Superación de las crisis en la Iglesia
La crisis “pequeña”, pero importante, porque agrava la dificultad para anunciar el evangelio, se manifiesta en una desafección con la autoridad eclesial. Las instituciones y las autoridades, en estos tiempos nuestros de individualismo rampante, son objeto de desconfianza. Se las confronta con facilidad. Se les exige —por qué no— conocimientos, autenticidad y honestidad. De ellas se quiere argumentaciones convincentes, en especial cuando sacan la voz en el foro público. Pero sobre todo se espera de ellas protección, comprensión y cercanía que las personas no encuentran en otras partes y que, talvez, nunca lograrían encontrar en sus pastores en el grado en que lo necesitan.
Pero se da, además, una “crisis mayor”. Pablo VI nos diría que se ha acentuado el divorcio entre fe y cultura. La cultura secular predominante está más inclinada a no creer que a creer en Dios. Ante los enormes cambios culturales, la labor “teológicopastoral” parece deficitaria. La argumentación eclesial no está llegando a la gente.
La dificultad cultural para transmitir la fe, sumada al desprestigio de la autoridad eclesial, constituye un problema para el sacerdote, singularmente considerado. La inmensa mayoría del clero nada tiene que ver con la pedofilia. Los sacerdotes pueden tener otros problemas; sería iluso ignorarlo. Sea lo que sea, se ha instalado en su corazón una inseguridad que no proviene simplemente de ser indicados con el dedo. Ellos deben empatizar con sus contemporáneos, conectarse vitalmente con sus inquietudes, a riesgo de no tener nada evangélico que anunciarles. Por esto, tienen que mirarse a sí mismos con extrañeza. “¿Qué pensar de un varón que renuncia a la necesidad de satisfacción humana profunda que le puede ofrecer una mujer?”. “¿Qué podría yo enseñar?”. Por cierto, los sacerdotes no debieran dar a nadie pruebas de bondad y, en cualquier caso, bien pueden enseñar muchísimo cómo se ama de verdad. Sacerdotes buenos los hay a montones. Qué duda cabe. Pero, ¿cuántos podrán enfrentar esta desconfianza si, además, no logran reducir en sí mismos la distancia entre fe y cultura en tiempos de globalización, de cambios incesantes y a una velocidad vertiginosa?
La pregunta por el tipo de autoridad que ha de tener un obispo o un sacerdote, debe ser asumida en los seminarios. La crisis “pequeña” no es tan pequeña. ¿Cómo formar personas genuinas, veraces, hondamente humanas, con autoridad, pero no autoritarias? Nada se sacará con neutralizar a los seminaristas contra su propia humanidad. Pero tampoco será fácil exponerlos, sin más, a todos los vientos. Personas con el corazón y la mente abiertas a las vicisitudes de los varones y mujeres de hoy, conectados con ellos y requeridos de su cercanía
La crisis “mayor” tampoco tiene visos de pronta superación. Quienes no son cristianos no entienden nuestro mensaje. Esta crisis, a mi entender, solo puede ser encarada de acuerdo a las indicaciones fundamentales del Concilio Vaticano II. Su olvido, por el contrario, nos está conduciendo a una fragmentación y a sectarismos fundamentalistas que nada tienen que ver con una Iglesia que debe ser católica, es decir, universal. A este respecto, un grave problema lo representa el pre-conciliarismo que marca la distinción entre el sacerdote y los laicos, y entre la Iglesia y el mundo. Este reaparece particularmente como una desconfianza profunda en los cambios culturales, en el atrincheramiento en posiciones doctrinales. Esta verdadera claudicación del Vaticano II no tiene futuro, porque se aleja derechamente del dogma de la Encarnación de acuerdo al cual el Verbo se hizo “historia y cultura” (Benedicto XVI, en Aparecida). No se puede contraponer la Iglesia al mundo como dos realidades totalmente diferentes, como si Dios estuviera del lado de la Iglesia y como si la salvación del mundo dependiera de ella más que de Dios. No fue esto lo que quiso Juan XXIII, el papa que miró el mundo con amor. Ni él ni Pablo VI quisieron que el gran Concilio emitiera condena alguna. /b>No condenaron la modernidad, como lo hicieron muchos de sus predecesores, sino que se esforzaron por comprenderla y dialogar con ella.
El Vaticano II funda una amistad entre Iglesia y mundo. El Concilio Vaticano II comprende a la Iglesia como “sacramento” de Dios en un mundo que no se debe considerar extraño, pues este mundo, en virtud de la Encarnación, es sacramento de Dios aun antes que la Iglesia misma. El Vaticano II sentó las bases de una Iglesia cercana y acompañante cuando subrayó la importancia del bautismo como principio de igualación fundamental entre quienes comparten el sacerdocio de Cristo.
A este propósito, cabe considerar la posibilidad de dar un paso adelante. ¿No podría la Iglesia renovar su institucionalidad adoptando, no sin correcciones, los modelos que le ofrecen las instituciones modernas?
Urge una conversión institucional. Nada impide, desde el punto de vista de la doctrina, que la Iglesia se deje enseñar por el aprendizaje que la humanidad ha hecho, a estas alturas de la historia, sobre las estructuras de gobierno que engrandecen la vida humana. Por el contrario, es obligatorio que el evangelio demuestre, personal y comunitariamente, toda su capacidad humanizadora.
Imagen: (AP photo)Vista nocturna de la Plaza de San Pedro