¿En qué sentido esta gloria deportiva refleja la eterna?
Me sorprende la coincidencia en la portada de dos periódicos españoles –ideológicamente en las antípodas– del mismo titular el pasado domingo: “A un paso de la gloria”. Evidentemente, se alude a la Selección de fútbol. Y el paso, que cuando lea esta columna se habrá consumado o no, es acceder –y quizás ganar– la final del Mundial de Fútbol en Sudáfrica. Escuchando la retransmisión del partido de cuartos de final, las expresiones religiosas eran abundantes: san Íker era presentado como el guardián del templo español, los comentaristas no perdían la fe y el milagro se consumaba a chute de David Villa.
Volvamos a la gloria, ese punto final de plenitud y consumación; ese tiempo definitivo en el que se verán cumplidos los sueños; ese estado en el que ya no habrá lágrimas, sino encuentro y dicha. Uno podría caer en criticar esta “gloria futbolística” y juzgarla como un sucedáneo, el pan y circo contemporáneo o un espejismo de las verdaderas consumaciones. Pero cabe, creo, otra lectura. Y es también necesaria, pues no en vano el deporte y sus éxitos se convierten en catalizadores de alegrías, celebraciones, esperanzas e ilusiones para tantas personas. ¿En qué sentido esta gloria deportiva refleja la eterna? (salvando las distancias). Por un momento, caen las barreras y todos celebran lo mismo. Por un instante, se abrazan los desconocidos y se reconocen en la alegría por alcanzar un sueño común. Por una vez, el grito que sale de tantas gargantas es unánime. Por un tiempo, parece que las penas dolerán un poco menos –es intrigante la capacidad de celebrar en países y contextos muy pobres–. Por un rato, el sentido de pertenencia, de inclusión, de sentirse parte de algo englobará a todos.
Si esto se vislumbra en una realidad tan ambigua y tramposa, ¿qué no será la gloria verdadera? ¡Tenemos una buena noticia que anunciar!
Imagen: (Getty) Selección española de futbol, celebrando el título mundial por la calles de Madrid.