantes alemanes, como los que había estudiado en París. Sin embargo, a la mañana siguiente -miércoles 21 de noviembre- hubo una gran sorpresa para todos, incluyendo a los responsables de la reunión. Después de la misa, el secretario de Estado del Vaticano, el cardenal Amleto Cicognani, pasó un documento para Felici, quien lo estudió y rápidamente se lo entregó al Cardenal Ernesto Rufini, el presidente ese día. Cardenal Rufini tomó el micrófono y declaró a la asamblea que el Papa había ordenado que el esquema sea descartado y todo el asunto reconsiderado por una comisión especial conformada por la comisión teológica y el Secretariado para la Unidad de los Cristianos. El Papa dijo que un nuevo esquema debía ser redactado de acuerdo con los objetivos del concilio, evitando condenas y tener un enfoque pastoral.
Esto hizo posible que el concilio continúe, y eventualmente se formó una mayoría suficiente para completar los dieciséis documentos del Vaticano II. No fue sino hasta las últimas semanas del concilio en 1965 que la versión final de la revisada Constitución de la Revelación Divina, llamada Dei Verbum, se aprobó, con la votación final del 29 de octubre y promulgación el 18 de noviembre. Aunque algunos identificaron este documento como la bisagra que une toda la obra del concilio en sus dieciséis documentos, su importancia se vio eclipsada por el Decreto sobre la Libertad Religiosa y la Constitución de la Iglesia en el mundo actual, por no hablar de la Constitución anterior sobre el Iglesia, Lumen gentium.
Dei Verbum sitúa la reforma de la iglesia bajo la persona y el mensaje de Jesucristo, quien proclamó ser el objeto de la fe que se alimenta con la proclamación de la Palabra de Dios. Jesús es la divina revelación para toda la familia humana, registrado en las Sagradas Escrituras y ahora presentada como la Liturgia de la Palabra junto a la Liturgia de la Eucaristía. Dei Verbum concordaba con Lumen gentium en el reconocimiento de que la pertenencia a la Iglesia se da través del bautismo, en lugar de la comunión con la autoridad papal. Todos los bautizados están llamados a ser evangelizadores, dando testimonio con nuestra vida y palabra, de la presencia salvadora de Cristo resucitado. El sacerdocio ministerial tiene como primera responsabilidad una proclamación llena de fe del Evangelio, incluso antes de ponerse a disposición de la gracia de los sacramentos, y el rito de cada sacramento es incluir la lectura de las Sagradas Escrituras, sin excluir las tradicionales para-liturgias como la Bendición del Santísimo Sacramento. Nuestra teología y toda la formación en la fe es para dar vida con las Sagradas Escrituras, porque, como dice San Jerónimo, ignorar las Escrituras es desconocer a Jesucristo. Todo esto sugiere que la publicación en Etudes resultó verdaderamente profética al afirmar que la intervención del Papa en el Concilio el 21 de noviembre marcó “El fin de la Contrarreforma”.
Robert J. Nogosek, de la “Congrégation de Sainte-Croix” (C.S.C.) está retirado y vive en el campus de la Universidad de Notre Dame.
Artículo publicado en America Magazine.