– Capitán, estoy partiendo rumbo a la tercera estación galáctica.
– Entendido teniente. Cambio y fuera.
Los motores estaban prendidos. Su viaje había iniciado.
– Todo es mágico. La Tierra parece tan chiquita desde acá. Ojala mis hermanos pudieran ver lo mismo en este momento -anheló a la suerte. Despertó, volvió a lo que tenía delante-. Cuán bello el color de ese planeta. Y qué hermoso el halo que rodea aquel otro.
De pronto, a unos cuantos satélites más adelante, el propulsor comenzó a emitir un sonido ensordecedor. El astronauta decidió aterrizar en el planeta desierto más cercano para revisar los defectos del aparato.
– El traje que me han dado es demasiado moderno y útil. La investigación ha invertido bien en los uniformes, pero ¿por qué no gastaron lo mismo en los propulsores?
Apenas concluida la pregunta, por uno de los escapes del propulsor se asomó la cabeza de un misterioso ser.
– Hola terrícola -dijo lentamente-. No me temas por favor.

El nuevo personaje tenía las orejas diminutas y tres ojos gigantescos que no paraban de dar vueltas. Además era cabezón y al parecer más bajo que un niño terrestre de siete años. El astronauta se había sorprendido que haya estado metido en su propulsor durante todo ese tiempo. Sin embargo, no quiso ser descortés.
– Hola amigo, soy un astronauta de la tierra y tengo como misión llevar esta información a mi estación galáctica -le mostró los códigos de unas piedritas doradas que guardaba en su bolso hermético.
– Sé quién eres. Coincidentemente, tengo una misión también. Me han encargado conocer más la vida de los seres terrícolas. Ahora que he visto que son confiables, quisiera llevarte directamente a mi planeta sólo un ratito.
– ¿Está muy lejos? No puedo desobedecer las órdenes del capitán -no obstante, tampoco quiso desairar al marcianito-… pero creo que si le explico bien sobre esta situación entenderá gustosamente.
– Maravilloso. Entonces no perdamos valioso tiempo y vamos.
El cuerpo del alienígeno empezó a brillar. Su tentáculo cogió el hombro del audaz astronauta y juntos viajaron hacia el infinito universo a sus cabezas. Los planetas y demás constelaciones eran un baile de lucecitas alrededor de ambos.
Se detuvieron en seco. Efectivamente, no había pasado mucho desde que partieron de aquel desierto planeta.
– Llegamos mi estimado terrícola. En este planeta los superiores te recibirán con honores. Además, nos gusta ser muy hospitalarios con nuestras nuevas visitas siempre.
El astronauta supuso que ese gesto en el rostro de su amigo debió ser una sonrisa. Hizo una pequeña reverencia y le sonrió agradecidamente por sus palabras.
De pronto algo irrumpió en el planeta. ¡Prank! ¡Un marciano gigante nos invade!
– Oye, ¿qué estás haciendo con esas piedras? ¡Te estás ensuciando! No es momento para jugar en el jardín. Regresa a la sala, la abuelita nos está esperando.
– Adelante Capitán. Volveré a transmitir información en breve. Cambio y fuera.
Leer másEl reflejo de una sonrisa distorsionada lo acompaña esta noche. Trata de enfocarse en esa boca para ignorar los gritos del cobrador y el disparejo gras de asfalto que retrasa su viaje.
En su mente, ha encontrado un pasaje de su vida muy remoto. Quizá, el momento más antiguo que ha podido recordar alguna vez.
Su papá subió al bus con un niño de la mano. El pequeño sostenía en la otra mano una bolsa gigante de Cheetos. Recuerda, fue la primera vez que subió a un bus con alguna chuchería tan grande.
Persiguió a su papá en fila india mientras se encargaba de buscar asiento. Encontró uno vacío casi al medio, lo cargó en sus rodillas.
Al fin ubicado, empezó el llamativo canto de una envoltura abriéndose. Ese sonido desencajado, nunca cambiará.
A punto de coger unos cuantos Cheetos se percató de la mirada de su vecino, un señor mayor. La curiosidad, eso tampoco cambiará.
Pensó, era casi hora del almuerzo.
De pronto, con una carita feliz le extendió la bolsa de Cheetos. El señor sonrió pensando que era broma. Luego buscó algún gesto del padre para encontrar respuestas.
Al padre también le había sorprendido aquel acto, sin embargo no lo detuvo. Asintió al desconocido, como invitándolo a acceder.
Se fijó otra vez en el niño, no vio maldad. Cogió unos cuantos Cheetos y le regaló un ‘gracias’ al chamaquito. Empezó a comerlos uno por uno.
De inmediato el niño se desprendió de su papá. Caminó al fondo del bus abrazando su bolsa de Cheetos.
El padre lo perseguía con la mirada, tratando de adivinar lo que iría a hacer.
Se acercó a la señora del último asiento, también le ofreció Cheetos. La señora preguntó ‘¿Para mí?’. El pequeño asintió con la cabeza. Ella aceptó coger unos cuantos, luego le agradeció.
Así continuó a lo largo de todo el bus, asiento por asiento. Una lluvia de agradecimientos se escuchó tras su paso. Unas señoras robustas predijeron que sería un santo o mínimo un sacerdote en el futuro. El niño no tenía idea de lo que significaba ‘sacerdote’.
La sonrisa no se le borraba. Una sonrisa real, en verdad se sentía bien consigo.
Cuando terminó de dar a todos los pasajeros del bus se sintió extremadamente feliz. Vio su bolsa de Cheetos, había mucho menos. Pero a cambio todos los demás habían comido de la misma bolsa.
Pensó, qué bonito.
Volvió al asiento de su papá. Él aún no entendía la actitud de su hijo, pero finalmente pensó que debía ser algo bueno. Decidieron compartir entre ambos lo poco que quedaba en la bolsa.
En los siguientes instantes trató de recordar otros momentos en los cuales hubo sentido esa misma felicidad. Sí, sí los hay…
Otro bache. Salir de este último lo hace volver al presente. Prefiere no volver a soñar más por ahora, la casa está cerca.
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Todo empezó cuando fue destinado a convertirse en alguien que no era. Cosas de la vida, no existe tanto llanto en el mundo para el mismo velorio.
El intento de adaptación lo hizo huir de su origen y esencia; se renegó como consecuencia.
Sin embargo nunca se convirtió completamente en lo que debía ser. Mitad del camino, por así decirlo.
Tal incapacidad de superación, lo transformó en un objeto sin sentido. Su frustración carcomió los siguientes pasos.
Se sintío solo. Y es que solo estaba, le replicó su pasado, presente y aparente futuro.
Un as bajo la manga, sucesos sin rostros ni nombres. A new challenger is approaching.
De lejos, el villano de la historia siempre lo persiguió. Buscó clavar sus ojos tras la espalda. Buscó afilar su lengua tras los oídos.
Buscó el mejor momento para atacar. Buscó ser encontrado en su propio juego. El motivo, también se sintió solo.
Ya fueron dos. Pero nadie se dio cuenta de nada. Todos los demás eran seres insípidos o animales asombrosos.
Al final, todo terminó cuando… mejor, dejémoslo ahí.
Una fotocopia (en formato azul) de un cartel de SE BUSCA me esperó aquella tarde en el portón principal del colegio primario del centro poblado Santa Rosa en Chincha Baja.
Una niña vestida de blanco sonreía en la parte superior-media del afiche. La cabeza ligeramente inclinada denotaba ternura; las colitas que sujetaban su cabellera, infancia. Abajo, con una llamativa fuente de letra, el apodo Sandrita se introducía en la foto.
El nombre completo de la extraviada se exhibía en mayúsculas bajo la foto. ALEXANDRA ESTEFANIA CARBAJAL HERRERA. Información importante le sigue: la fecha en la que se perdió y la urgencia de una operación.
– Desde el 22 de junio al 13 de julio. A la… casi un mes -me dije.
– Espero que la encuentren -respondió otra voz en mí- y pronto.
– Y espero que, sobre todo, esté bien -volví.
Las horas pasaron y mientas esperé a los voluntarios la mirada angelical de Sandrita me acompañó a toda hora en el colegio.
Al día siguiente tuvimos que ir al mercado de Chincha a comprar ciertos materiales para la noche. En el centro, todas las calles exhibían el mismo rostro: Sandrita sonriente. En cada esquina Sandrita esperó paciente a que alguien se detuviera y la ayude, día tras día, pero fue en vano, los transeúntes se habían acostumbrado a verla así, estática y muda.
– Sorprendente -pensé en la familia- cuánto deben estar buscándola. Pedacito de cielo, pobeshita.
En Lima los días siguientes erradicaron la mayoría de los detalles vividos el fin de semana en Chincha. Sin embargo, nunca olvidé el nombre Alexandra o mejor Sandrita. Había sembrado algo… una preocupación de hermandad.
El televisor me despertó hoy, jueves 17 a las 7 am, el canal cinco transmitía las noticias policiales del día. La cama me ganaba otra vez cuando sucedió. Entre sueños, escuché algo acerca de una niña perdida llamada Alexandra, más conocida como Sandrita. No puede ser coincidencia, le grité al dormir. ¡Chincha! Es ella.
Al fin, desperté sonriente recordando el cartel del portón del colegio. Callé mis voces para escuchar el reportaje. La sonrisa se esfumó y un nudo en la garganta se formó. Las imágenes eran desastrosas. La lentitud del parpadeo matutino no me hizo captar bien el reportaje. Recurrí al oír. Rescaté tres palabras claves entre el sueño (horribles todas): putrefacción, degollada y acuchillada.
Me derrumbé. La madre lloraba incansablemente entre desmayos. Pedía la búsqueda del culpable y su futuro castigo.
– Desgraciado -dije cerrando los ojos-. Maldito desgraciado.
Cerrar los ojos no evitó que derramara algunas lágrimas. Inevitable. No era un llanto, era una mezcla de gemidos de impotencia e hileras de repudio mientras mentaba la madre al asesino.
El conductor del noticiero únicamente atinó a decir “lamentable” dos veces. Presentaron el siguiente reportaje. Bajé el volumen casi en su totalidad.
Volví a mi almohada. Giré mi cabeza hacia la pared. PUM. Un puñetazo a la pintura crema de mi muro. Algunas lágrimas ya se sentían en mi almohada.
– ¡Maldito! En qué estabas pensando hijo de perra.
Pensé en venganza. En la justicia comunal. En encontrar al culpable de una vez por todas y matarlo. No, castigarlo y luego matarlo. Hacerlo sufrir y mandarlo directo al infierno. PUM. Otro puñetazo. Maldita indignación, ¿no puedo hacer algo para volverla a la vida?
– Por qué no te llevaste a un adulto “perdedor” cualquiera, ¿no te has dado cuenta?, acá sobran. Ella era una niña inocente, tenía una vida por delante; no se lo merecía. Por favor, ¿si te doy algo a cambio, la traes de nuevo?
Caí en la imposibilidad de aquello último, pensé en algo más dable. Una llamada a la madre. Los teléfonos ¿cuáles eran? Mi mente, sin embargo, no memorizó los tantos números que contenía el cartel. Quise llamar a la señora, decirle que lo siento, no sé por qué. Que estoy con ella. Que mi ética se puede ir “por un tubo” (¿Regenerar a este perro asesino?). Que si podría formar parte del ajusticiamiento comunal.
PUM. Un grito. No era el dolor en mi mano. Era el nudo en la garganta que merecía salir y explotar. Algunas lágrimas continuaron.
– Puto. Puto. Desgraciado. Hijo de mil perras. Ojala que te mueras, ojala que no puedas dormir esta noche -era yo inyectado de ira.
El calor de las sábanas volvió a cubrir el pensar y adormeció mi puño. Pronto, el sueño.
– Por favor Dios, por favor, que esto sea sólo una pesadilla.
‘El 30 de Octubre de 1992 me dirigí a la Universidad de la Cantuta a dejar unas fotos que faltaban para mi matrícula, ya que recién acababa de ingresar a esa casa de estudios.
Cuando salí de la universidad me dirigí a comprar a un quiosco que queda frente a la puerta de dicha universidad, y cuando me acerqué al quiosco sentí que alguien me abrazó por el cuello. Quise voltear para ver quién era, pero no lo logré porque me apretó el cuello y sólo logré ver un Volkswagen de color verde que estaba a mi lado. De pronto escuché una voz que decía ‘tápale los ojos’, y cuando me taparon los ojos sentí miedo y grité. De inmediato me taparon la boca con un trapo y luego me envolvieron con una frazada y me subieron al carro que estaba a mi lado. Sentí que dos hombres se sentaron encima de mí mientras el carro arrancaba’.
‘La verdad es que no sabía de qué se trataba ni a dónde me llevaban. Después de una hora y media más o menos me hicieron llegar a un lugar en donde me bajaron del carro, me sacaron la frazada y me pusieron una venda en los ojos que no me permitió ver nada. Me preguntaron por muchas personas que yo no conocía; me preguntaron si yo era Rocío de la promoción 88 de La Cantuta. Yo loes dije que no, porque en el año 88 yo todavía estaba en el colegio. Entonces me preguntaron ‘¿qué nombre te decían?’. Yo les respondí que mi nombre es María Magdalena y que me dicen Magda de cariño, que no tenía otro nombre. Luego me preguntaron si conocía a alguna chica llamada Rocío que estudia en La Cantuta desde el año 88. Yo les contesté diciendo que no conocía a las personas que estudian en esa universidad porque yo no estudio allí, que acababa de ingresar’.
‘Todo lo que yo contestaba era la verdad, pero esos hombres me insultaron diciéndome palabras que nunca en mi vida me dijeron. Me cogieron del cabello y me golpearon la cabeza contra la pared como si mi cabeza fuera una pelota. Me daban cachetadas en la cara. Sentí que me pintaron la boca, con un lápiz labial. Me sacaron la ropa a la fuerza diciéndome palabras que me da vergüenza repetir. Luego me inyectaron en el brazo y a partir de ese momento me sentí mareada. Entonces abusaron sexualmente de mi persona y a pesar de que me inyectaron he sentido el terrible dolor. Para que no gritara me taparon la boca con un trapo y de esa manera me quitaron lo que tanto cuidé: mi virginidad. No me consideraron como un ser humano sino como un objeto sexual. Hasta me bañaban para utilizarme como si yo hubiese sido un muñeco de plástico. La verdad es que yo me sentía un desastre humano que no servía para nada, y todo el cuerpo me dolía; no podía caminar, ni hacer mis necesidades. Estaba totalmente mal física y psicológicamente’.
‘Después de todo un hombre se acercó, me dio mi ropa y me habló con amabilidad, diciéndome: ‘No me tengas miedo, mamita; yo no te voy a hacer nada porque yo no soy malo como mis amigos. Lo único que quiero es que tú nos ayudes, y si tú no quieres ayudarnos entonces yo te voy a dejar con mis amigos. Como ellos son muy malos, te van a seguir haciendo lo que te han hecho y hasta te van a matar; y no solamente a ti, sino también a tus padres y hermanos. Por eso piénsalo bien y ayúdanos‘. Y yo, por el terror que maten a toda mi familia, le dije en qué los puedo ayudar; y él me contestó: ‘En aceptar que tú eres Rocío y que conoces a Marisol’. Y así me dieron una serie de instrucciones que tenía que cumplir para que no dañasen a mi familia. De esta manera acepté decir todo lo que me dijeron’.
‘Cuando terminó mi manifestación yo me encontraba en el penal, y allí me di cuenta de que estaba embarazada a causa de la violación que tuve. La verdad que esto sí que era lo peor para mí, y antes de que mi familia llegue a saber quise matarme. Lo intenté en dos oportunidades: la primera cuando tenía tres meses de embarazo y la segunda cuando tenía cinco meses, pero en ninguna lo logré. Me sentía tan mal que no encontraba ningún sentido a mi vida; no sabía ni para qué existo, pero las autoridades del penal me ayudaron moralmente y a comprender mi vida’.
‘Cuando tenía ocho meses de embarazo me llamaron a juicio con los jueces sin rostro. Cuánto deseaba ver directamente a las personas que me juzgaban, para contarles la verdad y todo lo que me estaba pasando; pero no: sólo escuchaba voces de hombres detrás de esas lunas. Me daba miedo, porque parecían voces de terror. Una idea se cruzó por mi mente: que esos hombres que me torturaron, me violaron y me amenazaron con matar a mi familia podían estar tras esas lunas, y es por esta razón que volví a decir lo mismo que dije en la DINCOTE y en el juzgado, porque hasta allí todavía me acordaba. Hoy no me acuerdo casi de nada, y lo único que yo cuidaba en esos momentos era la vida de mi familia. Me sentenciaron a 20 años y al poco tiempo me confirmaron la sentencia’.
‘Durante todo el embarazo rechacé a mi hija porque fue concebida contra mi voluntad y era bien difícil aceptarla; pero cuando nació me di cuenta de que ella no tenía la culpa de venir al mundo: ella es un ser inocente de todo y la acepté con todo mi cariño, porque es mi hija. La he llegado a querer mucho, y por ella puse todo de mi parte para olvidar todo y de esa manera superar esa violación traumática. No me gusta recordar, porque cada vez que lo recuerdo me siento mal. Y si hoy lo recuerdo para escribir estas líneas es por mi hija, porque hoy ya no se trata de una persona sino de dos. Mi niña necesita el calor de su madre, pero a los ocho meses nos separaron porque este lugar no era adecuado para ella; esto es una cárcel’.
Casi seis años después, Magdalena fue indultada. Hoy vive con su hija en Chiclayo. Para subsistir económicamente y ahorra un poco está sembrando arroz, pero sus planes son volver a estudiar, pero esta vez Derecho.
Memorias y Batallas en nombre de los inocentes. Perú 1992-2001 (resumen), separata de la Revista Ideele Nº 141, octubre del 2001, pp. 13-15.
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– Eso no importa ahora -le acercó una taza con café-. Tómate este café rápido que en cualquier momento llega. Si te ve en este estado podría…
– Perdóname. En serio, perdóname por haberte dado ese padre -la nariz se le sonrojó. Lloró-. Pero no lo odies, él te quiere.
No hubo respuesta.
– Prométeme que no lo vas a odiar -le rogó-. No le tengas rencor hijito.
– Toma tu cafecito ¿sí? -le devolvió la súplica- Por favor.
Leer másUna mano apunta contra la espalda del padre. Un largo susurro. ‘Dame todo tu real y no pasa nada chamo‘.
Siente el apretón de la mano de su padre. Envuelve la suya. Sabe que la causa reposa en la aparición del nuevo personaje. Alza la mirada. Un joven se concentra en el oído de su padre. En su mano derecha sostiene un colorete dorado, como el que usa su tía. Hace presión sobre la espalda de su padre. La otra mano, coge su hombro izquierdo. Llega hasta los ojos. Los detuvo en la mirada del muchacho. Desesperación y ferocidad. Antes había visto estos ojos, pero dónde.
‘No delante de mi hijo’. Dice el padre rompiendo el susurro. ‘No tengo nada de billete’, busca el primer objeto de valor rápidamente con la cabeza y concluye en su muñeca izquierda. Sin voltear al malandro, el padre desabrocha su reloj de pulsera y propone. ‘Te doy este reloj, sólo ándate’. El reloj se suspende en el aire, espera una respuesta.
Ahora la concentración del muchacho analiza detalladamente el reloj, no lo toca. Toma su tiempo, parece que la desesperación primera está desapareciendo. Da cuenta que el niño le persigue con los ojos. Un segundo, cruce de miradas. Por qué hace esto, por qué ese chamo es tan bromista con mi papá. Todo tiene un comienzo. ‘Hola’. Empieza el niño con una sonrisa.
Las cejas estiradas, los ojos abiertos de par en par. La sorpresa del ladrón ante la iniciativa del niño. El padre continúa inmóvil. El reloj, aún en el aire.
Otros segundos más de silencio. ‘Hola carajito‘. Al fin la respuesta. Despierta. Vuelve al reloj. Lo coge inmediatamente y procede a guardarlo en su bolsillo. Retrocede sin soltar el hombro de su papá. A una distancia corta, el correr.
El padre ya de vuelta, no logra ver el rostro del delincuente. Pierde de vista su rastro. No lo busca.
Siente las manos paternas que lo sostuvieron siempre, caer sobre sus hombros. Le sonríe. Su papá se agacha. A la misma altura, un abrazo extenso. Mira a su derecha, sólo existe una sombra, grande, ya como él.
Leer másEl sudor jamás impidió los vaivenes de los picos y la firmeza por lograr que el nivel de agua en la manguera fuera el mismo por acá y por allá, las bases de la futura casa.
Unos vasos empolvados por la nivelación los compadecieron sobre una pequeña silla fuera del terreno rectangular. A su lado, la botella de plástico contenía sólo unas gotas de gaseosa amarilla. Finalmente habían acabado de nivelar, los vasos desaparecieron de la silla.
Ahorita le digo a Lupe que compre otra gaseosa, ya debe estar por llegar de la casa de su amiguita, dijo Blanca mientras los chicos descansaban. Volvió a entrar. Se detuvo. La loseta del piso enterrada. Por más que hubo barrido su pequeña única habitación en pie siempre quedaba igual. Extrañó su casita antes del terremoto.
Decidió entonces conocer a Blanca. No supo cómo empezar la conversación. Luego de meditarlo, comenzó presentándose personalmente. ¿La puedo ayudar?, continuó con la pregunta al verla dividiéndose entre cortar cebolla y verificar la olla con lentejas.
Lupe pudo verlos, estaban ahí en su hogar. Mis propios ángeles, pensó. Se escurrió entre las pilas de adobes y llegó a la carpa donde guardaba la ropita que vestiría el día de hoy. La seleccionó desde ayer, agradeció a dios haber salvado esas prendas.
Le pareció escuchar una conversación. Al entrar a la habitación, que se confundía entre cocina y dormitorio, la vio. Su primer ángel.
Se percató de los enormes ojos infantiles y puros de la niñita. Lupe se ruborizó de la sorpresa. Ella es mi hijita Lupe, la presentó su madre. Hola Lupita, saludó la voluntaria. La niña quedó pasmada. Un corto silencio consumió a las tres.
Hola, le respondió. Recibió inmediatamente un beso. Qué bonito ángel, pensó.
Su mamá la llamó a un ladito de la cocina. Anda a comprar otra gaseosa, le ordenó.
¿A dónde va Lupita?, preguntó al verla salir de la habitación. ¿Puedo acompañarla? De pasadita que conozco el lugar, sugirió. La señora aceptó. La Marucha vende los marcianos más ricos de todo el poblado, Lupe conoce su tiendita, agregó Blanca.
El sol la ahogaba. En los labios de Lupe una amistosa sonrisa ya se dibujaba: quería conocerla. No bastaba con el nombre.
Empezaron con el clima. Continuaron con detalles comunes en ambas. ¿Cuántos años tienes?, le preguntó. Ocho, pero ya me falta poquititito para cumplir nueve, dos semanas, respondió la menor. Y… ¿tu cumple’?, rebotó la pregunta grabando cada palabra en su cabeza.
La gaseosa negra de tres litros y medio presumía su enfriamiento, fue el trofeo para el resto. Sobre vigas de piso brindaron todos por el avance del trabajo. Lupe conoció a sus demás ángeles. El almuerzo estuvo buenazo, coincidieron.
A la mañana siguiente volvieron para levantar los paneles. La ruta se hizo más corta esta vez. ¿Qué tal dormiste?, Lupe demostró cierta preocupación por la columna vertebral de su voluntaria.
Le agarró ternura a Lupe. Ella prácticamente la consideró su hermana menor. Tal vez, ella misma.
El sol se escondió tras las nubes por piedad para los voluntarios. El mediodía se había desvanecido hace un par de horas. Los paneles quedaron aplomados. ¿Por qué se llama aplomar?, preguntó para sí la novata.
En el piso de madera, los tornillos dispersos no tenían escapatoria ante la vista de Lupe. Eres toda una voluntaria techera Lupita, era su agradecimiento. Lupe sonreía y se sonrojaba. Qué bella sonrisa tiene, se dijo. Siguieron entre bromas atornillando las ventanas mientras decidieron cantar las canciones del momento. Lo desafinado en sus canciones motivó a las risas de los demás voluntarios. No escasearon las bromas.
La casa estaba casi terminada, faltaba únicamente inaugurar. Ya regreso techeritos, anunció Blanca una hora antes. Jugaron todos al jazz, lingo y el avión mientras el sol se sonrojaba ante la presencia de una hermosa luna.
Quiero que sea mi hermana, pensó la menor. Mi ángel hermana.
Al fin, apareció Blanca con botella de cerveza a la mano. Un par de martillazos. La botella, envuelta en una bolsa, colgaba en la parte superior de la puerta. Comenzó la inauguración.
Durante, Blanca agradeció plenamente a sus techeros. Escuchó los discursos de sus adoptados, reflexionó, sonrió. Dijo sus palabras. Otro martillazo rompió la cerveza entre aplausos. Listo, bienvenida a tu casita Blanca, le dijo el jefe de cuadrilla.
Fue el momento, las lágrimas más bellas huyeron de los ojitos rasgados de Blanca. Lupe lloró al ver a su mamá llorar. Las voces se quebraron. Las emociones fueron mutuas.
Al finalizar los tijerales públicos, ella no encontró a Lupita. Temía no despedirse de su hermanita. Se había vuelto como una de sus mejores amigas. La iba a extrañar.
Luego conversó con Blanca acerca de los proyectos que tenía a futuro, qué iba a poner en la casita y sobre los datos para contactarla en unos meses.
Los pequeños pasos se apresuraron. En el suelo su sombra fue artificial, los focos de los postes estaban prendidos. Llegó. Estaba a punto de irse, pero logró detenerla a tiempo.
Le regaló una pulsera que había hecho la noche anterior. Gracias por todo, dijo Lupe mientras le entregaba la pulsera que decía con exactitud lo mismo.
Se abrazaron. Sus corazones palpitaron al mismo son. Los siete segundos del abrazo les pareció eterno, sus ojos cerrados las hizo olvidar de lo que ocurría a su alrededor. Una promesa se quedó con Lupe. La despedida, fue hora de partir.
Cepíllate los dientes antes de irte a dormir hijita, le pidió su madre. Un foco amarillo, colgado en un palo, iluminaba el agua de la batea a sus pies y su lozano rostro en el espejo, atrás, una pared de madera. Sonrió agradecida. No fue la única.
A decenas de kilómetros, otra sonrisa se reflejaba en la media empañada luna del bus de regreso. Por su muñeca los frescos recuerdos la hicieron palpitar tan fuerte como durante el abrazo.
La sombría noche de la carretera cubrió sus ojos. Durmió. Sin embargo, aquella misma sonrisa se estacionó en sus labios a lo largo de todo el camino.

Nos dio a entender que en esta ciudad los transportes públicos no respetan peatón alguno.
‘Un día le pregunté [por fastidiar] al policía de tránsito de la puerta de la universidad por dónde debe cruzar el peatón siempre. Me respondió: ‘Por ahí… por los huecos en donde no pasen los carros’. Es decir ¡Tenía que esquivar los carros para por fin cruzar la pista! Lo peor de todo es que me lo explicó como si tuviera algún problema mental, que no entendía lo obvio. Yo no le respondí’.
Luego de mencionar, en un paréntesis, un conjunto sabotaje a la tentativa de la construcción un puente peatonal en la puerta principal de la universidad, continuó:
‘Es increíble. Los carros, entre ellos, guardan más espacio que el espacio necesario para con un peatón. Hasta te pueden rozar cuando cruzas sin mucho cuidado. Increíble, en verdad’.
Y al fin nos incluyó en un nuevo ‘sabotaje’ ante tal situación:
‘Sin embargo, yo creo tener una solución, pero tiene que ser conjunta, difundida y practicada por todos para que resulte. La idea es que cuando se cruce la pista en lugares tales como el óvalo Higuereta, llevar siempre un objeto contundente. Un día lo experimenté, me puse una comba al hombro, crucé la pista y ningún carro se me acercaba a menos de 20 metros’.
Las risas inundaron el aula. Imaginar al profesor cargando en el hombro tal ‘objeto contundente’ como una comba fue demasiado hilarante. Continuó:
‘Ya saben. La solución es un objeto contundente, puede ser un pico, una sierra, cualquier cosa. Incluso, con un ladrillo basta. Hagan la prueba’.
Las risas redoblaron las potencias, la de Esteban minimizó al resto. Mientras reía a carcajadas máximas, sus brazos simulaban el cargar del objeto contundente que él elegiría. El profesor Alegría entendió entonces que era momento de volver al tema central de la clase y tranquilizar el entusiasmo del buen Esteban… una vez más.
‘Bueno. Volviendo al tema de la moral de Kant…’
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